sábado, 23 de enero de 2010

Violencia, guerra y paz.


Estos días se han publicado en algunos medios de comunicación, el texto de unos correos electrónicos que al parecer, un representante del Ministerio de Defensa dirigía a un responsable del Museo del Ejército próximo a inaugurarse en Toledo.

De la lectura de ellos se desprende que la ley de “memoria histórica” plantea no pocos problemas para el montaje de la sala correspondiente al siglo XX y por ello, surgen desavenencias que no voy a comentar, ya lo han hecho suficientemente en los medios algunos historiadores como Luis Suárez, Cesar Vidal y otros, que dejan claro que la historia ni se puede, ni se debe ocultar. Sin embargo, hay una exigencia por parte del funcionario de defensa, que se basa en una equivoca interpretación de la realidad que puede llevar a equivoco a no pocas personas de buena voluntad.

Eso que llamo “equivoca interpretación”, en mi opinión, es consecuencia de una mentalidad prefabricada que tiene su origen en un plan perfectamente concebido hace ya muchos años, que germinó en las generaciones de la posguerra europea y que rebrota con floración multicolor desde entonces en determinados grupos de las siguientes. No es un problema solo nuestro, pero dada nuestra especial idiosincrasia y la situación que vivimos de graves problemas de identidad nacional y políticos en todos los ámbitos, entraña un notable riesgo sin duda.

Para entender el procedimiento empleado en tan eficaz tarea de construcción mental, no tengo mas remedio que volver atrás en el tiempo para establecer su principio, pues a pesar de la caída del muro soviético en Alemania a finales de los ochenta, aquellas semillas utópicas implantadas en la mentalidad occidental durante tantos años, rebrotan hoy con floraciones de distintos colores pero tan venenosas como se pretendía.

El objetivo último y fundamental del procedimiento no era otro que subvertir el sistema de valores occidental como elemento previo e imprescindible para el éxito estratégico de imponer el ideal comunista.

Para conseguirlo, se estableció a modo de objetivos intermedios el ganar para la causa marxista a los sectores más dinámicos en el mundo de las ideas. Con ello, se pretendía que en pocas generaciones, cambiara radicalmente el arquetipo dominante en occidente.

Los Teatros de Operaciones donde obtener esos objetivos intermedios fueron naturalmente, el mundo de la cultura, de los intelectuales, la universidad y la religión.

Los padres de este “procedimiento sedicioso” fueron el italiano Gramsci y el polaco Lukacs. Naturalmente, como casi siempre ocurre, ellos fueron los teóricos, los Comandantes en Jefe de la Gran Unidad que se empeño en el Teatro de Operaciones para conseguir los objetivos fueron otros y entre ellos el primero Willy Münzemberg y su Gran Unidad para el combate, el KOMMINTER o Internacional Comunista.

No insistiré mas en este inicio, es fácil documentarse al respecto, bien recurriendo a bibliotecas o simplemente en INTERNET, solo añadiré que tuvieron ciertos éxitos parciales allá por los años cincuenta en las Universidades Norteamericanas; desde luego en Europa, donde el Mayo del 68 francés fue la eclosión de ese maremágnum ideológico y por supuesto en Sur America donde aun perdura en exceso el pecado de la demagogia, pero a modo de corolario a este inicio, quiero reflejar las palabras que Dimitri Malinovski, secretario del KOMINTERN, pronuncio en un discurso en el año 1949, en la Escuela de Guerra política de Moscú que terminó diciendo: “Hoy no somos bastante fuertes para atacar. Nuestra hora llegara dentro de veinte o treinta años. Los estados capitalistas serán felices colaborando a su propia destrucción... Lanzaremos el más espectacular movimiento por la paz que se haya conocido en la historia del mundo. Aprovecharemos todas las ocasiones para hacernos amigos. Y cuando hayan bajado la guardia, los aplastaremos con nuestro puño cerrado”.

Por suerte para nosotros, la intención de Malinoski no se ha cumplido del todo, pero de lo que no me cabe duda a estas alturas de la vida, es que tras largos años de infiltración ideológica, algunas mentes occidentales sufren de esa colonización intelectual descrita y ante ellos son fáciles presas las personas de buena voluntad.

