jueves, 25 de marzo de 2010

¿te olvido o no?


Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos".
El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noche como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.
Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. Alo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.
Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.
La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor , y es tan largo el olvido.
Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
Mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y estos sean lo últimos versos que yo le escribo.

Pablo Neruda

martes, 23 de marzo de 2010

Hispania patria nostra.



Llevo con un carácter de lo más telúrico en los últimos días. Y yo no lo digo, es mi madre la que me lo dice, sin tener, creo, una intención específica. Quizás sólo pretende que me calme un poco y vuelva a mi natural estado de laconismo. Más creo que no lo conseguirá, al menos, en un corto período de tiempo. Algo a vuelto a despertar mi indómita sangre de nuevo. Como vivo en un país bastante distinto a la querida Ex-paña, suelo dominar mi recia mentalidad, no creo que hoy vaya a darse el caso. Como español auténtico, mezcla de sangre aragonesa y castellana, un servidor es muy carpetovetónico.

El caso que ateñe a sus mercedes y a un servidor es el siguiente: La profesora de historia moderna, no para de poner a la pérfida Albión como una gran nación. Si lo hiciera en el contexto del siglo XIX de la era de nuestro Señor, uno no tendría muchos problemas. El cabreo surge ya que la bruja anglo-cabrona dice que Ingla-mierda fue la nación más poderosa a la muerte de su reina bruja-puta, Isabel.

Justo en la época en la que España cortaba el Bacalado, y nuestra lengua, era la única lengua franca del mundo. Hay que ver lo que estos canadienses son capaces de creerse. Los dices que Mahoma era de Marte, tenia cuatro cabeza y disparaba rayos por los ojos y se lo creen. Con tal de comer, beber su mierda cerveza ( el vino, bebida de Baco, es sagrado, la cerveza es meada de asno, según un servidor) y acurrucárse unos con otro los fines de semana¡esta gente no se preocupa de nada más!

Si tuvieran la suerte de conocer la historia de Las españas, llorarían e implorarían por ser como nosotros. Nosotros tenemos la fortuna de pertenecer a una de las naciones más antigual del mundo. Hasta el más mísero labriego de la Montaña, es un aristócrata en la mayor parte del mundo. Nuestra es la sangre de los estoicos celtíberos, nuestras las gestas de numancia y los Lusitanos; romanos y cartagines asombrados se quedaron tras conocer la Fides Íbera; esos dos pueblos fueron los primeros en experimentar lo que de verdad es un guerrero: Un español armado con una falcata defendiendo su vieja tierra; los visigodos nos trajeron la tan desada unidad y ya formando ellos parte de nuestra raza inmemorial; a los moros, dimos brega durante ochocientos años, la guerra más larga jamás librada por nación alguna; pero la gesta más gigantesca llevaba a cabo hasta la fecha por pueblo alguno estaba a punto de llegar. En octubre de 1492, marinos españoles descubrieron Las Indias. La semilla para la mayor expansión de la cultura de la vieja Roma, empadada por el espíritu de los godos en un pueblo de quijotescos soldados estaba plantada. Ninguna nación ha sido capaz de llevar a acabo un acto semejante y no lo será capaz.

Mi patria es Hispania, nuestra patria es Hispania. Hispania patria nostra.

Anglo-cabrón, deja de pensar que tú nación en la única en este mundo, cuando no representa una mierda.

DESPERTA FERRO. ALBIÓN DELENDA EST.

Shut the fuck up, brit, or I will put a gun in your head and pull the fuking trigger.

lunes, 15 de marzo de 2010

O BRASIL NO MUNDO HISPÂNICO




Conferência proferida no Instituto Histórico e Geográfico de São Paulo, sob o patrocínio do mesmo Instituto e da Casa de Cervantes, a 28 de abril de 1960. O autor era o editor da antiga e excelente revista Hora Presente.





O SENTIDO DO MUNDO HISPÂNICO





Síntese de continentes, de raças, de culturas.



Pelo que ensinam os geólogos e segundo as hipóteses mais plausíveis concernentes à formação da bacia mediterrânea e do oceano Atlântico, surge a península ibérica como autêntica Euráfrica. A etnografia parece confirmá-lo, acusando nos iberos povos vindos do norte da África antes dos mouros. E se muitas coisas atribuídas aos árabes pertencem originariamente aos espanhóis — como o “arco de ferradura” já existente nas igrejas ao tempo dos godos, ou o canto do flamenco e os bailados andaluzes provenientes dos primitivos habitantes de Tartesos — o fato é que o traço de semelhantes coisas na região marroquina tem servido de base aos historiadores para aí indicarem uma herança comum a espanhóis de um e de outro lado do estreito de Gibraltar.



A verdade é que as Espanhas representam um ponto de interseção entre vários mundos. Não se trata apenas da conjugação do europeu com o africano. Cadinho de raças e culturas; cenário do teatro grego, do circo romano, dos torneios medievais, das touradas de todos os tempos; palcos dos autos de Calderón e auditório de Mestre Francisco de Vitória; céu estrelado das investigações do Infante D. Henrique para juntar “o Levante com o Poente”; campo das correrias do Cid e das bravuras de Zumalacárregui, das descrições de Azorin e das rimas de Gabriel y Galán... tudo isso é a península hispânica.



Dos píncaros nevados aos bosques floridos, dos cálamos que lembram a Palestina aos pomares de frutas tropicais, tudo aí parece falar em linguagens de síntese e universalidade, como que formando o quadro natural do tão complexo temperamento dos seus homens. No perpassar do mundo antigo, do medievo e dos tempos modernos, essa região do orbe tinha realmente “de destinar-se, quando não por outros motivos, pelos geográficos, a centro de criação, expansão e defesa de tudo quanto é ecumênico , tudo quanto tem caráter universal humano e, por vocação, CATÓLICO”.



As variedades geográficas fundem-se nas harmonias da História. Castela e Leão, as Províncias Vascas e Navarra, Astúrias e Galiza, Aragão e Catalunha, Valência e Múrcia, os arquipélagos das Baleares e das Canárias, formam esse conjunto de cuja unidade política se exclui Portugal, não sem permanecer na mesma linha de continuidade e significação histórica.



Coube a tais povos a missão de alargar as fronteiras do mundo civilizado e transmitir a novos mundos a herança da Cristandade. A fim de poderem realizar tão grandiosa tarefa, desde os primeiros tempos tiveram de lutar incessantemente para manter a sua unidade espiritual: contra o arianismo primeiro; depois contra os mouros, durante quase oito séculos; e finalmente, na época moderna, contra a Revolução, vinda da Europa, e repelida nas guerras do Roussillón, da independência e da Constituição, nas campanhas carlistas e no alzamiento de 1936.



É à luz de tal significação da história dos povos unificados por Castela, que podemos compreender o alcance da Inquisição espanhola. Felipe II ao seu tempo surge diante da revolta de Lutero como o campeão da Cristandade, empenhado em manter aquém dos Pirineus a unidade espiritual que a Europa perdera. Eis o mais profundo e vitorioso sentido da sua obra. O desastre da Invencível Armada, o despontar do domínio britânico sobre os mares, o fracasso da sua política nos Países Baixos impediram ao grande Caluniado de completar essa obra, refazendo a unidade da Europa perdida após Carlos V, o último Imperador do Ocidente.



Compreende-se assim o contraste entre a Europa moderna protestantizada, dividida, presa fácil da Revolução, e as Espanhas unidas na linha da tradição católica. Precisamente com Felipe II, além desta unidade de cultura, chegou-se à unificação política de península. Portugal restaurou a sua independência na jornada gloriosa de 1640, continuando a seguir a mesma rota de tradição cultural. E não é em vão que portugueses e espanhóis, como vimos de início, chamam de raia à linha divisória que os separa: a fronteira propriamente dita está nos Pirineus, onde, se não é a África que termina, é a Europa que começa.



O que estamos dizendo não implica em negar que a cultura hispânica seja um ramo do tronco da cultura européia. Mas há um momento histórico em que os valores substanciais desta se desagregam, enquanto aquela, a cultura hispânica, continua a conservá-los, a defendê-los com intransigência e a implantá-la em novos continentes e em nacionalidades novas que vai formando.



Tais valores são os da Cristandade. Enquanto a Europa protestantizada e racionalista se submete a um processo de desagregação religiosa e política, Portugal e Espanha, na “dilatação da Fé e do Império”, alargaram os horizontes da Cristandade, que se contrai no velho mundo. Tornam-se povos missionários, e, ao mesmo tempo em que a cultura européia se desintegra, a cultura hispânica — abrangendo o grande ramo da cultura lusíada no Brasil, ou seja a “civilização luso-tropical”, segundo a expressão de Gilberto Freyre — floresce em terras distantes, portadora do legado da unidade católica até os confins da Ásia e da América.



Assim os povos da península finistérrica da Europa, na sua vocação universalista, ecumênica, passam a constituir verdadeiramente o finis terrae.



Referindo-se à Europa moderna, Francisco Elias de Tejada, um dos que melhor têm sabido compreender e sentir o nosso tema, escreve: “o que começa nos Pirineus é o Ocidente pré-europeu, uma zona onde ainda alentam vestígios arraigadamente tenazes da Cristandade, que ali se refugiou depois de ter sido suplantada na França, Inglaterra ou Alemanha pela visão européia, secularizada e moderna das coisas”.



E prosseguindo, faz ver que a Cristandade concebia o mundo como “agrupamento hierárquico de povos, entrelaçados segundo princípios orgânicos, subordinados aos astros de São Bernardo de Claraval, ao sol do Papado e à lua do Império”. As heresias eram numerosas, mas passavam como nuvens e borrascas, sem alterar a quietude do céu teológico, e as lutas internas não conseguiam quebrar a fraternidade dos povos, sempre unidos na defesa e arremetidas contra o inimigo comum: as Cruzadas, a Reconquista.



Aquele momento histórico, em que se dá a ruptura desta unidade e de um tal ordenamento hierárquico, é o período entre 1517, ano da publicação das teses de Lutero contra as indulgências, e 1648, quando são assinalados os tratados de Westfalia. Neste decurso de tempo aponta Elias de Tejada cinco rupturas sucessivas: a ruptura religiosa do protestantismo; a ruptura ética, na obra de Maquiavel; a política, através de Bodin, fornecendo os instrumentos teóricos para a justificação do absolutismo; a jurídica, depois de Grócio e Hobbes; e por fim a ruptura da comunidade orgânica das nações. Esta última se verificou ao findar da Guerra dos Trinta Anos, em Westfalia, quando a res publica christiana foi reduzida ao mecanicismo dos Estados soberanos uns em face dos outros, regulando as suas contendas com os critérios contratualistas daí por diante adotados. Para o quadro ser completo resta mencionar a ruptura filosófica a partir de Descartes, traçando os caminhos da filosofia moderna, nos quais o marco plantado por Kant indicará o rompimento maior e definitivo.



A chamada paz de Augsburgo aplicara a regra cutus regio eius religio para solucionar as guerras civis de natureza religiosa. E aqueles tratados de 1648 consagravam um direito internacional baseado no sistema egoístico do equilíbrio de potências, em lugar da ordem ecumênica das tradições da Cristandade. Era a moderna Europa, a surgir sob o signo revolucionário. E enquanto isso, Frei Francisco de Vitória, na cátedra de Salamanca, recolhia o patrimônio destas tradições e renovava o direito das gentes, inspirando-se no direito natural da escolástica, em declínio na Europa mas florescente na Espanha e em Portugal.



Dessa forma, a cultura hispânica retrucava à cultura européia desgarrada de suas fontes autênticas. Mas a resposta ia ser dada sobretudo pela Companhia de Jesus, fundada por Inácio de Loiola, e pela obra reformadora do Concílio de Trento, em que foi tão valiosa e decisiva a contribuição das Espanhas.



O humanismo da Renascença, que vinha transformar o clima espiritual dos tempos modernos, não teve na península ibérica aquele cunho acentuadamente naturalista e neopagão que o caracterizou noutras partes. Seus elementos eram assimilados pela cultura católica, pujante no século de ouro, e que nas Américas espanhola e portuguesa também ia absorvendo os elementos nativos aí encontrados. O barroco ficava sendo a réplica hispânica do classicismo.



