miércoles, 4 de noviembre de 2009
Personalidad.
Todas estas cualidades del caballero van, en resumidas cuentas, a parar a una característica fundamental: la afirmación enérgica de la personalidad individual. El caballero español se siente vivir con fuerza; se sabe a sí mismo existiendo como un poder de acción y de creación. El caballero español es regularmente una personalidad fuerte. No cede, no se doblega, no se somete. Afirma su yo con orgullo, con altivez, con tesón; a veces con testarudez. Pero siempre con nobleza; es decir, sobre la base de una honda convicción y de una honrada estimación de la propia valía. Es un carácter enérgico, violento y tenaz; pero noble y generoso. Y así como cultiva en sí mismo las virtudes de la resistencia y de la dureza, así también las admira en los demás. Acaso sea la única cosa ajena que él admira. Una ilustración del temple acerado con que está hecha el alma del caballero español encuéntrase en los innumerables ejemplos de predominio vital de los españoles y de lo español. En un conjunto de individuos pertenecientes a varias nacionalidades, si uno de ellos es español, raro será que no imponga insensiblemente a los demás sus normas de vida y de conducta; y más raro aún que se deje imponer esas mismas normas por los demás. A lo sumo se segregará del grupo y emprenderá su camino solitario, si la divergencia entre él y los restantes componentes del conjunto se hace muy tirante. Así, por ejemplo, el idioma español cuando entra en contacto con otros idiomas suele desenvolver un extraño poder de prevalencia -o desaparece en seguida y por completo-. Y se da el caso curioso de que los habitantes franceses de la frontera hispanofrancesa entiendan y hablen el español, mientras que los españoles no entienden ni hablan el francés. Hay en lo hispánico -en los hombres, en las costumbres, en todo lo que contenga átomos de espiritualidad- una especie de poderío afirmativo, una capacidad de prevalecimiento, un poder de imperar y sobreponerse, que se refleja en los más menudos rasgos de la vida individual y colectiva. Se refleja, desde luego, en la preferencia resuelta que los españoles dan a las relaciones reales sobre las relaciones formales. Llamo reales a aquellas relaciones entre los hombres, que se fundan en lo que cada persona es realmente, en lo que uno siente y piensa y en cómo siente y piensa, en lo que uno es y en lo que uno vale. Llamo, en cambio, formales a aquellas relaciones que se basan en la abstracción pura, en el mero «ser ciudadano», o «ser hombre» o «ser prójimo»; es decir, en una simple forma, despojada de toda realidad personal, individual, concreta y reducida a mero concepto del derecho o de la moral. El caballero español no siente y casi no comprende la relación abstracta: por ejemplo, la de ciudadanía pura o la de pura humanidad. Necesita cuanto antes «conocer» al otro, hacerse amigo -o enemigo- del otro; establecer con el otro una relación que se funde en la singular persona del otro y no en su simple carácter de «hombre», o de «ciudadano». Por eso entre españoles el trato puede más que el contrato, y las obligaciones de amistad pesan mucho más que las obligaciones jurídicas. La virtud de la obediencia -por ejemplo- no será fácilmente practicada por el español cuando el jefe, a quien deba obedecer, no tenga en su persona cualidades reales, individuales, que lo impongan naturalmente como jefe. El español se somete con gusto y entusiasmo a otro yo real, en quien percibe fuerza, energía, poder de mando, dureza y superioridad de carácter. Pero no se inclina ante la autoridad puramente metafísica de un concepto; no se somete a la mera idea jurídica de la soberanía, basada, por ejemplo, en voto o sufragio o procedimiento cualquiera de tipo formalista. Entre españoles manda el que «puede»; no el «elegido» por votación. La ley tiene que ir acompañada de otras fuerzas reales, para que su predominio sea efectivo: prestigio personal, tradición secular, superioridad psicológica, jerarquía religiosa. Pero la simple abstracción legal no tiene acceso en el ánimo de los hispanos, siempre propensos a cotejar toda cosa o idea con la íntima realidad de su propia persona individual. Esta condición radicalmente individualista -y diríamos realista, si este término no fuera expuesto a confusiones- del caballero cristiano, podría fácilmente dar lugar a una falsa apreciación del carácter español. Adelantémonos, pues, a declarar que el caballero español no conoce el «resentimiento». Es raro, muy raro, que un español sea «resentido». Justamente porque el español tiene una conciencia muy elevada de sí mismo y de su valía -conciencia a veces excesiva y exagerada- no incide con facilidad en la envidia y muda codicia rencorosa de lo ajeno. El resentimiento -como el snobismo- no es vicio español. El resentimiento es defecto natural de almas reptantes o trepadoras. Pero el caballero cristiano podrá caer en cualquiera otra aberración antes que en la bajeza o vileza del espíritu reptil. Lo que sucede es que entre el resentimiento o envidia reprimida y el profundo sentimiento de la propia estimación y superioridad, las diferencias externas, visibles y palpables, son sutiles y no siempre claras. El hombre que tiene de sí mismo una alta idea, un profundo sentimiento, propende naturalmente a no percibir los valores ajenos y aun a menospreciarlos. Ahora bien, precisamente esa actitud de menosprecio a lo ajeno es la que el resentido o envidioso adopta también. La conducta es, pues, la misma en los dos casos. Por eso se explica fácilmente la confusión. Pero la diferencia interna es profundísima. El resentido finge ese menosprecio, porque siente su propia inferioridad. El hombre de honda conciencia personal siente de veras ese menosprecio, porque no reconoce nada ni nadie superior a sí mismo. El español, que lleva consigo por el mundo el repertorio personal de sus gustos, de sus preferencias, de sus admiraciones, niégase terminantemente a reconocer valor a todo lo que no coincida con su propia norma. Pero esto, lejos de ser resentimiento, es, por el contrario, la ingenua y a veces pueril manera de manifestar la obstinada afirmación de su índole personal. Este hermetismo ante la vida puede tener en ocasiones su lado deplorable y aun doloroso. Así, por ejemplo, entre los españoles, el reconocimiento de la superioridad artística, literaria o científica del poeta, del pintor, del pensador, tarda mucho tiempo -a veces mucho más que la vida de un hombre- en expandirse y consolidarse; precisamente porque es difícil forzar la admiración de un hombre que, como el caballero español, está dispuesto de antemano a no admirar. Casos ilustres conoce nuestra historia. Citemos uno solo: Cervantes. Pero este aspecto se compensa por otros favorables del mismo sentimiento. Ese recato, ese retraimiento, ese intimismo del caballero español, imprime, en cambio, a la producciones del arte y de la vida hispanos un peculiar carácter de espontánea sencillez, opuesta a toda convención falsa y vacía. El español -tanto en su arte como en los momentos de su vida- huye siempre de lo resobado, de lo convencional, de lo falso. Podrá ser, a veces, ampuloso y exagerado; pero nunca inauténtico, nunca preparado, aderezado y -para decirlo de una vez- cursi. La poderosa impresionante sinceridad del arte español constituye el anverso del hermetismo y recogimiento del ánimo en la psicología del caballero.
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