Las palabras de este funcionario: (…) España como miembro solidario de naciones Unidas, esta firmemente comprometida con los valores de la paz y la seguridad internacional…” y dudo que recibir a los visitantes, especialmente niños, en edad escolar, en el Museo del Ejercito, con un texto mural que comience. “ En la historia del hombre el enfrentamiento entre grupos humanos es una constante ” responda a ese espíritu y no responda a un escepticismo secular que debería ser desterrado. Y no vale manifestar a las nuevas generaciones que, “ como la guerra es una constante ”, pues a seguir como siempre, si el mundo ha sobrevivido tantos milenios haciéndolo, podrá seguir subsistiendo haciéndolo ahora, porque eso ya no es cierto. (…)

Efectivamente, palabras que harían llorar de emoción a un inocente buenista, pero embadurnadas de demagogia hasta la medula, porque confunden conceptos que falsean la realidad de la naturaleza humana y hacen correr el riesgo, a si mismos y a terceros, de no obtener enseñanza de la advertencia del gran filosofo español de primeros del siglo pasado, Ortega: “Cada realidad ignorada, prepara su propia venganza” Pero además, ayer mismo, el presidente Obama en su discurso de aceptación del Nobel de la paz, dijo algo que este funcionario no tiene mas remedio que aceptar: “Ni el comandante en jefe de una nación puede vivir bajo la política de no violencia de un Gandhi, ni las negociaciones y el diálogo pueden conseguir que Al Qaeda deje las armas ”.

Aunque la guerra entraña violencia, no es precisamente la guerra la que la produce. No es la guerra en nuestro concepto occidental de base cristiana (aunque muchos hagan abstracción de ello) la que provoca la violencia. La violencia esta implícita en la fata de justicia y de dignidad, en la opresión, en el sometimiento de un pueblo por la fuerza, porque, aunque situaciones como estas se mantengan por un tiempo dentro de un cierto equilibrio, siempre terminan violentando la paz.

La paz no es posible sin justicia, sin libertad, sin dignidad y sin seguridad, y los ejércitos son tan solo corresponsables de la seguridad. Hoy, además, operan solidariamente con otros para establecerla u obtenerla en función de criterios políticos que se establecen mediante alianzas.

A nuestros jóvenes no hay que ocultarles lo que es una realidad que encontraran sin duda cuando salgan a la vida, hay que inculcarles las convicciones morales necesarias para que laboren por la paz, y los ejércitos, no son antagonistas de ella. Nosotros tenemos un bagaje de principios básicos basados en la moral natural enriquecida por una tradición intelectual y humanista inspiradas en la confianza en la razón, el sentido del derecho romano y el humanismo cristiano, justo los tres pilares que se pretendían destruir con esa arquitectura social prevista por los marxistas y que hoy padecen aluminosis en no pocos sectores de Occidente que pretenden igualar lo excepcional a lo natural, se hace prevalecer el derecho positivo sobre cualquier otro y se demoniza lo cristiano.

En definitiva, la violencia va unida a la naturaleza humana cuando esta no se somete al derecho, la moral y la ética y que no se equivoque nadie, la verdadera formación de un adolescente se conseguirá inculcándole la disciplina de someterse a esos valores y no falseándole la realidad como si de un mundo de Yupi se tratase.

Por Enrique Alonso Marcil, Coronel de Infantería.

sábado, 9 de enero de 2010

Leire Pajote: Aumenta el paro pero ha dejado de crecer.


El gorrino de 200 kilos abierto en canal de la foto, eximia intelectual, secreataria de organizacion del PSOE y heredera ideologica y fisiologica de Maria Antonia Iglesias ha dicho que "ha aumentado el paro, pero esta dejando de crecer y se esta frenando la tendencia".




Teniendo en cuenta que aumentar=crecer la frase tiene el dificil merito de encaramerse en el top-10 de gilipolleces dichas por un sociata.



Y es que, como el rojerio sociata es analfabeto, la Pajote tiene problemas para asimilar el concepto matematico de velocidad y aceleracion de una magnitud, o lo que es lo mismo, de derivada primera y derivada segunda de una funcion (o para ser puristas, siendo el paro una magnitud discreta, estariamos hablando de cocientes diferenciales -o incrementales- en vez de derivadas).



El paro aumenta y crece. Lo que hace es decelerarse, es decir, crece a menos velocidad. Y eso, queridos analfabetos del rojerio, no tiene nada que ver con la "tendencia", que es la evolucion de la magnitud corregida de variaciones a corto plazo, es decir, la funcion matematica filtrada "paso-bajo" -de componentes de alta frecuencia-.