Precisamos chegar ao século XVIII para vermos as idéias européias modernas, semeadoras da Revolução, penetrarem nas duas nações penínsulares. Isto se dava sob o patrocínio do “despotismo esclarecido”, graças principalmente aos poderosos ministros Pombal, Floridablanca e Aranda.



A infiltração de tais idéias na formação das novas gerações explica o dissídio que no século seguinte vai operar-se entre o povo e as minorias dirigentes, estas com a mentalidade cada vez mais apartadas do sentir nacional, e aquele, entranhamente arraigado ao estilo de vida e às crenças tradicionais. As elites aderiam à filosofia das luzes e ao liberalismo, enquanto o povo repudiava estas inovações, vindas do estrangeiro, sem poder entendê-las bem, mas percebendo, por uma espécie de intuição divinatória, o seu caráter ímpio. O Estado moderno “naturalista e secularizado”, segundo a expressão de Werner Sombart, chocava-se com a maneira de ser dos povos hispânicos, substancialmente identificados à visão católica do mundo.



Só assim se podem compreender a guerra da independência e as guerras carlistas.



Naquela, o povo se levantava para expulsar não apenas o invasor, mas sobretudo o hereje, pois Napoleão, com a ponta das baionetas do seu exército, vinha implantando, por toda a parte, os princípios do liberalismo de 1789. Enquanto esse povo derrama o seu sangue em defesa da Espanha tradicional, os políticos de educação moderna, na retaguarda, aviam novas receitas constitucionais copiadas de formulas francesas. E é muito significativo que, poucos anos mais tarde, quando o Duque de Angoulême, à frente dos Cem Mil Filhos de S. Luís, transpõe a fronteira dos Pirineus, chefiando uma expedição contra-revolucionária para repor na Espanha a antiga ordem de coisas, os mesmos homens, que se haviam levantado em massa contra as tropas napoleônicas, o recebem com entusiasmo e o saúdam como a um libertador.



Quanto ao carlismo, em seus cem anos de lutas, representa a fidelidade à história da Espanha. As populações das províncias do norte, que tanto se destacaram nessas lutas, tratavam de salvar a obra da guerra da independência. Tomavam armas para defender a Espanha castiça, tal como o haviam feito os seus antepassados em face do poderio do crescente, e mais tarde ao barrar a marcha do protestantismo ou ao impor as primeiras humilhações a Bonaparte.



Bem o percebi passando por Burgos, cabeça de Castela e vizinha da legendária Navarra[6]. Depois de uma visita à Cartuxa de Miraflores e contemplando o crepúsculo às margens do Arlanzón, era-me dado conversar com a gente simples do povo, nas ruas daquela cidade que fora a capital nacionalista durante a guerra civil. Homens simples e sem muita instrução discorriam sobre a situação política da Espanha sobre os princípios da tradição nacional pelos quais se haviam batido na guerra, com a mesma firmeza de convicções dos chefes da Comunhão Tradicionalista, que me haviam recebido em Madrid, com a mesma clareza de idéias de um universitário requeté ou de um professor carlista.



Poucos países que se vangloriam de praticar a democracia podem apresentar um caso tão frisante de opinião pública esclarecida e sólida como o dessas populações do norte da Espanha, sempre ciosas dos seus fueros, das liberdades concretas que desde a guerra da independência até à Cruzada de 1936 contra o comunismo defenderam com o próprio sangue. Em nome dessas liberdades concretas se opuseram outrora à liberdade abstrata da Revolução Francesa. E a persistência do localismo regional — que nada tem de separatista — é ainda hoje na Espanha o grande obstáculo à política centralizadora, uma garantia em face das tentativas de Estado totalitário.



Um veterano da terceira guerra carlista, que distribuía boletins clandestinos em Burgos, dizia-me que só a Fé pode explicar a perseverança e a intransigência dos carlistas durante um século de lutas consecutivas contra a monarquia constitucional, a república socialista e o falangismo.



“Deus, Pátria e Rei” — é a divisa dos requetés, os bravos voluntários que, sob o comando do general Mola, em vez de usarem capacetes de aço, combatiam ostentando a sua tradicional boina vermelha.



E aquelas palavras do veterano burgalês evocavam-me um seu correligionário de Barcelona, filho de anarquista e educado na “Escola sem Deus” de Ferrer. Sem que o pai soubesse, começou a freqüentar o catecismo paroquial... e um belo dia seus familiares eram surpreendidos com a notícia de que o menino fora ajudar a defender a igreja-matriz de um ataque de socialistas tentando profaná-la.



“Foi o catecismo que me fez carlista”, concluía ao contar-me a sua história.



São casos estes bem expressivos de uma força espiritual, que não é apenas a manifestação de um movimento político em prol da restauração da monarquia tradicional e popular; é a chama inextinguível de perene gênio hispânico, mescla de cavalaria e misticismo, produto da fusão de raças, povos e continentes sob o signo unitário da Cruz.



Em sua lição de abertura dos cursos de 1942-1943 da Universidade de Madri, Manuel Garcia Morente afirmava que na Espanha a Nação e a Religião se identificavam de tal maneira que deixar de ser católica eqüivaleria, para a Espanha, deixar de ser hispânica. As empresas católicas foram sempre, na Espanha, nacionais: assim a Reconquista, assim a luta contra o protestantismo. As empresas nacionais foram sempre, na Espanha, católicas: haja vista a expansão marítima e o império das Índias, a guerra da independência e o movimento libertador de 1936.



De Portugal o mesmo se pode dizer. O catolicismo é algo substancial à nacionalidade. Quando os dirigentes desses dois povos se afastaram da constante linha de rumo da sua história, o Estado entrou em conflito com a Nação. Foi o processo acentuado a partir do século XVIII, suscitando crises de consciência nacional, que entre os homens de letras e de pensamento daria origem aos “vencidos da vida” em Portugal e à “geração de 98” na Espanha. Conseqüências de um desgarramento que, nos seus últimos anos, Eça de Queiroz e Ramalho Ortigão, no grupo dos vencidos, começariam a perceber, e mais nitidamente chegaria a compreendê-lo, entre os homens de 98, Ramiro de Maeztu, redescobrindo aquela consubstancialidade essencial.

A VISÃO HISPÂNICA DO HOMEM


Maeztu passou também pela crise europeizante de que foram vítimas muitos de sua geração. Mas superando as vacilações e incertezas de seus companheiros, acabou por chegar às fontes cristalinas da cultura hispânica.



Ao lado de Victor Pradera, com os seus artigos na Acción Española, ajudou a preparar o movimento nacional. Depois deram ambos a própria vida pela causa que sustentavam. Quando o foram retirar do cárcere, numa fria madrugada de outubro, teve ainda tempo de receber a absolvição sacramental, dada por um sacerdote seu companheiro de cela, e em seguida não mais se soube dele.


A legenda de sua morte transmitiu-nos suas últimas palavras. Antes de ser fuzilado, fitando os verdugos, teria dito: “Vós não sabeis por que me matais! Eu sei por que morro: para que vossos filhos sejam melhores que vós!”.


Dom Ramiro morria para que prevalecesse, em toda a plenitude, o sentido hispânico da vida, alcançado por ele ao termo de suas andanças intelectuais e daí por diante objeto de uma doutrinação constante e corajosa. Conhecia, e por experiência, a maldade dos homens, mas acreditava na possibilidade de fazê-los bons: “morro para que vossos filhos sejam melhores que vós!” Em suas palavras está o pressuposto da visão hispânica do homem, bem diversa das concepções do ser humano elaboradas em seguida ao naturalismo da Renascença.


Um dos valores fundamentais da civilização do Ocidente, que se anuncia nas páginas da Antígona ou nos ensinamentos e no exemplo de Sócrates, é a idéia da dignidade da pessoa humana. O Cristianismo fez o mundo compreender esta idéia na sua exata significação e em todo o seu alcance. As civilizações orientais baseavam-se num sistema em que a personalidade individual era absorvida pelo Todo: o totalitarismo do Estado egípcio, o panteísmo hindu, a aniquilação da alma no nirvana. A afirmação do homem como criatura de Deus a Deus destinada, da sua finalidade transcendente, da sua liberdade, da igualdade da natureza racional em todos os homens, coexistindo com as variações individuais e com as diferenciações sociais — eis uma das notas características do que costumamos chamar a cultura ocidental, nota esta procedente da ação civilizadora da Igreja, e por isso mesmo fruto de um dinamismo ecumênico tendente a abranger todos os povos da terra.


Ora, essa visão do homem sofre modernamente um desvio, mas subsiste de forma pronunciada entre os povos hispânicos. O desvio começa com o protestantismo e a Renascença, cuja “exaltação do indivíduo” foi posta em relevo por Burckhardt. A cultura essencialmente teocêntrica da Cristandade medieval segue-se, na Europa post-renascentista, uma cultura antropocêntrica. A tese calvinista da predestinação faz o homem separar o céu da terra, uma vez que, estando de antemão predestinado ao inferno ou ao paraíso, a sua conduta neste mundo nada tem que ver com a vida eterna a alcançar[8]. O mito do estado de natureza e do bon sauvage inspira a Rousseau a idéia de que o homem é naturalmente bom[9]. E em direção inversa à deste otimismo ingênuo, Hobbes afirma que o homem é um lobo para o homem, e Spengler vê no homem um animal de rapina, legitimando o poder absoluto do Estado e contribuindo para a justificação do totalitarismo.



Frente a um tal pessimismo, que acaba por anular a personalidade humana, e repelindo as exagerações dos individualismos modernos, a visão hispânica do homem mantém-se fiel à concepção católica reafirmada no Concílio de Trento.



O valor supremo do homem está em ser uma criatura de Deus, dotada de alma espiritual e imortal. Livre e debilitado pelo pecado original ele pode inclinar-se ao mal e ao bem, cuja prática lhe é assegurada pela graça divina. E, assim, todos podem salvar-se.



Escrevendo precisamente sobre o sentido do homem nos povos hispânicos, Ramiro de Maeztu fazia ver que tal foi a posição espanhola no século XVI, posição ecumênica de todos os povos de estirpe castelhana ou lusitana: “Ao tempo em que a proclamávamos em Trento, e quando pelejávamos por ela em toda a Europa, as naves espanholas davam pela primeira vez a volta ao mundo para poder anunciar a boa nova aos homens da Ásia, da África e da América”.



“Pode-se, pois, dizer que a missão histórica dos povos hispânicos consiste em ensinar a todos os povos da terra que se quiserem podem salvar-se, e que sua elevação não depende senão da sua fé e da sua vontade”.



Trata-se de um sentido transcedente da vida, que não nos leva, porém, à negação da individualidade concreta, à maneira do transcendentalismo oriental. Bem ao contrário. Há a idéia do homem na realidade existencial quotidiana, perfeitamente individualizado e vivendo nas comunidades em que se integra, às quais lhe proporcionam os elementos para plena expansão da personalidade. É o homem da família, da localidade urbana ou campestre, da região, de uma tradição nacional, e ao mesmo tempo, o fiel que pertence ao Corpo Místico.



Quer-se, por vezes, diferenciar o português do espanhol, dizendo que este é eminentemente individualista e aquele é, por temperamento e por hábitos, mais gregário. Na verdade, entretanto, o individualismo do espanhol não se opõe às manifestações comunitárias, tão sensíveis na sua vida de família, nas tradições foraleiras e na sua plena identificação com a universalidade católica.



Isto a que chamamos, nos espanhóis, o individualismo, não é mais do que o grande apreço ao valor da pessoa humana. Daí resultam os sentimentos de honra e de lealdade num grau nem sempre atingido por outros povos. Daí decorre também o respeito aos privilégios que marcam a maneira de ser de cada um e a posição de cada um na escala hierárquica do ordenamento social. Entre os privilégios devem ser incluídas as liberdades populares asseguradas pelos fueros, o que explica a coexistência da aristocracia e da democracia na tradição espanhola.



E tudo isso é a contradição do individualismo moderno, nas suas sucessivas modalidades.