En todo caso, la Pajote no es sino otro ejemplo de la enorme cualificacion y extrema preparacion del equipo gestor de Zapatero -Pepino Blando, Bachiller Montilla, Bibiana Aido, Maleni, y la Pajote- en el partido y en el gobierno. Y es que, desde luego, hay que rebuscar a conciencia en el basurero de la militancia socialista para encontrar analfabetos de semejante calibre.

martes, 5 de enero de 2010

Carta de un español, uno de los últimos. Año 2015



"Yo, que mañana he de morir, escribo estas letras a la luz de una antorcha esperando que amanezca. Contemplo el resplandor de las estrellas, y su brillo es muy diferente de la lobreguez que envuelve a los cadáveres que se extienden frente a mí, los mismos que tiñen de rojo el barro que piso y cuyo olor acre me repugna tanto como saber que mañana yo seré uno más entre ellos.

Yo,Javier, soldado español, hago guardia en el desfiladero de Despeñaperros , sé que hoy nos han rodeado, y que este lugar será mi tumba y al pensarlo mi estómago se encoge de frío, como si la gelidez de la muerte quisiera invadir ya mi cuerpo.

Por eso escribo con mi letra menuda, y al hacerlo mis manos dejan de temblar y siento que mis temores se difuminan. No, no intentar huir al resguardo de la oscuridad, en su lugar escribo y estas letras hablarán por mí cuando yo esté muerto, ellas explicarán por qué acepto mi destino; sí, serán ellas las que darán cuenta de los motivos de los que aquí esperan la muerte.

De nosotros, los españoles, dicen que somos hombres justos, que fuimos elegidos entre aquellos que más despreciaban las riquezas y el lujo, y que nunca nos hemos dejado corromper por el oro, pero en verdad yo os digo que quien dice esto miente.

En Amberes vimos por primera vez oro y plata en abundancia y nos arrojamos sobre él ansiosos de botín, pero al poco vimos al hermano pelear con el hermano por una copa de plata, o a hombres que habían luchado codo con codo disputar por una esclava de ojos verdes.

Nuestro capitán nos vio poseídos por la codicia y nos convocó en la plaza central, allí arrojó lo que le había correspondido al suelo y dijo “Ahí tenéis mi parte, mataos por ella”.

Los trescientos hombres de su compañía nos avergonzamos y nos desprendimos de nuestras riquezas de igual manera. Desde esa noche abandonamos los palacios de mármol y dormimos fuera de la ciudad, al cobijo de nuestras tiendas de lino. Todos los hombres del ejército de España nos alabaron y dijeron: “Estos son hombres justos que no se dejan corromper”, pero se repartieron nuestro oro y a nosotros no nos importó, porque habíamos visto el precio de la opulencia y nos pareció tan alto que ni uno sólo de los trescientos tuvo ánimo para permanecer en la ciudad. Por eso, cuando distinguimos a Mohammed VI en la colina vestido de seda engarzada con piedras preciosas, le despreciamos.

Sin embargo, aquella misma tarde nos ofreció un carro cargado de oro a cambio de dejar el paso franco y nosotros sentimos de nuevo el gusano de la codicia en nuestro interior y creo que nadie se vio libre de desear esas riquezas y abandonar el desfiladero y vivir, pero nuestro capitán se puso frente a nosotros. Él nos conoce y por eso no habló de honor, gloria, o patria, porque sabía que en esta ocasión esos términos sonarían huecos a nuestros oídos frente a la palabra vida.

“Quizás alguno todavía desea vivir en Amberes”, dijo, “el que quiera puede coger su parte y abandonarme. Al que lo haga le recomiendo que cargue mucho oro para olvidar el rostro de los amigos que deja atrás y le hará falta aún más para olvidar la sangre de los que morirán por su traición más allá del desfiladero”. Eso dijo, y luego guardó silencio, y nadie se movió y ni uno sólo de nosotros arrojó las armas y por un momento, sólo por un momento, nos regocijamos de estar allí junto a nuestro capitán. Así fue, y quien diga lo contrario merece la muerte.

De nosotros, los españoles, dicen que somos hombres de gran valor, que no tememos la muerte y despreciamos el filo de las armas de los enemigos.

Yo, en verdad os digo, que quien dice esto miente, que al ver las filas del enemigo erizadas de armas se nos encoge el corazón y tememos el corte del acero y el dolor de las heridas, pero mucho peor que este dolor nos parece sufrir el desprecio del amigo que combate a nuestro lado, la vergüenza de la mujer que espera nuestro regreso, o el repudio del anciano que un día luchó por nosotros.

Por todo eso dominamos nuestros temores y luchamos poseídos de una furia salvaje que resplandece en nuestros ojos, pero esa mirada no es de odio al enemigo, sino de espanto por saber que la parca camina siempre a nuestro lado y que cualquiera puede ser el próximo. Así es, y quien diga lo contrario merece la muerte. De nosotros, los españoles, dicen que somos hombres leales y luchamos por la libertad de los ciudadanos de Hispania, y por el rey, pero en verdad yo os digo que quien dice esto miente.

Mañana al amanecer embrazaremos nuestros escudos y, tras calar las bayonetas, se escucharán nuestros himnos de guerra resonar en el desfiladero y cargaremos contra las hordas de los bárbaros infieles. Yo avanzaré hombro con hombro ocupando mi puesto en la comapññía cerrada y sentiré el calor, la luz del sol, el olor del hierro, el sudor de los hombres, sabiendo que todo eso lo haré por última vez.

Y mi bayoneta se llenará de sangre y mataré diez bárbaros, o cien, o mil, pero esto valdrá de poco, por que mi vientre será atravesado por el fuego del enemigo y moriré, pero no lo haré‚ por la libertad de los españoles, ni por la justicia y ni el rey, ni siquiera moriré por España.

Moriré por no verme esclavo, arrastrando la cadena de la servidumbre por los desiertos de Arabia; moriré por vengar a Manuel, mi amigo, al que vi caer ayer atravesado por una flecha egipcia; moriré junto a Lu´s, que me ha cubierto el flanco con su escudo en diez batallas, y mañana me lo cubrirá por última vez; moriré por mi capitán, que nos conduce a la muerte, pero al que le estamos agradecidos por que antes hizo de nosotros hombres.

Mañana, cuando la noche caiga, de los últimos españoles sólo quedará un grupo de cuerpos sin vida, y después un puñado de huesos, y después un puñado de polvo, y después nada.

Quizás entonces, cuando se haya olvidado el nombre de España, e incluso el vasto imperio del del falso profeta haya sucumbido al olvido, alguien recordará nuestro sacrificio y verá que por nuestra muerte fuimos justos, valientes y leales, y todo lo que no llegamos a ser en vida, y entonces dirá: “los últimos españoles murieron hace mucho, pero su recuerdo permanece inmortal”. Así será, y quien diga lo contrario merecerá la muerte. "

sábado, 2 de enero de 2010

Principio de nuestra libertad,




Hoy celebramos la Toma de Granada por nuestros grandes Reyes Católicos Isabel y Fernando, un 2 de enero de 1492. Se ponía fin así, Dios mediante, a casi ocho siglos de usurpación musulmana del suelo patrio.

Hoy es el verdadero día de España, hoy es el día de la Patria: tanta sangre derramada, tantas generaciones caídas en los campos de batalla, por un solo ideal: devolver a España la Cruz.

¡Vivan los Reyes Católicos!
¡Viva siempre España!

América es la obra clásica de España




Nota: Esta es la primera entrada de una serie que forman los cinco próximos escritos.

América es de ayer; pero ayer es, para la historia, el lapso de cuatro siglos y medio que nos separan de su descubrimiento. Y, no obstante, la emoción histórica de este momento en que un continente vastísimo surge de entre mares inmensos, cabeza y pies adentrados en los polos opuestos de la tierra, poblado por razas desconocidas, con sus mil lenguas y sus dioses incontables, con climas que corren desde las zona tórrida a los hielos polares; esta emoción, digo, y el ideal que de ella pudo nacer, ya no hace vibrar el alma del mundo. Es que el mundo, egoísta, ha preferido echarse sobre las Américas con ansia de mercader –iba a decir con hambre de Sancho– y no a sopesar y encauzar, con alma hidalga, los valores espirituales del magno acontecimiento.