O individualismo protestante, rebelando-se contra o magistério infalível, separa o fiel da comunidade eclesiástica, para fazer a vida religiosa depender do livre-exame, ou seja, da razão de cada um. O individualismo liberal, na ordem econômica, com a livre concorrência e a lei da oferta e da procura, instaura as relações abstratas entre o vendedor e comprador, produtor e consumidor, empregador e empregado. O individualismo político das democracias baseadas no sufrágio universal igualitário suprime o voto por classe ou profissão, fundamentando o poder político na vontade do povo-massa, constituído pelos cidadãos abstratos e desvinculados das pequenas comunidades, quais sejam a família, o município ou a associação profissional.



Eis a visão do homem gerada pelo individualismo da Renascença e da pseudo-reforma protestante. É uma visão anti-histórica, que separa o homem de suas tradições e acaba por preconizar, para todos os povos, os mesmos regimes políticos e as mesmas constituições, meras decorrências dos Direitos do Homem e do Cidadão, sem levar em conta as particularidades diferenciadoras de cada comunidade nacional. É também uma visão infra-histórica, pois aceita os postulados fatalistas da predeterminação teológica ou do determinismo científico, transpondo para a vida social o princípio darwiniano do struggle for life e acabando por considerar os homens como animais, sujeitos a uma evolução que não alcança o plano da história.



A visão hispânica, pelo contrário, é uma visão histórica do homem inserido numa tradição e pertencente a grupos naturais (família), ou conjuntos sociais formados pelo direito costumeiro (comunidade de vizinhos, associação dos profissionais do mesmo ofício, etc.). mas daí não se segue um historicismo positivista, semelhante ao da escola histórica de direito de Savigny ou ao positivismo de Taine e Maurras, aceitando os elementos da tradição como simples fatos históricos da nacionalidade, independentemente de uma valoração metafísica.



A visão hispânica é também uma visão supra-histórica, de sentido transcendente. O homem dessa concepção entranhadamente católica é o peregrino em demanda da Eternidade, o homo viator, a alma na busca ansiosa do Infinito.



Até mesmo pensadores como Unamuno, desgarrados da essência mais profunda das Espanhas, com o espírito mais ou menos influenciado pelo racionalismo vindo das terras frias da Europa ou a se debaterem nas angústias existencialistas, como foram as do autor de El sentimiento tragico de la vida, até mesmo estes, quando não vencidos de todo pelo vírus europeizante, refletem na sua obra o sentido transcendentalista da vida.



Daí o contraste estabelecido por Unamuno entre a ciência e a sabedoria, esta tendo por objetivo a morte, e aquela a vida. Ensinam os autores espirituais que, quando meditamos sobre a morte é para vivermos bem, e daí uma compreensão melhor da vida e uma intensidade vital como a de São Francisco de Assis, desprezando a todas as coisas do mundo e empolgando-se diante da natureza, compondo o hino ao sol e às criaturas, sentindo-se numa só família com o irmão sol, com a irmã água, com os irmãos peixes e também com a irmã morte.



A ciência pode tornar mais agradável a vida, pode contribuir para prolongá-la. Mas há valores que estão acima da própria vida. E mais vale morrer salvando esses valores do que viver indignamente. Assim também para a consciência de um cristão la pena de vivir sin consuelo vale el consuelo de morir sin pena, como se lê numa inscrição colocada à entrada das ermidas de Córdova, na Serra Morena.



Nuestras vidas son los rios que van dar a la mar. Não há na lírica espanhola — observa Maeztu — pensamento tão repetidamente expresso, e com tanta beleza. A sabedoria dos Salmos e do Eclesiástico reflete-se nesse pensamento das coplas de Jorge Manrique, e também nos versos de Espronceda:



Pasad, pasad en óptica ilusoria...

Nacaradas imágenes de gloria,

Coronas de oro y de laurel, pasad.



Isto não implica em cair na contemplação passiva dos hindus e no negativismo do nirvana. O homem hispânico é o homem que dá o devido valor à sua vontade, da qual depende a própria salvação, a ponto de por vezes exagerá-lo.



Diante de tais premissas metafísicas e teológicas, compreende-se que seja incompatível com o caráter histórico dos povos hispânicos o liberalismo do homem abstrato e do Estado naturalista secularizado, bem como as ideologias a que esse mesmo liberalismo deu origem, isto é, o socialismo, em suas várias modalidades, e a concepção do Estado totalitário. Repare-se que o socialismo espanhol se filia principalmente ao anarquismo, o qual implica numa exaltação do indivíduo em face da coletividade. Por sua vez, as tendências totalitaristas manifestam sobretudo o fenômeno do caudilhismo, isto é, significam a glorificação carismática do valor pessoal do chefe e não o culto a essa entidade abstrata a que chamamos Estado.



Com todos os cambiantes do caráter português, sem esquecer o cunho menos individualista e mais comunitário da formação lusitana, o mesmo amor ao concreto, a mesma afirmação da liberdade pessoal, a mesma inadaptação ao liberalismo de tipo anglo-saxônico ou às formulas revolucionárias e abstratas de 1789, nota-se na história de Portugal. Daí o fracasso das experiências republicanas, e as crises insolúveis suscitadas pela democracia política moderna em povos que, pela sua formação histórica e pela própria índole dos seus habitantes, foram sempre tão apegados às liberdades populares e souberam criar admiráveis formas de organização social autenticamente democráticas.

O BRASIL E A HERANÇA HISPÂNICA NAS AMÉRICAS


O antagonismo entre a Europa moderna, protestantizada e racionalista, e os povos da península ibérica, arraigados na sua formação católica de tipo medieval, reproduz-se, de certa maneira, na dualidade do Novo Continente. De um lado, a América anglo-saxônica; de outro lado, a América hispânica, abrangendo os povos espano-americanos e o Brasil. Estes últimos foram os legítimos herdeiros e continuadores da cultura européia tradicional, tendo-se avantajado de muito às colônias inglesas do norte do continente durante o período em que faziam parte dos Impérios espanhol e português. É sabido que as primeiras universidades americanas surgiram sob o patrocínio da Coroa de Castela, e, tanto nas letras como nas artes, as manifestações de cultura nos vice-reinados espanhóis e no Brasil superavam, nitidamente, o que neste sentido pudesse haver nos estabelecimentos ingleses da América do Norte.



Entretanto, depois do movimento da independência, de que resultam os Estados Unidos da América, começava a expansão imperialista desta república, em detrimento dos antigos domínios espanhóis situados nas suas vizinhanças, e ao mesmo tempo o pioneirismo dos norte-americanos assumia a vanguarda do desenvolvimento econômico e do progresso técnico, dos quais lhes viria a supremacia que passaram a exercer de um modo cada vez mais acentuado.



Vários motivos podem ser apontados para explicar a liderança continental e até mesmo mundial que coube aos Estados Unidos. Primeiramente, quando do início da fase da aplicação da máquina a vapor às indústrias, deve-se levar em conta a riqueza do subsolo americano, favorecido com o carvão de pedra, combustível básico para a máquina. Depois, a era do petróleo veio acentuar ainda mais a hegemonia ianque. E não se deve omitir a influência das instituições e do tipo de governo, uma vez que, estruturada politicamente na linha de continuidade histórica que vinha seguindo desde os tempos da colônia, a república norte-americana não passaria pelas crises tão freqüentes, e por vezes fatais, a acometerem as numerosas repúblicas nas quais se haviam fragmentado os antigos vice-reinados espanhóis.



Contrastavam com os Estados Unidos da América inglesa os Estados desunidos da América espanhola.



Enquanto aqueles partiram de núcleos coloniais distintos para uma nacionalidade que aos poucos se foi consolidando e expandindo, os grandes vice-reinados espanhóis, após a emancipação política, se dividiram em repúblicas de pequena expressão. O sonho de Bolivar e dos Libertadores, uma confederação dos povos espano-americanos, dissipava-se em meio às contendas dos chefes militares e às querelas dos bacharéis, ideólogos dos novos regimes e das suas constituições. A Grã-Colômbia cederia lugar a vários Estados independentes, e a mesma divisão se processaria entre os povos da bacia platina e do Pacífico.



Acentua-se o contraste quando notamos os Estados Unidos a seguirem, na sua organização institucional, a linha de continuidade histórica da qual se apartavam os demais povos do continente. A constituição americana, elaborada em fins do século XVIII, reproduzia o espírito e dispositivos das antigas cartas de colonização e das primeiras cartas políticas dos colonos em sua luta com a Mãe-Pátria. Pelo contrário, na América espanhola se adotavam constituições inspiradas nas ideologias francesas ou nas instituições anglo-saxônicas, umas e outras discrepando da formação histórica de seus povos. Daí se originaram crises políticas, revoluções, freqüentes mudanças de constituição, tudo isto gerando um clima de instabilidade propício aos surtos da demagogia e aos golpes do caudilhismo.



É de se notar ainda que o exemplo dos Estados Unidos exerceu uma forte influência sobre o ânimo dos homens de letras e dos bacharéis que tiveram a seu cargo a elaboração das constituições. Por sua vez se fazia sentir o contágio dos doutrinadores políticos revolucionários europeus de Bolivar, freqüentador dos salões literários de Paris e Londres.


Desta forma originou-se um dissídio entre a cultura das elites e o estado mental e social do povo. Eis o tema da oposição entre civilización e barbarie, na obra de Mitre, um argentino europeizado, e que entre nós Euclides da Cunha suscitou ao focalizar o antagonismo entre a formação das cidades litorâneas e a do interior ou o “sertão”.


Mais vinculados ao sentido real do povo, os Libertadores, com Bolivar à frente, viam a sua obra esfacelar-se desde que a liderança política passava para as mãos das minorias desenraizadas do meio nacional.



A preponderância norte-americana e o prestígio da cultura francesa e da política inglesa contribuíram para que essas elites se fossem desgarrando cada vez mais da formação nacional, cujo sentido haviam perdido, ao mesmo tempo em que, por uma conseqüência lógica, iam também perdendo a consciência das origens hispânicas. Não compreendiam nem o significado da tradição espanhola, de que seus povos eram herdeiros, nem o ambiente indígena e a mentalidade nativa, de cuja fusão com o elemento espanhol havia resultado a sintesis viviente espano-americana.



Algo de muito semelhante se passou com a América portuguesa. Entretanto certas particularidades históricas favoreceram imensamente o Brasil, impedindo que a mesma anarquia cultural e política se alastrasse tanto entre nós. Primeiro foi a presença da Realeza, quando da vinda de D. João VI, por ocasião da invasão de Portugal pelas tropas de Junot. Foi a época em que se constituiu definitivamente a nacionalidade brasileira, cujo artífice, como o mostrou magnificamente Oliveira Lima, foi aquele soberano português, rematando a obra de seus predecessores. O fato de seu filho, o príncipe D. Pedro, se ter colocado à frente do movimento emancipacionista, permitia ao Brasil separar-se de Portugal mantendo a unidade do seu vasto território. Graças à continuidade monárquica e dinástica, era assegurada essa unidade, sendo facilmente vencidas as tentativas esporádicas de fragmentação. Por outro lado, embora as instituições inglesas e os doutrinários franceses exercessem grande influência nas nossas elites dirigentes, feitas também de homens marginais, a manutenção da forma de governo e do Estado unitário, na constituição de 1824, nos livrava das comoções que as instituições republicanas provocaram em toda a América espanhola.



Desta forma, desde logo o Brasil, por tais fatores históricos e geográficos, se tornava nação de relevância máxima na América hispânica. Os grandes Estados de amanhã serão necessariamente Estados de base numa vastidão territorial, e assim o Império nos fornecia o lastro que hoje aí está para edificarmos sobre ele uma potência de primeira grandeza. E quando a república tentava implantar entre nós um regime de inspiração nas instituições norte-americanas, na época de um Rui Barbosa, com a sua mentalidade toda formada na leitura dos mestres anglo-saxônicos, já tínhamos nós uma tradição consolidada que foi capaz de resistir ao abalo revolucionário, como não se verificara com os povos espano-americanos nas tormentosas décadas da independência.