Este es el fondo único de todos los problemas del americanismo: el concepto materialista o espiritualista de la vida y de la historia. Tal vez la humanidad hubiese cantado con mejor plectro el hecho inmortal, si no hubiera sido España, la entonces envidiada y temida, hoy la cenicienta de Europa, la que arrancó al Atlántico sus seculares secretos. Quizá hubiera sido mayor la gloria, para las Américas y para la historia, si no se hubiese torcido el movimiento inicial de la conquista, espiritualista ante todo.

Y, no obstante, el hecho está ahí, el más trascendental de la historia; y ésta pide una interpretación y una aplicación legítima del hecho. Porque «la mayor cosa después de la creación del mundo –le decía Gómara a Carlos V– sacando la encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de las Indias». Colón descubriendo las de Occidente y Vasco de Gama las del Oriente, son los dos brazos que tendió Iberia sobre el mar, con los que ciñó [199] toda la redondez del globo. «El mundo es mío, pudo decir el hombre, con todas sus tierras, sus tesoros y sus misterios; y este mundo que Dios crió y redimió, yo lo he de devolver a Dios.» Este fué el hecho, y este debió ser el ideal. La grandeza del hecho la cantaba Camoens cuando decía:

Del Tajo a China el portugués impera
De un polo a otro el castellano boga
Y ambos extremos de la terrestre esfera
Dependen de Sevilla o de Lisboa.

El ideal lo proclamaba la gran Isabel la Católica en su lecho de muerte, cuando dictaba al escribano real su testamento: «Atraer los pueblos de Indias y convertirlos a la Santa Fe Católica.» Nuestro gran Lope pondrá más tarde este doble ideal en boca del conquistador de Méjico:

Al Rey, infinitas tierras,
A Dios, infinitas almas.

Dejemos a los hermanos de Portugal sus legítimas glorias. A España le corresponde la mayor y la mejor, porque Colón fué el Adelantado de los mares, a quien siguió la pléyade de navegantes a él posteriores, y porque les arrancó el más rico de los mundos. Y esta gloria de Colón es la gloria de España, porque España y Colón están como consustanciados en el momento inicial del hallazgo de las Américas, y porque, cuando el genio del gran navegante terminó su misión de descubridor, España siguió, un siglo tras otro, la obra de la conquista material y moral del Nuevo Mundo.

¡Excelsos destinos los de España en la historia, señores! Dios quiso probarla con el hierro y el fuego de la invasión sarracena; ocho siglos fué el baluarte cuya resistencia salvó la cristiandad de Europa; y Dios premió el esfuerzo gigante dando a nuestro pueblo un alma recia, fortalecida en la lucha, fundida en el troquel de un ideal único, con el temple que da al espíritu el sobrenaturalismo cristiano profesado como ley de la vida y de la historia patria. El mismo año en que terminaba en Granada la reconquista del solar patrio, daba España el gran salto transoceánico y empalmaba la más heroica de las reconquistas con la conquista más trascendental de la historia. [200]

Ningún pueblo mejor preparado que el español. La convivencia con árabes y judíos había llevado las ciencias geodésica y náutica a un esplendor extraordinario, hasta el punto de que las naciones del Norte de Europa mandaban sus navegantes a España para aprender en instituciones como el Colegio de Cómitres y la Universidad de los Mareantes, de Sevilla. Libre España de la pesadilla del sarraceno, sabia en el arte de correr mares, situada en la punta occidental de Europa, con una Reina que encarnaba todas las virtudes de la raza: fe, valor, espíritu de proselitismo cristiano, recibe la visita de Colón, desahuciado en Génova y Portugal. Y España, que podía haber dedicado su esfuerzo a restañar sus heridas y a reconstruir su rota hacienda y a reorganizar los cuadros de sus instituciones civiles y políticas, oye a Colón, cree en sus ensueños, que otra cosa no eran cuando su primera ruta, fleta sus famosas carabelas y envía sus hombres a que rasguen con su pecho de bronce las tinieblas del Atlántico. Y hoy se cumplen cuatrocientos cuarenta y dos años desde que las proas de las naves españolas besaban en nombre de España esta tierra virgen de América. Tendido quedaba el puente entre ambos continentes.