Além disso, o tipo de colonização posto em prática pelos portugueses sempre contribuiu para realizar, em algum grau, aquela síntese de raças e de culturas que Belaunde e José Vasconcelos apontam como característicos dos povos hispano-americanos. No Brasil, mais do que em qualquer parte do mundo, sente-se o caldeamento étnico, ou seja, a formação da raza cosmica, de que fala o insigne mexicano Vasconcelos. A assimilação racial foi acompanhada, entre nós, da assimilação jurídica, pela implantação das instituições da metrópole e a aplicação das mesmas leis, e finalmente da assimilação moral e religiosa, na obra eminentemente missionária levada a efeito pelos portugueses, da mesma forma que pelos espanhóis.



Em seu notável Cuadro histórico de las Indias, uma introdução a Bolivar, pondera Salvador de Madariaga que “a base do regime espanhol no Novo Mundo foi em todos os momentos a igualdade religiosa de todos os homens, sem distinção de origem ou de raças”.



O mesmo deve ser dito do regime português no Brasil, como aliás ainda hoje do sistema de governo seguido pelos portugueses nas províncias de Ultramar.



E daí vem precisamente a posição privilegiada que o Brasil ocupa no mundo hispânico. Além de manter uma tradição anti-racista, como toda a América espanhola, e poder assim confraternizar com as nacionalidades novas que se levantam na África e na Ásia contra o colonialismo imperialista, baseado no odioso sistema de discriminações étnicas, o Brasil, inserindo-se na Comunidade Lusíada, tem ao seu alcance meios excelentes para estabelecer um convívio com os povos afro-asiáticos, à base da tradição e das recordações deixadas pela nação portuguesa naqueles continentes.



É o que, com muita clarividência, soube perceber um ilustre diplomata brasileiro, escrevendo o livro O Brasil e o mundo asio-africano. Nestas páginas mostra Adolpho Justo Bezerra de Menezes como Portugal é a única nação da Europa que não desperta animosidade, antes simpatia, da parte dos asiáticos e africanos, isto graças à sua tradicional política de assimilação e compreensão cristã. Mas, sob este aspecto, “o futuro homo brasiliensis levará maior vantagem para convencer, para aproximar, para estabelecer duradouras pontes de entendimento pelo corpo e pelo espírito, que o próprio homo portucalensis”.



A razão é simples: Enquanto o português leva à África e à Ásia o exemplo do homem branco, do europeu sem preconceitos, nós já poderemos levar e exibir a existência de tais sentimentos. Enquanto Portugal, mercê de seu reduzido potencial humano, e de seus encargos ultramarinos, não pode expandir-se pela África ou pela Ásia, com a intensidade que era de desejar, o Brasil pode cada vez mais, tendo em vista a progressão rápida de sua população”.


Podemos concluir.


O homem europeu é um homem da visão católica de mundo, que sofreu um desvio com o protestantismo e daí por diante se foi encaminhando no sentido individualista até chegar à concepção do homem abstrato da Revolução Francesa, nos esquemas racionalistas cujo epílogo veio a ser, em nossos dias, o aparecimento do Estado totalitário. Desde o momento em que teve início tal desvio, ao homem europeu moderno, desentranhado da sua formação autêntica, opõe-se o homem hispânico, continuando a incarnar o cavaleiro cristão medieval, simbolizado na figura de D. Quixote. Na América, o homem hispânico foi portador de um patrimônio de cultura, que transmitiu às novas nacionalidades constituídas pela fusão de raças aborígenes e, mais tarde, dos africanos e imigrantes, com portugueses e espanhóis, impondo estes os seus padrões éticos e assimilando os elementos culturais das outras raças.



Ao contrário do que se dá com povos de outros continentes, tudo entre nós predispõe à união. Comuns procedências étnicas, afinidades lingüísticas, a mesma fé religiosa, “tudo nos une, nada nos separa”.



A grande questão para os povos hispano-americanos está em saberem defender a sua personalidade cultural, não permitindo que formas políticas, doutrinas filosóficas, sistemas de educação e costumes dissolventes de procedência européia moderna ou norte-americana venham desvia-los da sua rota histórica, da sua genuína formação. Aceitando as inovações compatíveis com a sua própria maneira de ser, e recebendo a ajuda econômica e as contribuições da técnica avançada dos Estados Unidos, cumpre-lhe manter o seu tipo de originalidade cultural, a fim de poderem, dentro em breve, reconquistar todo o Ocidente para os ideais que o Ocidente abandonou, renegando-se a si mesmo.



Uso desta expressão “Ocidente” com as devidas cautelas e sem cair no equívoco daqueles que vêem no aparente conflito entre Oriente e Ocidente a questão fundamental de nossos dias. Questão evidentemente mal posta. E quando emprego tal expressão, válida para nós na posição geográfica em que nos achamos — pois o nosso mundo ocidental é o Oriente para os asiáticos — quero referir-me ao tipo histórico de cultuar formado na Europa e daí transposto para a América. Quando, ao nos aproximarmos do século XXI, os mais diferentes ciclos culturais se encontram, na convivência dos povos, muitos valores começam a ser postos em cheque, e o que importa é salvar os valores eternos e ecumênicos legados ao mundo de hoje pela Cristandade medieval, em face das novas formas de organização social que estão por surgir. Ora os povos hispânicos são, por excelência, os portadores daquela ecumenicidade, fruto da ação civilizadora da Igreja difundindo a mensagem de Cristo para reunir a todas as gentes, sem diferença entre o judeu e o gentio, o grego e o bárbaro, o ocidental e o oriental, o branco e o preto.
José Pedro Galvão de Sousa

sábado, 13 de marzo de 2010

El mundo de habla española.





Europa, especie de península occidental del Continente asiático, ha sido la gran plataforma de los hombres en cuanto se refiere a la significación de su cultura. En la estructuración humana, la savia de la Europa formada (no la de la Europa en formación) ha tenido y tiene importancia muy principal.

La Etnografía, ciencia muy reciente, nos da a conocer los distintos grupos más o menos importantes de la Humanidad, y nos permite describir en breves renglones la formación de Europa.

Dos individualidades étnicas se encuentran en los comienzos de la historia de su población: la aria y la indogermánica. Después, influida por Oriente, aparece la cultura griega. A continuación llega el florecimiento del Imperio romano, que interviene en el desarrollo del celtismo y del germanismo; más tarde irrumpe éste y, con los pueblos letoslavos, cristaliza la Europa actual en el primer milenio de nuestra era.

Esto han venido diciendo los sabios años y años, hasta que hace poco, y con motivo del descubrimiento revolucionario de Glozel, esos mismos sabios se han insultado de una manera vergonzosa, llegando a decir algunos de ellos, entre mil cosas rectificativas y nuevas, que la civilización pasó de Europa a Asia; debido a lo cual, un escritor respetable ha manifestado, con muy buen juicio, que en Prehistoria la «verdad» es una mentira de la víspera.

A través de etapas históricas, largas y convulsionadas y después de suplantaciones presididas por políticas rígidas, van apareciendo los estados nacionales y se va produciendo la división etnográfica de Europa. Intercalados en el grupo románico, figuran los Estados español, francés, italiano y portugués, de idioma y costumbres diferentes y con una separación más acentuada entre sí, a pesar de estar en un mismo grupo, que la que puede existir por ejemplo entre ingleses y escoceses o entre alemanes y holandeses, que están en grupos diferentes.

Ahondando en los estudios etnográficos llegamos a las culturas matriarcales y patriarcales; la tometista, la americana emparentada con la tometista, la malayopolinesia, la indogermánica y la de los pastores. Y así, estudiando e investigando, al alejarnos del momento del descubrimiento de América, nos perdemos y divagamos, porque tales son los arcanos de la historia y más aún los de la prehistoria, que ambas juntas podrían llamarse «la ciencia de la rectificación».

Por otra parte, mucho más que la Historia puede la Infrahistoria y en virtud del dinamismo de ésta las influencias extrañas tallaron poco el alma española. En todo el Continente americano tendría fuerza la propia Infrahistoria si los indios diversos no hubieran desaparecido en casi su totalidad; pero como desaparecieron, la Infrahistoria que allí gravita es la de la raza colonizadora que fue de Europa. En una parte grande del norte, Historia e Infrahistoria inglesas; en el resto, el Centro y el Sur, Historia e Infrahistoria españolas.

Abandonando el tronco para subir por las ramas, en alguna de ellas llegaremos a encontrarnos con los latinos, de igual modo que persistiendo en tales rutas arbóreas y aéreas nos encontraríamos todos en la civilización cuaternaria. Pero eso no es más que rebuscar y extraviarse, y a cambio de tal extravío nos hallaremos en sitio de claras orientaciones si nos circunscribimos al tiempo antes citado, al del descubrimiento de América. Ese es el momento espectable (tras de otros precursores) en que los nexos de unión que de grupos afines hacen un pueblo formaron definitivamente el español en el mismo solar, de idéntica religión, de lengua y destinos comunes, de cultura y convivencia iguales. Ese pueblo, o sea España, sintió la conciencia de sí mismo, que es lo que da la fuerza definitiva a los pueblos; y, alejado de todo estatismo, formó un estado fuerte, un pueblo robusto y bien definido que desarrolló su actividad histórica en valerosa expansión por el mundo. Y así llevó su sangre y su idioma, o sea su raza, a Méjico, a una parte de los Estados Unidos del Norte, al Centro y Sur-América, a las Islas Canarias, Filipinas y Marianas, sin perjuicio de dominar en vastas zonas europeas de otras razas, como ser los Países Bajos, Italia, parte de Francia, Portugal y algo de Africa. Debido a esto se acercan actualmente a cien millones los seres que en el mundo hablan el idioma español (contando los judíos de Oriente y una pequeña parte de los referidos Estados Unidos).

El momento del descubrimiento de América señala la cristalización de la raza hispana, acentuada y desarrollada después en forma asombrosa, en el doble Continente americano.

España terminó la reconquista de su tierra obedeciendo a una obra política y nacional más que a una obra religiosa.

* * *

Al finalizar el siglo XV estaba en su gran período, el asiento de la raza hispánica. Hasta la dinastía era genuinamente española, indígena, aragonesa y a la vez catalana y castellana. Si el príncipe Don Juan, a quien antes aludimos, no hubiese muerto prematuramente en Salamanca, no se hubiera interrumpido tampoco lo castizo de la dinastía española. Pero, a pesar de todo, la raza no se alteró en su esencia, [14] aunque más tarde vinieran Habsburgos y Borbones a regir los destinos del pueblo español. Ese pueblo recio, caballeresco, indómito, soñador y en su gran mayoría sano de alma, fue el que descubrió, pobló y civilizó América. La civilización que allí encontró de los aztecas y los incas fue muy grande; pero esa civilización tenía una laguna terrible, una quiebra lamentable, la de los sacrificios humanos que se hacían por millares. La civilización cristiana, reputada como la mejor del mundo, fue la que allí enseñaron los españoles.

Si es cierto que los muertos mandan, en España los tenemos imperiales, empavesados en sus sepulcros irradiantes, hablándonos de nuestra unidad y de nuestro origen definitivo. Esos muertos-guías, muertos-antorchas que han formado nuestro techo nacional, que lo han imbricado tan fuertemente que las tejas no se han roto ni separado, pueden visitarse, sabemos quiénes son y dónde están. Colocaron las últimas tejas del gran cobertizo, tanto en el orden moral como en el material, suprimiendo los toldos y pabellones que antes se encontraban en el suelo de España dividiéndolo y subdividiéndolo en enconadas y sangrientas luchas.

Granada y Alcalá de Henares guardan los sepulcros principales. Isabel, Fernando, Cervantes.

La capilla Real de Granada, sepulcro de los Reyes Católicos, sintetiza con su belleza plástica el momento histórico del descubrimiento de América. Ternura y fuerza; confianzas terrenales y sobrehumanas; temperamento fraternal todavía no agriado por la guerra de las Comunidades en Castilla.

Todos los españoles pudientes debieran de peregrinar un día de su vida a ese monumento gótico y con ellos los americanos de origen español, porque aquella capilla que guarda tan emocionante mausoleo, guarda también la síntesis de nuestra raza, el timón del arado que, ajustado a una nueva civilización, empezó a labrar la tierra americana.

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Yo creo que es fácil hacerse cargo de casi todo lo que precedió al descubrimiento de América; pero lo que no se puede comprender ni saber, por más que se estudie y por mucha que sea la imaginación que se tenga, es todo lo que pasó durante los primeros cincuenta años del dominio español en las dilatadas tierras de la confederación azteca y del imperio incásico, donde tan grande y prodigiosamente actuaron Cortés y Pizarro.