América es la obra de España por derecho de invención. Colón, sin España, es genio sin alas. Sólo España pudo incubar y dar vida al pensamiento del gran navegante, que luchó con nosotros en Granada; a quien ampararon los Medinaceli, a quien alentó en la Rábida el P. Marchena, a quien dispensó eficaz protección mi insigne predecesor el gran Cardenal Mendoza; que halló un corazón como el de Isabel y hombres bravos para saltar de Palos a San Salvador. Sin España no hubiese pasado de sueño de poeta o de remembranza de una vieja tradición la palabra de Séneca: «Algunos siglos más, y el océano abrirá sus barreras: una vasta comarca será descubierta, un mundo nuevo aparecerá al otro lado de los mares, y Tule no será el límite del universo.»

Al descubrimiento sigue la conquista. Cuando se funda –ha dicho alguien– no se sabe lo que se funda. Cuando España, el día del Pilar de 1492, abordaba en las playas de San Salvador, no sabe que tiene a uno y otro lado de sus naves diez mil kilómetros de costa y un continente con cuarenta millones de kilómetros cuadrados. Ignora que lo pueblan millones de seres humanos, partidos en cien castas, con una manigua de idiomas más distintos entre [201] sí que los más diversos idiomas de Europa. No sabe que la antropofagia, la sodomía, los sacrificios humanos, son las grandes lacras de Aztecas y Pieles Rojas, Caribes y Guaraníes, Quechuas, Araucanos y Diaguitas. No importa: España es pródiga, no cicatera; tiene el ideal a la altura de su pensamiento cristiano; no mide sus empresas por sus ventajas, y se lanzará con toda su alma a la conquista del Nuevo Mundo.

Imposible hablar de la conquista y colonización de América. Una epopeya de tres siglos no cabe en una frase; y la obra de España en América es más que una epopeya: es una creación inmensa, en la que no se sabe qué admirar más, si el genio militar de unos capitanes que, como Cortés, conquistan con un puñado de irregulares un imperio como Europa, o el espíritu de abnegación con que Pizarro, el porquerizo extremeño, vencido por la calentura, traza con su puñal una línea y les dice a sus soldados, que quieren disuadirle de la conquista: «De esta raya para arriba, están la comodidad y el Panamá; para abajo, están las hambres y los sufrimientos, pero al fin, el Perú»; o el valor invicto de aquellos pocos españoles que sojuzgan a los indios del Plata, «altos como jayanes –dice la historia–, tan ligeros que, yendo a pie, cogen un venado, que comen carne humana y viven ciento cincuenta años», fundando la ciudad de Santa María del Buen Aire, hoy la Buenos Aires excelsa; o el celo de Obispos y misioneros que abren la dura alma de aquellos salvajes e inoculan en ella la santa suavidad del Evangelio; o el genio de la agricultura, que aclimata en estas tierras las plantas alimenticias de Europa, que llevarán la regeneración fisiológica a aquellas razas y que hoy son la mayor riqueza del mundo; o el afán de cultura que sembró de escuelas y universidades estos países y que hacía llenar de libros las bodegas de nuestros buques; o aquel profundo espíritu, saturado de humanidad y caridad cristiana, con que el Consejo de Indias, año tras año, elaboró ese código inmortal de las llamadas Leyes de Indias, de las que puede decirse que nunca, en ninguna legislación, rayó tan alto el sentido de Justicia, ni se hermanó tan bellamente con el de la utilidad social del pueblo conquistado.

Se ha acusado a España de codicia en la obra de la conquista: Auri rabida sitis –decía en frase exagerada Pedro Mártir– a cultura hispanos avertit. España, no; muchos españoles, sí, vinieron [202] a las Américas tras el cebo del oro; como acá vinieron muchos extranjeros mezclados con las expediciones españolas; como muchos otros, piratas, para quienes era mucho más cómodo desvalijar los galeones que regresaban a España con el botín. Pero el oro vino más tarde; antes tuvieron que pasar los españoles por la dura prueba de la miseria y del clima tropical que los diezmaba.

¡Que los españoles fueron crueles! Muchos lo fueron, sin duda; pero ved que la dureza del soldado, lejos de su patria y ante ingentes masas de indígenas, había de suplir el número y las armas de que carecía. Y ved que la primera sangre derramada sobre aquella tierra virgen, es la de los treinta y nueve españoles de la Santa María, primeros colonos de América, sacrificados por los indios de la Española.

La obra de España en América está hoy por encima de las exageraciones domésticas de Las Casas y de las cicaterías de la envidia extranjera. Es inútil, ni cabe en un discurso, reducir a estadísticas lo que acá se hizo, en poco más de un siglo, en todos los órdenes de la civilización. Al esfuerzo español surgieron, como por ensalmo, las ciudades, desde Méjico a Tierra del Fuego, con la típica plaza española y el templo, rematado en Cruz, que dominaba los poblados. Fundáronse universidades que llegaron a ser famosas, en Méjico y Perú, en Santa Fe de Bogotá, en Lima y en Córdoba de Tucumán, que atraía a la juventud del Río de la Plata. Con la ciencia florecían las artes; la arquitectura reproduce la forma meridional de nuestras construcciones, pero recibe la impresión del genio de la raza nueva; y el gótico, el mudéjar, el plateresco y el barroco de Castilla, León y Extremadura, logran un aire indígena al trasplantarse a las florecientes ciudades del Nuevo Mundo. La pintura y la escultura florecen en Méjico y Quito, formando escuela; trabajan los pintores españoles para las iglesias de América, y particulares opulentos legan sus colecciones de cuadros a las ciudades americanas. Fomentan la expansión de la cultura la sabia administración de Virreyes y Obispos, las Audiencias, castillo roquero de la justicia cristiana, los Cabildos y encomiendas, que forman paulatinamente un pueblo que es un trasunto del pueblo colonizador.

Porque esta es la característica de la obra de España en América: darse toda, y darlo todo, haciendo sacrificios inmensos que [203] tal vez trunquen en los siglos futuros su propia historia, para que los pueblos aborígenes se den todos y lo den todo a España; resultando de este sacrificio mutuo una España nueva, con la misma alma de la vieja España, pero con distinto sello y matiz en cada una de las grandes demarcaciones territoriales.

Yo no sé si os habéis fijado en estas rollizas matronas que nos legó el arte del Renacimiento y que representan la virtud de la caridad: al aire los senos opulentos, de los que cuelgan mofletudos rorros, mientras otros, a los pies de la madre o asomando por encima de sus hombros, aguardan su turno para chupar el dulce néctar. Es España que hizo más que ninguna madre; porque engendró y nutrió, para la civilización y para Dios, a veinte naciones mellizas, que no la dejaron, ni las dejó hasta que ellas lograron vida opulenta y ella quedó exangüe.

Porque la obra de España ha sido, más que de plasmación, como el artista lo hace con su obra, de verdadera fusión, para que ni España pudiese ya vivir en lo futuro sin sus Américas, ni las naciones americanas pudiesen, aun queriendo, arrancar la huella profunda que la madre las dejó al besarlas, porque fué un beso de tres siglos, con el que la transfundió su propia alma.

Fusión de sangre, porque España hizo con los aborígenes lo que ninguna nación del mundo hiciera con los pueblos conquistados: cohibir el embarque de españolas solteras para que el español casara con mujeres indígenas, naciendo así la raza criolla, en la que, como en Garcilaso de la Vega, tipo representativo del nuevo pueblo que surgía en estos países vírgenes, la robustez del alma española levantaba a su nivel a la débil raza india. Y el español, que en su propio solar negó a judíos y árabes la púrpura brillante de su sangre, no tuvo empacho de amasarla con la sangre india, para que la vida nueva de América fuera, con toda la fuerza de la palabra, vida hispanoamericana. Ved la distancia que separa a España de los sajones, y a los indios de Sudamérica de los pieles rojas.

Fusión de lengua en esta labor pacientísima con que los misioneros ponían en el alma y en los labios de los indígenas el habla castellana, y absorbían al mismo tiempo –sobre todo de labios de los niños de las Doctrinas– el abstruso vocabulario de cerca de doscientas, no lenguas, sino ramas de lenguas que se hablaban en el vastísimo continente. Gramáticas, Diccionarios, Doctrinas, [204] Confesionarios y Sermonarios, elaborados con amor de madre y paciencia benedictina, fueron la llave que franqueó a los españoles el secreto de las razas aborígenes y que permitió a éstas entrar en el alma de la madre España. Y paulatinamente se hizo el milagro de una Babel a la inversa, trocándose un pueblo de mil lenguas en una tierra que, valiéndome de la frase bíblica, no tenía más que un labio y una lengua, en la que se entendieron todos. Era la lengua ubérrima, dulce, clara y fuerte de Castilla.