Nada fue lo que lucharon los españoles con los millares de indios, ni con las fieras, ni con las condiciones climatológicas del Nuevo Mundo, ni con las distancias espantables, ni con el suelo ignoto y pavoroso en su extensión y variedad, ni con las enfermedades; nada fue, digo, eso (unido y aun ampliado), al lado de las luchas de toda clase que sostuvieron entre sí.

Los buenos historiadores de ahora eliminan todo prejuicio de índole religiosa, política y nacional, y, dentro de las mejores normas, prescinden de sus ideas modernas y se adaptan al medio en que actuaron los personajes que estudian.

El juzgar aquellos tiempos desde los nuestros es muy difícil. Nuestro ambiente nos perturba, nos ofusca, nos llena de soberbia estúpida. Pero si libres de todo prejuicio y dentro de una justedad perfectamente equilibrada entramos a analizar aquellos tiempos, tenemos que justificar muchas cosas que el vulgo repudia y condena, sobre todo el vulgo extranjero.

De acuerdo con esto cabe pensar que si por ejemplo el lobo Lope de Aguirre hubiera nacido en estos tiempos de cinematógrafos, bares, teatros, automóviles, cabarets y campeones de baile, quizá se hubiera quedado en perro de policía; así como, de haber nacido entonces, es posible que hubieran sido lobos muchos de los que hoy no pasan de ser perros falderos.

Lope de Aguirre era hijodalgo, hijo de señores vascos, oñacinos, y se fue a América, como se fueron en aquel entonces otros cientos y otros miles.

Iban los segundones nobles, iban los bandidos de peor laya, los buenos y malos soldados, los grandes y los mediocres capitanes; iban los ambiciosos, los patriotas, los amantes del rey, los enemigos del rey, los que habían simpatizado en Castilla con los comuneros, los que los odiaban y querían a los alemanes; iban los curas sin conciencia y los curas virtuosos; iban los criminales que andaban huyendo de la justicia. Iba todo y en ese todo había de todo: patriotismo, nobleza, ansias de gloria, amor a la quimera del oro y la maldad, eterno baluarte esta última, donde se han atrincherado y se atrincheran los desheredados rebeldes que son perversos.

La vida de un hombre entonces no valía nada. Los escrúpulos nacidos de civilizaciones posteriores no existían. El fuerte era el que mejor triunfaba. En esa fortaleza encontraba necesario asiento la crueldad. El que era fuerte, si al par era muy bondadoso, sucumbía. De las cuestiones religiosas se valían los políticos, de las cuestiones políticas valíanse los religiosos, de ambas cosas se valían los guerreros. Imposible era deslindar tales campos en la Europa de entonces. En ella hubo, en la primera mitad del siglo XVI, una brillante alborada muy favorable a la actividad de la civilización, que fue interrumpida en Francia por el furor y el odio sañudo que tan incomprensiblemente despiertan las cuestiones religiosas, ya que debieran ser siempre sencillos derivados de amor y paz. Las matanzas más horribles, los asesinatos más crueles, los incendios más injustos, todo un desgarramiento doloroso, enemigo hostil de principios vivificadores, invadió Francia, llevando sus coletazos hasta la colosal monarquía española. De ahí muchas de las injusticias, a veces crueles, cometidas en América, hijas de una generación torpe que, especialmente en Francia, condujo a exacciones tiránicas, a presiones abusivas y a devastaciones crueles. Es frecuente atribuir esto a España solamente, cuando su actuación en tal sentido ha sido secundaria, aunque después de empezada esa etapa de represalias odiosas se prolongase más en España que en los otros países.

Para darse ligera idea de cómo andaban las cosas en aquellos tiempos, por ejemplo en Inglaterra, baste saber que Enrique VIII mandaba matar a todo el que negase que eran legítimos los hijos bastardos que él tenía.

* * *

En América, los encomenderos del Perú se convirtieron en señores feudales. El ansia de libertad de los comuneros de Castilla contra la absorbente autocracia austríaca se manifestó en América entre los descontentos, que hasta llegaron a hablar de hacer Rey del Perú a Pizarro y a D. Sebastián de Castilla; y por último en el espíritu de los insurgentes, a cuyo frente, de un modo más o menos falseado, se puso Lope de Aguirre.

En breves líneas he aludido al estado social de Europa y América en el siglo XVI, como marco necesario para toda descripción pequeña o grande que quisiera hacerse del prólogo de la vida hispanoamericana.

Al aludir a la Independencia de América y a sus preliminares, los recuerdos históricos iluminan las figuras de Bolívar, San Martín, Sucre, Miranda y Nariño; pero su luz no llega a Lope de Aguirre, y, sin embargo, el documento que él y sus doscientos marañones firmaron el 23 de Marzo de 1561, fue el acta primera de independencia americana, según yo creo y hube de recordar en un ensayo que publiqué el 20 de Enero de 1927 en el suplemento literario de La Nación, de Buenos Aires, titulado «El primer separatista de América».

* * *

Los caciques indios ofrendaban perlas y oro a los españoles en señal de amistad. Uno hubo que ofreció a Vasco Nuñez de Balboa su propia hija, la princesa de Coiba, y el ilustre adelantado, prendado de su belleza, la tuvo por compañera y fue leal amigo y aliado de su suegro. Este insigne capitán español, valeroso, noble y camarada, como ningún otro, de sus hombres de guerra, tiene un puesto importantísimo en la historia de América debido a sus grandes hechos, entre los que culmina el descubrimiento del Océano Pacífico, que logró hacer presa de la más grande emoción, emoción que revive en todos los que ahora, después de más de cuatrocientos años, leemos lo que aquel capitán dijo, tremolando el pabellón de España, desenvainado el acero y entrando a pie por aguas del Pacífico hasta que éstas le cubrieron el pecho.

En actitud dramática, con la fuerza de un romanticismo epopéyico, así conminó:

«¡Vivan los muy altos y poderosos reyes de Castilla, los más grandes de la Tierra, D. Fernando de Aragón y doña Isabel de Castilla!... ¡Yo, Vasco Nuñez de Balboa, en sus nombres y en el de la Corona de Castilla, tomo real, corporal y actual posesión de estos mares, tierras, costas y puertos, con las islas del Sur y todo lo anexo a ellas! ¡Y si cualquier príncipe o capitán, cristiano o infiel o de cualquier ley o secta, sea la que fuere, alegase pretensión o derecho a estas tierras y mares, reinos y provincias que les pertenezcan o puedan pertenecerles, estoy pronto y preparado para defenderlas y mantenerlas en nombre de los soberanos de Castilla, presentes y futuros, los cuales ostentan imperio y dominio sobre estas Indias, islas y tierra firme del Norte y del Sur, sobre todos sus mares y entrambos polos ártico y antártico, y en ambos lados de la línea equinoccial, dentro o fuera de los trópicos de Cáncer y Capricornio, ahora y siempre, mientras el Mundo dure y hasta el día en que sea llamado a juicio todo el género humano!...»

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Espíritus de gallardía, romanticismo y valor como el de Vasco Nuñez de Balboa; espíritus de rebeldía y peregrinación como el de Aguirre el loco o el lobo, no se apartaron aún de la tierra americana. En ella encarnaron frecuentes veces en los gauchos legendarios, fieros, fuertes, altivos, dignos, sin disciplina posible, tan pronto feroces como los lobos, tan pronto nobles como los perros. Montoneros de arrogancias singulares, son hombres de hierro, verdaderos sagitarios en sus caballos criollos. Sus arneses son de cuero y plata, sus chambergos los llevan puestos como para requebrar mocitas, ya que en ellos va una flor; sus estribos son argentados y las botas de cuero terminan en espuelas de gran espiga y mucho ruido. Detrás, en la cintura, llevan la daga grande, o sea el facón que en la lucha manejan sonrientes hasta morir si es preciso para su honor y valor; para morir riendo, como si amasen una muerte bella. Los pocos gauchos que ahora quedan son caballeros de otros tiempos, son aventureros de las Pampas, disfrazados de buscadores de nuevos rumbos; son nietos de aquellos españoles que fundaban pueblos, de paso que la Quimera los empujaba.

Pero, tristeza da el decirlo si se piensa con romanticismo, a sus caballos criollos los van barriendo los caballos de los motores de los automóviles, y a ellos, a los simpáticos gauchos, cuatreros en el buen sentido de la palabra, pintorescos y bravos, los barren, en sus ricas llanuras, olas humanas nada simpáticas, olas turcas, olas rusas, olas judías, olas de gentes antípodas de ellos y de sus intrépidos ascendientes, aquellos bravos soldados y a la vez padres navegantes, como con tan amoroso acierto los designa el muy ilustre argentino Ricardo Rojas.

* * *

Para conjeturar algo acertado referente a la cultura que a América pudieron llevar los españoles en los primeros cien años de su conquista, basta dar una ojeada a la cultura española de entonces, y de ésta, en particular, a la sevillana, ya que Sevilla fue la madrina de América en los comienzos de la colonización hispanoamericana.

Tres bibliotecas particulares había entonces en Sevilla, iguales a las mejores del mundo y no superadas por otra alguna de igual carácter: la de don Fernando Colón, hijo del gran almirante; la del duque de Alcalá y la del doctor Luciano Negrón.

El ansia de cultura era tan grande entonces, la afición a saber tan desmedida, que en estas bibliotecas, de fácil acceso al público, estaban los libros o atados con cadenas o puestos tras de fuertes rejas de alambre, a través de las cuales podía entrar una mano para hojear y consultar; pero de allí no podía salir el libro, pues, de otro modo, se los llevaban.

Esto algunos lo consideraban como falta de cultura y yo entiendo que era ansiedad de ella, por lo mismo que la adquisición de los buenos libros de ciencias, letras y artes, era entonces muy difícil y costosa.

El Renacimiento se extendió por Europa en los comienzos del siglo XVI, llegó a las comarcas españolas y transformó el mundo viejo en otro totalmente nuevo. Surgió el entusiasmo por las investigaciones y estudios de las épocas antiguas, y a su calor fueron apareciendo anticuarios, humanistas, jurisconsultos, eruditos y poetas, que dieron forma a una conveniente y nobilísima emulación entre los hombres y muy especialmente entre italianos y españoles, en los ramos del saber y de las artes.

Entre tal ebullición del intelecto, las carabelas españolas llevaban a América hombres de ciencia, artistas, capitanes, literatos, artesanos y soldados. Mucho han comentado y exagerado las lacras de tales muchedumbres; en cambio su acción benéfica en aquellas tierras donde todo estaba por hacer, se estudió menos o se elogió con sordina. Ahora, por fortuna, la Justicia mundial alborea. La crítica, manejada por hombres ilustres de todas las razas, va cambiando en nuestro favor. No somos ni fuimos bárbaros ignorantes, ni crueles, como cosa excepcional y tal como hasta ahora se vino diciendo sistemáticamente.

* * *

De un acertado ensayo de José María Salaverría, lleno de justedad, como todos los suyos, hablando. del famoso Conde Keyserling, uno de los sabios que más interés despiertan en la época moderna, tomo los párrafos siguientes:

«Por lo que nos interesa a los españoles, tenemos que reconocer que la fortuna, por el momento, se inclina de nuestra parte. Los más destacados de estos sabios a la moderna atribuyen a España una consideración a la que no nos tenían habituados los grandes intelectuales extranjeros. No es sólo consideración, sino preocupación trascendente, y además una honda simpatía. Cuantas veces tiene que hablar Oswaldo Splenger de algún punto de la Historia de España, lo hace con un acento grave y respetuoso; Waldo Frank se interesa por España profundamente, y Keyserling, de modo extraordinario.

Lo singular en este caso es que el motivo de la nueva estimación se basa en virtudes que hasta hoy eran consideradas como negativas. Es decir que lo español tiene un valor por lo que menos se podía esperar: por su sentido antiindustrialista, antiprogresista, antieficacista de la existencia. Con lo cual una vez más se nos demuestra que nada hay menos fijo y consecuente que las ideas; las teorías vienen, van, vuelven con la inestabilidad con que se conducen toda las cosas en un mundo expuesto a eternas sorpresas Nos hallábamos, en efecto, los españoles situados en una posición como de excluidos; es decir, fuera de la cultura. El siglo XVIII, y luego con redoblada insistencia el siglo XIX, afirmaron que el espíritu español, el sentido español de la vida, era positivamente adversario de la civilización.

Y ahora es cuando el pensamiento extranjero da la vuelta y se decide a resaltar ciertas virtudes españolas que antes se tenían por vicios o errores. No habrá sido pequeño el asombro de muchos españoles cultos cuando hayan oído decir al conde de Keyserling que la civilización que España formó en América es superior a la que los ingleses y demás pueblos septentrionales establecieron en los Estados Unidos, y esto porque nuestra civilización se fundó sobre el espíritu profundo y permanente de la tierra, al revés de los norteamericanos que no sienten la tierra, que no estiman la tierra más que como un mero valor industrial. Después de haber soportado durante tanto tiempo una opinión completamente contraria, puesto que se acusaba a la colonización española de no buscar más que el oro y de desdeñar la agricultura, esta versión del filósofo báltico suena con un tono de incomparable reconciliación.»

* * *

Poco hacía España en América tendiente a formación y desarrollo de factorías comerciales, que es lo que hicieron y aun hacen otros países que van en la vanguardia de la vida moderna. No cimentaba España factorías, cimentaba naciones, como más tarde se vio en el nacimiento de diez y nueve de éstas. Hizo allí verdaderos ciudadanos libres, siendo el primer protector de los indios el mismo Felipe II que hasta prohibió que los curas pudieran heredar a aquéllos para evitar de tal modo presiones odiosas en los últimos momentos de la vida de los indígenas, quienes por este y otros hechos quedaban amparados de tal modo que, cuando llegó el momento para entrar en la categoría de ciudadanos y hombres civiles con patria propia, estuvieron perfectamente capacitados para ello, aparte de las naturales convulsiones que surgen siempre de las pasiones desatadas y de las ambiciones humanas.

Por esto, si España ha perdido las colonias materiales, las espirituales las conserva, y ahí está, para probarlo, el recuerdo de la emocionante Exposición Hispano-Americana de Sevilla.

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El aporte cultural de España a aquellos países, en lo que a las artes industriales se refería, fue muy grande. Llevó todo lo suyo, mucho de otros países europeos y perfeccionó lo que encontró. Los misioneros, los artistas y los artesanos de los distintos gremios fueron los que dieron tal impulso, al cual contribuyeron poderosamente los Cabildos allí instituidos, con sus ordenanzas y reglamentos, que, en definitiva, no eran otra cosa que verdaderos tratados de procedimientos industriales. Merced a éstos se fueron fabricando telas, joyas, cerámicas, libros, grabados, armas, esculturas, navíos, &c. El día que España se resuelva a hacer un museo, que ningún otro país podrá tener, «Museo Colonial Americano», si se hace con acierto y riqueza, se probará al mundo de modo convincente lo mucho que valió y pesó la Civilización Española en las Indias.

Como datos luminosos y para muestra, recordaremos que en el año 1535, instaló España una imprenta en la Ciudad de Méjico, y, catorce años después fundó la Universidad de Lima.

Los capitanes españoles, exploradores y fundadores, al par que guerreros, en aquel continente inmenso no reconocido aún ni sondeado en su totalidad, a pesar de los siglos que han pasado, venteaban el porvenir con un sentido y un acierto tan prodigiosos casi siempre, que hoy impresiona el estudiarlo y así advertirlo.

En el sitio que juzgaban más apropiado (y hay que ver las cosas que se han de tener presentes al fundar una ciudad) clavaban una gran estaca. Era este el primer monumento, el más significativo, el más transcendental, la base de toda sociedad bien organizada, el árbol donde se hacía justicia. Después y poco a poco iban creando los órganos vitales de todo pueblo: el Fuerte, el Hospital de Caridad, la Iglesia Matriz, el Cabildo, la Aduana, la Casa de Gobierno, el teatro, los cafés, los hoteles, los comercios, las mansiones solariegas y no solariegas, todo ello con calles que, entonces y relativamente, eran mucho más de lo que hoy son los mejores bulevares de las capitales modernas. Y así empezaron ciudades como la de Buenos Aires, que, en la actualidad se acerca a dos millones y medio de habitantes y tiene las perfecciones y los refinamientos de las mejores capitales modernas.

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De los hombres que España tenía entonces a su servicio para su medro mejor y su mejor triunfo en la siempre difícil política internacional, dan una idea los tres notabilísimos que en Italia poseía en tiempos de Felipe II. En Nápoles el Duque de Osuna, hombre de visión genial y que como pocos conocía la ciencia de las fuerzas materiales y morales. En Venecia el Marqués de Bedmar, de extraordinaria inteligencia y táctica sutilísima y en Milán el Marqués de Villafranca, enérgico, sin dejar de ser astuto, prudente y previsor. Unidos estos tres grandes hombres, como en efecto lo estaban, hacían temible la política de España en Europa. Entonces la nación española tenía, como siempre tienen los países fuertes, el hombre que para cada cosa le era necesario, y así, con toda la energía, la firmeza y el poder resultantes de la suma de las distintas cualidades a que he aludido, fue inyectando paulatinamente vida europea en las dilatadas regiones americanas.

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Poco enaltecernos los españoles aquella época y aquella epopeya de proyecciones nunca bien estudiadas ni descritas. Hasta encontramos ridículo el hacerlo, sin pensar en que si otros hubiesen realizado hechos tan rutilantes (los más grandes como influyentes en la Historia y en la Civilización) no cesarían de contarlos, escribiendo su canto con letras de oro.

Hemos callado mucho tiempo, o mejor dicho, hemos hablado muy poco, y los de afuera para inutilizarnos de todas las maneras, porque éramos muy fuertes, acecharon nuestras faltas, las agrandaron, las pusieron al sol e hicieron sonar los clarines para que el mundo las supiese y nos obsequiase con su bilis negra.

En el momento en que en la vida surge un gran hombre o pasa un hecho extraordinario, la leyenda se apodera de ellos, los barniza, los amplía, los disloca, y la humanidad vacua disfruta pasando el goce de generación a generación, eternamente. Pero la leyenda, hembrita dócil y muchas veces malintencionada, sirve también de cómplice a los aviesos y envidiosos, y, obediente a los mismos, abrillanta por los siglos de los siglos las calumnias más infames.

Menos mal que ahora, como antes dije, los estudiosos de casi todos los países que van a la cabeza, sacan de los arcanos nuestras glorias olvidadas, las bordan, las pulen y las glosan. ¡Secundémosles los españoles, o, por lo menos, recojamos el eco de su admiración y contribuyamos a expandirla por el mundo! [28]

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Del poder material y espiritual de aquellos españoles, noblemente aventureros, aun se habla hoy en los grandes acontecimientos mundiales. Así, con motivo del viaje de Mr. Herbert Clark Hoover a los países hispanoamericanos, díjose en Norte-América que, aunque el Presidente electo de los Estados Unidos se embarcaba en el gigantesco acorazado Maryland, orgullo de la flota del Pacífico, iba en condiciones parecidas a las de Francisco Pizarro y otros conquistadores españoles, que fueron en débiles carabelas, con la diferencia de que la conquista iniciada ahora por Hoover, sólo tenía un carácter de buena voluntad. En esta cita y en el parangón que ella encierra hay un contraste de gran humorismo y es que la conquista material de América la hicieron unos cuantos españoles en zuecos de hadas, y la conquista moral de la misma la preparó ahora Mr. Hoover, en dos formidables acorazados, el Maryland del Pacífico y el Utah del Atlántico.

El ilustre ciudadano de vida pública excepcionalmente meritoria, el honrado nieto de cuáqueros, que manejó, con el mejor acierto, nueve mil millones de dólares durante la gran guerra en compra y venta oficial de víveres, quiere hacer en la América española una conquista espiritual. Quizá le acompañe una buena fe; pero antes que él, con él y después de él, estuvo, está y estará la famosa doctrina de Monroe, interpretada de mil modos diferentes, o sea, como mejor convenga. (Hablando del águila yanqui y de sus codicias imperialistas, ha publicado un libro bien documentado, que se titula «Yanquilandia Bárbara», el escritor argentino Alberto Ghiraldo.)

Son incompatibles con los sentimientos amistosos ofrecidos por Hoover a las naciones hispano-americanas, las intervenciones de los Estados Unidos en Nicaragua y Haití y el envío a otras repúblicas hermanas de oficiales y soldados norteamericanos para organizar fuerzas militares y navales. Tal anacronismo patentiza la falta de sinceridad en todo lo que al respecto se anunció y prometió. Así lo declaran también algunos pacifistas yankis, como por ejemplo, la sociedad de esa índole llamada Peoples Lobby.

Entró España en la arcaica existencia americana, quedando maravillados los españoles de la cultura bárbara que hallaron en Méjico y en Perú, como antes se dijo. Los libros españoles de Oviedo, Pedro M. de Anglería, Colón, Padre C. Molinos, Padre J. de Acosta, Padre Avendaño, B. Ribera de Sahagún, F. Ximénez, Cieza de León, Garcilaso de la Vega, Padre R. de Aganduru y otros, así lo pregonan.

Estas declaraciones conscientes y de tan marcada autoridad, hacen honor a la justicia y a la cultura hispánicas de aquellos tiempos.

El esfuerzo de los descubridores hacia todos los ámbitos, su vida quimérica llena de grandes virtudes en los más y de grandes vicios en los menos, vida de grandes aciertos y de grandes errores, produce asombro.

No es justo aludir a tales tiempos y omitir la cita de aquellos a quienes Ricardo Rojas, el gran pensador argentino, pensador y poeta, dio como ya se dijo, el nombre eminente y emocional de «padres navegantes». Cortés, Pizarro, Elcano, Lagazpi, Urdeneta, Almagro, Valdivia, Balboa, Ponce de León, Solís, Irala, Garay, Loaysa, Saavedra, Grijalba, Gaytán, Mendaña, Quirós, Torres, Meneses y Lazcano.

La conciencia hispánica de aquel entonces, sus hombres de letras, sus capitanes y descubridores, su fuerza expansiva en fin, acusan un vigor perfectamente concentrado, no un vigor derivado de nada ni de nadie, vigor de una raza, de un pueblo típico, inconfundible, definido: pueblo español.

Fuentes de libertad son las organizaciones municipales españolas transplantadas a América y fuentes de libertad son las leyes españolas de Indias, fórmulas legales que ninguna civilización superó, ni aun igualó. Después, las obras del eminente y hoy admirado en todos los países civilizados, Francisco de Vitoria, fundador del Derecho internacional. Hombres civiles como Don Félix de Azara cuya figura gloriosa veneran los intelectuales americanos. Don Félix de Azara, geógrafo, geodesa, gran colonizador y político, que, en lo tocante a la posesión de la tierra, quería resolver en el siglo XVIII problemas hondos que aun hoy no están resueltos en los países más cultos y avanzados.

¿Qué participación tiene Latio en todo cuanto se deja dicho? Esta breve digresión sirve para demostrar que, en el momento de descubrir y poblar América, España tenía una raza totalmente suya. La calidad de ese linaje ha venido perpetuándose de generación en generación. Podrá España haber desaparecido un tiempo de la vanguardia humana por cansancio, pero no por haber degenerado. La cita de varias opiniones de extranjeros, emitidas al respecto, darán más fuerza a este aserto que cualquiera otro razonamiento propio o nacional, por muy bien argumentado que él estuviera.

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Un escritor portugués, Agostinho de Campos, dijo que lo que han padecido los españoles ha sido «Gigantismo», no decadencia, y lo demuestra en esta forma: «España tuvo la desgracia de ser durante el siglo XVI, señora de media Europa. En virtud de su propia energía y auxiliada por otras circunstancias, España pasó los mares y fue señora de medio mundo. Para no decaer nunca, después de todo esto, hubiera sido necesario que conquistase y conservase la otra mitad de Europa y la otra mitad del mundo. En lugar de esto, España salió de donde había estado pero quedó donde siempre estuvo.»

El Ministro de Marina de la República Francesa, Mr. Georges Leygues, hablando una vez de España y dirigiéndose al Rey Alfonso XIII y a su Gobierno, ha dicho, entre mil cosas bellas, lo siguiente: «Ninguna raza es más altiva, más cortés, más enérgica ni más valiente que la vuestra. Ningún país tiene como España un pasado tan rico en actos caballerescos y en intrépidas aventuras. Ha sido España la que constituyó el primer gran Imperio después de la caída del Imperio romano. Estos grandes recuerdos llevan consigo la promesa de un futuro lleno de brillantez y prosperidad, cuyo renacimiento saludamos ya con admiración. ¡Tierra de epopeya y de grandeza tal es la España que yo veo y comprendo!»

Un ilustre escritor checoeslovaco, Mr. Vlatismil Kybal, ha publicado un libro sobre España titulado «Ospanelsku», en el cual, entre muchos párrafos halagadores para el amor propio español, elijo uno solo referente a la raza. Dice: «los españoles han realizado en la historia una labor gloriosa y la historia de ellos es la historia de una gran nación. La gloria española ha abarcado no solamente Europa, sino el globo entero, y existen hoy casi cien millones de habitantes de la tierra que hablan la lengua de sus descubridores. Los mismos españoles tienen una viva conciencia de la grandeza de su nación y una fe firme de su digno porvenir. La España moderna, progresiva, ilustrada, laboriosa y rica, está llamada a desempeñar un gran papel, no sólo en la Península Ibérica, sino también en Africa.»

Casi todo el mundo ignora la relación que Mister Evans, primer comandante del Yowa, buque de la escuadra norteamericana, hizo del combate de Santiago de Cuba. En su relación afirma que jamás se dieron iguales ejemplos de heroísmo y de fanatismo por la disciplina militar; que en las páginas de la historia nada hay registrado semejante al valor y a la energía de que él fue testigo, y, refiriéndose a alguno de esos actos, manifiesta que sólo puede definirlos llamándolos «actos españoles».

Un marino argentino, Costa Palma, Comandante de «La Sarmiento», dijo en Sevilla que la raza hispanoamericana tiene una gran misión que cumplir y que esa misión la cumplirá para glorificarse y demostrar sus altos designios. Y lo dicho en la misma ciudad por el eminente embajador argentino Enrique Larreta, llega a producir en los españoles la más grande y duradera de las emociones gratas.

Los americanos de origen hispano son de su hora sin dejar de ser de su estirpe, pero mucho más de aquélla que de ésta. Los españoles son de su estirpe primero y de su hora después. Mas no se crea que esta pequeña diferencia en el ritmo intelectual y sentimental de tales hermanos perjudica a la raza, no, más bien la favorece, llevándola a un sano equilibrio.

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El ir recopilando los relatos y comentarios honrosos para España, que en una y otra ocasión fueron haciendo hombres ilustres de todos los países, daría un resultado fatigoso.

Todo esto y mucho más del tiempo nuevo unido a lo del tiempo viejo, mantiene el alma de España en América; acusa la raza que, tras la investigación, brilla como brilla al sol la roca con hojuelas de mica. Es el espíritu fuerte de la estirpe afincado en el Escorial, en la Alhambra, en las fábricas vascas, en la industria catalana y de otras regiones, en la agricultura de Valencia, Cataluña y Castilla, en un rincón sagrado valenciano, Sagunto, donde frente a la tradición y a la historia está una de las fábricas de hierro americano más importantes del mundo. Es el espíritu de la raza guardado en la obsequiosidad andaluza y levantina, en los campos de sus tierras plenos de frutas y flores; en el vigor, honradez, laboriosidad e inteligencia que distingue a los de la región gallega; en el noble trigal castellano, en la serena sobriedad de sus colonos y amos, en las cepas jerezanas y otras cepas, en el tesón aragonés aplicado a las actividades de la inteligencia humana y que produce ejemplares como Ramón y Cajal y Joaquín Costa. Está ese espíritu en el litoral español, único en el mundo, por bañarlo tres mares muy diferentes, a pesar de estar unidos, lo cual crea características múltiples y pintorescas. Está en Don Quijote y en Toledo, Compostela, Avila, Granada, Salamanca, Segovia y Burgos. Con objetos sacados de los archivos, catedrales y casas particulares de esos y otros pueblos se formó ha poco en la Exposición Internacional de Barcelona «El Pabellón Nacional», que, a poder conservarlo tal como fue, llegaría a clasificarse como uno de los mejores museos del mundo. Esas ciudades españolas no son camaranchones de trastos viejos, sino cámaras cuidadas de magníficos recuerdos históricos. En ellas todos los hombres estudiosos y muy especialmente los americanos cultos encuentran la vida del tiempo viejo, vida de místicos, de estudiosos, de pícaros, de soldados, de aventureros, de tapadas y de galanes, vida de arte, de ciencia y de sensualidad. Allí el alma española compleja, contradictoria, ruidosa, original; allí el misticismo, la picaresca, el humorismo y la pasión, el realismo y la caballería. El misticismo ha quedado en lienzos, maderas y pergaminos; la sensualidad murió, volvió a nacer, volvió a morir y está viviendo porque tantas veces como muere nace. Merced a este espíritu fuerte y de raíces muy hondas, España puede ofrecer al mundo su vino diciéndole: «tú que tanto me has calumniado, bebe, mi vaso no es de aluminio ni de asta, es de oro viejo, labrado por caballeros de aquí y de América en siglos de ensueño y de gloria».

Todo esto empieza a tener un gran valor moral en América, ya que sirve para fijar y acentuar el nacionalismo en sus repúblicas patriotas, amenazado por peligros modernos.

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Para justificar el aserto antedicho elegimos uno de los países sudamericanos, por ejemplo, la Argentina, y nos referimos a su momento actual.

Hasta antes de la gran guerra la inmigración en la República Argentina estaba alimentada casi exclusivamente por españoles e italianos. El capital extranjero que allí llegaba para empresas grandes era inglés. Así se fue formando durante un siglo la gran República del Plata, con un nacionalismo fuerte, claro, mantenedor de las virtudes de la raza originaria. Terminada la guerra mundial, las cosas cambiaron en todos los órdenes y en todas partes: en la Argentina también. Ya no llegan allí en gran número solamente españoles e italianos, van también otras razas, van rusos, eslavos, polacos, servios, escandinavos, checoeslovacos y rumanos. Antes de la guerra los escritores argentinos eran hijos de españoles, eran hijos, nietos o biznietos. La oriundez estaba clara y visible; actualmente tiende a ser grísea, porque muchos de esos escritores tienen una ascendencia muy diferente de la anterior. El capital que ahora invade la América española es yanki. Los Estados Unidos llevan colocados en ella dos mil doscientos millones de dólares y quieren colocar muchos más. Con todo esto la Argentina teme que su nacionalismo se altere y para evitarlo vuelve los ojos a la cuna que tuvo, a su origen, y estudia con interés, casi con amor, la historia, las tradiciones, las costumbres. la arquitectura, las artes y la ciencia de España. Las estudia como cosa propia. Busca en el tronco progenitor la savia que pueda contribuir a autorizar su nacionalismo, batido por un oleaje peligroso. Acude a su raza, mantiene su raza, no latina ni ibera, sino española. Cultiva un hispanoamericanismo consciente y sabio que le permite seguir en el camino de engrandecimiento que tan felizmente lleva emprendido, sin que se pierdan ni se alteren las virtudes de su pueblo.

EL mundo de habla española (I)


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El estilo colonial español en arquitectura, al que los arquitectos argentinos han llegado triunfadores, interpretándolo y desarrollándolo mejor que nadie, indica cómo el espíritu español y el americano van machihembrados sin violencia y con amor en la creación más poética del hombre: el hogar, venera moral de dos valvas vivientes que aspira a retener el amor peregrino.

Con los conquistadores y colonizadores fueron a América arquitectos de España. La mano de obra allí era indígena y por serlo imprimía al todo cierto sello a veces estimable. Esos obreros americanos vinieron después a España e influyeron también un poco en el arte de la abeja reina Y como además de esto tenemos, como ya lo dije, que los argentinos son los mejores arquitectos del estilo colonial español, nos encontramos con aliento de América en la madera de España y con aliento de España en el barro americano.

La cátedra de arte colonial hispanoamericano últimamente creada en la Universidad de Sevilla, la inauguró con varias conferencias sobre la arquitectura colonial española en América, el arquitecto argentino don Martín S. Noel.

Lo que antes dije de la República Argentina respecto a los deseos que tiene de conservar su nacionalismo relacionado con su cuna, puede decirse de Uruguay, país que se conserva muy español, de gran civismo y muy adelantado en determinadas leyes y formas de Gobierno. Puede decirse de Méjico que, a pesar de la influyente vecindad yanki, a pesar de sus transformaciones violentas, mantiene calurosa y resueltamente su psicología típica, resultante de la raza india, prieta y fuerte, y principalmente de la raza hispánica, blanca, intrépida e inteligente. Puede decirse de todos los países hispanoamericanos.

Volviendo al asunto del Estilo Colonial Español, puede asegurarse que esa caída uniforme de gotas espirituales, esa estilación de ritmo espontáneo, ha dado forma, entre otras cosas, con el andar del tiempo, a un estilo sobrio, airoso, alegre, pintoresco, señoril, de aspecto estético al par que educativo, que poco a poco va afincando en el suelo americano hasta llegar a algunos estados yankis, como La Florida y California, donde los norteamericanos se complacen en sacudir la influencia inglesa, buscando orígenes más antiguos como el de la madre Hispania. Tuvo esto su primer chispazo en la Exposición de Chicago, y en pocos años casas, muebles y utensilios son en tales países marcadamente españoles. Por esto en presencia del estilo español que allí se estima, la sonrisa despectiva inglesa, que tanto irrita a los yankis, se convierte en gesto de seria curiosidad.

Los estilos de los Luises, tantos siglos triunfadores, han tenido que ceder el campo en América al estilo español. Y como para el comercio no hay filigranas patrióticas, pues la síntesis de su espíritu está en sus dos primeras sílabas, tenemos que Italia imita el mueble español y lo exporta por valor de casi cincuenta millones de liras al año, y lo imitan también Francia y Norte-América, pues España, mal organizada siempre para el desarrollo práctico de las dos primeras sílabas a que aludí, no da abasto a la demanda que se le hace. Piedras, tejas, hierros, maderas, cerámica y tapices, cuadros, líneas y colores, aliento de España sutil y de emoción es lo que América está prefiriendo en sus hogares cuidados. Y éstos, en definitiva, vienen a ser elocuentes diagrama del mejor panorama español, el panorama espiritual.

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Ese triunfo del arte colonial español en toda América, no quedará en tales límites, porque aún hay algo más muy original en España, sus jardines, que seguramente han de triunfar también en el suelo americano. No han triunfado ya porque su formación no es rápida, porque exige largo tiempo y la psicología americana está formada a base de rapidez. Pero todo cambia en el mundo y esa psicología sufrirá también sus variantes, y, entonces, los jardines españoles tendrán señalado éxito en los parques de América, privados y públicos. Así lo exigirá al fin el imperio del nacionalismo, tendiente a beber y nutrirse en sus propios orígenes.

Los jardines son luz, limpieza y color y nada hay más limpio, luminoso y colorista que los esmaltes y los reflejos metálicos de la cerámica cuando están combinados con las gamas de las flores. Los mármoles se ennegrecen, los bronces dejan de brillar y una especie de verdín o cardenillo mancha sus tonos broncíneos, los hierros se oxidan; nada más completo y acertado que la cerámica andaluza de orígenes árabes, con la maravillosa algarabía de sus colores, siempre brillantes y entonados,

El arte andaluz de hacer con azulejos, ladrillos y flores jardines soñadores, es mayor que el de hacerlos con materias ricas, como el mármol y el bronce. Los azulejos son verdaderas faïences esmaltadas, verdaderos tapices de porcelana.

En los jardines sevillanos se ven remozados los viejos estilos, vese en lo moderno los encantos de la tradición local y hasta conservan en cierto modo la intimidad de los patios floridos. Y hablar de la tradición andaluza es hablar de la tradición americana, porque Andalucía es el principio de América y América es la continuación de muchas cosas andaluzas. Los famosos patios cordobeses y sevillanos tienen sus vástagos en la provincia del Camagüey de Cuba, donde aun las mujeres jóvenes, como en Sevilla, viven tras de las rejas y alejadas de la moderna libertad neoyorkina, parisién o madrileña.

Ni las cariñosas villas italianas, ni los bellos parques de Francia, ni los cuidados jardines ingleses pueden compararse a los jardines andaluces, en los que alterna el perfumado mirto o el arrayán con los naranjos olientes (antes de ofrendar su oro) y con los cipreses emocionantes, centinelas perennes de invariable misticismo y verdes jugosos que con los laureles se prestan a toda clase de formas ornamentales.

Si se quiere dar vida a una canción de arrebolamiento, hay que pensar en Andalucía, ánfora inclinada, de proporciones gigantes, que sin cesar vierte flores, luz, panderetas, vinos generosos, guitarras, mantones polícromos y mocitas perfectas, con labios rojos que adornan la vida andaluza, como las amapolas adornan los campos trigueros; de ojos azabachados, verdaderos puñalejos.

Y estas mocitas de profundo encanto y gracia victoriosa nacieron también de aquellos padres navegantes, en Venezuela, en Cuba, en Guatemala, en toda la tierra americana; nacieron y siguen naciendo.

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En todo hombre hay dos hombres: uno de ellos muere a los cuarenta años, el otro nace a esa misma edad. En América, y hasta hace unos cuantos lustros, el primero de esos dos hombres, sugestionado por la leyenda negra de que antes se habló, le ponía un veto a España, si bien este veto era suspensivo, porque el otro. hombre, el segundo, generalmente lo retiraba. Hoy en día esos dos hombres americanos ya no vedan en tal sentido, salvo contados casos de aberración, hijos de una obcecación morbosa o de una ignorancia invencible.

Muy favorable a este cambio hacia la verdad ha sido la reivindicadora hispanofilia, pujante y fecunda, que se inició ha tiempo en los Estados Unidos de la América del Norte, extendiéndose entre los estudiosos del mundo. Esa hispanofilia serena, sabia y justa, va dando muerte a la leyenda negra que tanto mal le hizo a España. Esta, en su recogimiento mientras la vejaban, en su aislamiento mientras la calumniaban, se ha superado. Por eso una notable poetisa chilena, en un banquete que le dieron en Madrid, habló de la grandeza de la decadencia española, diciendo cosas muy bellas y de emoción que la prensa francesa comentó con asombro.

El año 1921 hubo en Madrid el VII Congreso Postal Universal, en el que España tuvo mucha significación y gran poder, porque los diez y nueve países de su habla en América estuvieron a su lado y arrastraron consigo a los Estados Unidos del Norte. Se vio entonces la fuerza del hispanoamericanismo.

Cuando se terminó ese Congreso, el más joven de los congresistas, que era un uruguayo (Adolfo Agorio), dijo en nombre de todos los americanos, dirigiéndose a los españoles: «vuestra suerte está unida a la grandeza de América y hacia un ideal superior vamos todos, sin que nada ni nadie pueda detenernos en el camino.»

En Quito, en una tumba que está vacía dentro de la Catedral, pero que fue hecha para guardar los restos del gran Pizarro, se reza actualmente cada ocho días un responso por su alma en el momento de un oficio solemne al que acuden reverenciosos y llenos de amor a su raza los ecuatorianos.

El Gobierno de Cuba, a pesar de la encubierta tutela norteamericana, a la que necesariamente se ha de someter y de la cual no puede librarse, acaba de prohibir que las películas sonoras y habladas se exhiban o presenten allí en otro idioma que el español, medida a la que aun no ha llegado España. Esto y la devolución de trofeos de guerra que la Madre Patria hizo a la República Cubana, demuestra, entre otras cosas, el afecto que une a los dos países.

El monumento que en honor de España va a levantar la República Argentina en su capital y que casi está terminado, será uno de los mayores, sí no el mayor de aquella nación. Por la importancia que tiene y por lo que representa y significa debo describirlo en este trabajo tal como lo reseña su autor, el notable escultor argentino Arturo Dresco.

Consta de veintiocho figuras de dos metros y medio, distribuidas en ocho grupos, todas ellas en bronce. Al frente, en la base, se ve a Colón de hinojos a los pies de Isabel la Católica. En el cuerpo central culminan las figuras que representan a España y a la Argentina. En la base, a uno y otro extremo del monumento, se yerguen Solís y Magallanes, respectivamente, a cuyos pies se halla una figura alegórica. Estos son los grupos que, en rigor, pueden calificarse de complementarios. La idea central del monumento está representada en cuatro grandes composiciones, en que el escultor resume la acción de España en América. Allí está personificado el espíritu de la conquista. Allí su intrepidez y su expansión civilizadora. Cada figura individual es una síntesis y todas evocan el heroísmo de una época y el genio de una raza. Son navegantes y fundadores de ciudades, religiosos y soldados, legisladores y educadores. Allí están reunidos en la plástica rememorativa, individualizados por la efigie cuando la iconografía lo permitió o evocados con rasgos y atributos aproximativos cuando faltó la imagen de auténtico rigor histórico. Se llaman Pedro de Mendoza y don Juan de Garay, Bartolomé de las Casas y Sebastián Gaboto las del primer grupo; las del segundo grupo son: Alvar Nuñez Cabeza de Vaca, Domingo Martínez de Irala, Luis de Cabrera, Martín del Barco Centenera y Juan Sebastián de El Cano. En el tercer grupo se hallan Juan José Vértiz, Pedro de Ceballos, fray Francisco Solano y Hernández Arias de Saavedra –Hernadarias–. En el cuarto grupo están representados Félix de Azara, Joaquín del Pino, Pedro Cerviño y Baltasar Hidalgo de Cisneros. Estos grupos se hallan dispuestos en los dos frentes longitudinales y están limitados por tres macizos arquitectónicos. El monumento es de líneas amplias y simples, de suerte que la arquitectura y la escultura se complementan, como corresponde al desarrollo de una idea clara y precisa.

De un periódico de aquella República, «La Nación», cuya importancia mundial nadie desconoce, tomo la explicación de este homenaje a España.

«La justificación del monumento a España está en su mero enunciado. Así lo comprendió la hidalguía de los argentinos. Quede constancia de ello, ya que el subrayarlo nos honra no poco. Por eso y por otra cosa se tomó en el viejo Cabildo la resolución de erigirlo, y fue ello en las horas del centenario, cuando todo hablaba de emoción de patria. Por eso y no por mera casualidad fue el monumento a España el primero de los que proyectó erigir la Comisión Nacional. No era ése un recuerdo que avivaran circunstancias propicias. Era algo más: era un sentimiento de amor omnipresente que tomaba allí impulsos para objetivarse en una expresión de bronce y de granito plásticos. Por eso quisieron ayer ese monumento los argentinos; por eso le quieren hoy; por eso le querrán mañana.»

En la Argentina, además, se ha creado oficialmente la fecha del 12 de Octubre, titulándola «fiesta de la raza», y la principal manifestación de ese día se hace acudiendo en fraternal comitiva, argentinos y españoles, al magnífico monumento que estos regalaron a aquel país el año 1910, dedicado a la Constitución argentina, por las nobles miras que encierra en su preámbulo.

La brillantez con que también se celebra esa fiesta en otras repúblicas hispanoamericanas; los otros monumentos que a España y al ejército español se levantan y proyectan levantar en varios países americanos (sin la intervención de las colectividades españolas), hablan elocuentemente del poder de unión que la raza tiene, la raza hispana y no otra.

En la República Argentina se vende también un sello para agregar al oficial que es necesario en las cartas que tienen que circular. Ese sello vale diez centavos [44] y lleva una leyenda que dice: «Pro Ciudad Universitaria de Madrid». Su venta se anuncia en los grandes diarios en forma muy llamativa y con grandes letras que dicen: «Use y propague esta estampilla: así contribuirá a la más grande obra de acercamiento hispano-argentino hasta ahora intentada. La construcción de la casa del estudiante argentino en la Ciudad Universitaria de Madrid y la creación de su Caja de Becas».

Esta Ciudad Universitaria va a ser la mejor del mundo y en ella tendrán pabellones especiales todos los países hispanoamericanos, pabellones para sus estudiantes y para sus profesores.

El ideal de España al querer atraer a sus centros culturales los hombres nuevos y estudiosos de diez y nueve países diferentes, si bien pertenecientes a una misma raza (la española), es de un universalismo honroso y muy propio de ella, que, como pocas naciones, puede estar orgullosa de su pasado.

En la creación de este soberbio monumento espiritual están empeñados muchos hombres cultos de España, y al frente de ellos el Rey Alfonso XIII.

Siguiendo la enumeración de afirmaciones consoladoras, nobles, de familiarización y de ensamblaje espiritual entre España y sus hijas, debo citar aún las siguientes:

El empréstito español a la Argentina y otro de distinto orden de la Argentina a España con intervención de banqueros de uno y otro país.

La venta de buques de guerra a la República Argentina construidos en Astilleros españoles y los que en los mismos se construyen para el Uruguay.

La creación en España del Banco Exterior de Crédito, con miras a América.

El homenaje que Madrid hizo a don Hipólito Irigoyen, Presidente de la República Argentina.

El tratado de propiedad artística, literaria y científica firmado por España con el Perú.

Lo establecido en la quinta Conferencia Internacional Americana, celebrada en Santiago de Chile el año 1923, en virtud de lo cual va a levantarse en la isla de Santo Domingo, la primera que tocó Colón, un faro monumental dedicado al mismo, en el que intervendrán los mejores arquitectos del mundo.

Lo que dicen muchos escritores americanos, como por ejemplo la inspirada poetisa argentina Margarita Abella Caprile, cuya belleza impresiona y cuyo timbre de voz seduce. Esa artista singular, en París, al dirigirse a la Reina de España, así le habló, recitando uno de sus bellísimos sonetos:

«...
Yo he venido a deciros que en la América mía
Es orgullo ser hijos de la sana hidalguía
Y del altivo empuje del ánimo español,
Y que la luz del Cristo de los conquistadores,
Con su inmenso destello, nubló los resplandores
Que ardían milenarios, en el templo del sol.»

En el frontispicio del palacio que Méjico hizo construir en Sevilla, acudiendo ese país, solícito y devoto, como sus hermanos, al grandioso certamen internacional que allí se realiza, figura con tintas de oro la siguiente leyenda: «Madre España: Porque en mis campos encendiste el sol de tu cultura y en mi alma la lámpara devocional de tu espíritu, ahora mis campos y mi corazón han florecido».

Ciérrase con esta hermosa cita el número de las que anteriormente se dejan consignadas, para demostrar que entre los americanos de origen español está integérrimo un sentimiento afectivo que, por su índole, no corresponde a Italia, Francia, Rumania ni Portugal (países latinos), sólo corresponde a España, creando el hispanoamericanismo.

* * *

Ese sentimiento benevolente y cultural también se apoya en el espíritu de comprensión y de orden y en la amistosa inteligencia que existe entre los países de origen español. Los Códigos de Derecho Internacional, concebidos a base de una justicia sana y no de la fuerza odiosa, tan pronto como sean ratificados por todos los estados americanos, crearán una sociedad internacional envidiable. El cartabón con que se miden los asuntos europeos no sirve para medir los asuntos americanos. La diferencia que existe entre ambos continentes es muy grande. En Europa no puede enterrarse el fermento de los viejos odios. En América, la familia americana, hija de la estirpe española, libre de pasiones oxidadas y siempre con ideales nobles, cree en la justicia y la busca. Bolivia y el Paraguay, Chile y Perú lo demostraron recientemente.

Los Estados Unidos de la América del Norte podrán mucho, sobre todo en las cuestiones económicas, pero no podrán borrar el predomino espiritual de España, porque a ello se opondrían las fuerzas de origen, que no deben de considerarse lirismos ridículos, ya que no se trata de nada que obstaculice el progreso de la civilización americana, sino de algo que más bien la consolida, prestándole la fuerza que da el carácter que en toda nación viene a ser lo que son las varengas en la fábrica de un navío.