Con la fusión de lengua vino la fusión, mejor, la transfusión de la religión. Porque el español, hasta el aventurero, llevaba a Jesucristo en el fondo de su alma y en la médula de su vida, y era por naturaleza un apóstol de su fe. Se ha dicho que el conquistador español, mostrando al indio con la izquierda un Crucifijo y blandiendo en su diestra una espada, le decía: «Cree o mueres.» ¡Mentira! Esto puede denunciar un abuso, no un sistema. La palabra cálida de los misioneros, su celo encendido y sus trazas divinas, su amor inexhausto a los pobres indios fueron, por la gracia, los que arrancaron al alma india de sus supersticiones horribles y la pusieron a los pies del Dios Crucificado.

Y a todo esto siguió la transfusión del ideal: el ideal personal del hombre libre, que no se ha hecho para ser sacrificado ante ningún hombre ni siquiera ante ningún dios, sino que se vale de su libertad para hacer de sí mismo un dios, por la imitación del Hombre-Dios. Y el ideal social, que consiste en armonizarlo todo alrededor de Dios, el Super Omnia Deus, para producir en el mundo el orden y el bienestar y ayudar al hombre a la conquista de Dios.

Esto es la suma de la civilización, y esto es lo que hizo España en estas Indias. Hizo más que Roma al conquistar su vasto imperio; porque Roma hizo pueblos esclavos, y España les dio la verdadera libertad. Roma dividió el mundo en romanos y bárbaros; España hizo surgir un mundo de hombres a quienes nuestros Reyes llamaron hijos y hermanos. Roma levantó un Panteón para honrar a los ídolos del Imperio; España hizo del panteón horrible de esta América un templo al único Dios verdadero. Si Roma fué el pueblo de las construcciones ingentes, obra de romanos hicieron los españoles en rutas y puentes que, al decir de un inglés hablando de las rutas andinas, compiten con las modernas de San Gotardo; y si Roma pudo concentrar en sus códigos la luz del derecho natural, [205] España dictó este Cuerpo de las seis mil leyes de Indias, monumento de justicia cristiana, en que compite la grandeza del genio con el corazón inmenso del legislador.

Tal es la América que hizo España; una extensión de su propio ser, logrado con el esfuerzo más grande que ha conocido la Historia: Nueva España, Nueva Granada, Nueva Extremadura, Nueva Andalucía, Nueva Toledo, son la réplica, aquende el Atlántico, de la España vieja, su verdadera madre. Y a tal punto llegó el amor de esta madre que, como dice un historiador francés, todo su afán fué modificar sus leyes con el designio de hacer a sus nuevos vasallos más felices que a los propios españoles.

La obra de España, obra de catolicismo

Yo debiera demostraros ahora que la obra de España fué, antes que todo, obra de catolicismo. No es necesario. Aquí está el hecho, colosal. Al siglo de empezada la conquista, América era virtualmente cristiana. La Cruz señoreaba, con el pendón de Castilla, las vastísimas regiones que se extienden de Méjico a la Patagonia; cesaban los sacrificios humanos y las supersticiones horrendas; templos magníficos cobijaban bajo sus bóvedas a aquellos pueblos, antes bárbaros, y germinaban en nuevos y dilatados países las virtudes del Evangelio. Jesucristo había triplicado su reino en la tierra.

Porque España fué un Estado misionero antes que conquistador. Si utilizó la espada fué para que, sin violencia, pasara triunfante la Cruz. La tónica de la conquista la daba Isabel la Católica, cuando a la hora de su muerte dictaba al escribano real estas palabras: «Nuestra principal intención fué de procurar atraer a los pueblos dellas (de las Indias) e los convertir a Nuestra santa fe catholica.» La daba Carlos V cuando, al despedir a los Prelados de Panamá y Cartagena, les decía: «Mirad que os he echado aquellas ánimas a cuestas; parad mientes que deis cuenta dellas a Dios, y me descarguéis a mí.» La dieron todos los Monarcas en frases [206] que suscribiría el más ardoroso misionero de nuestra fe. La daban las leyes de Indias, cuyo pensamiento oscila entre estas dos grandes preocupaciones: la enseñanza del cristianismo y la defensa de los aborígenes.

España mandó a América lo más selecto de sus misioneros. Franciscanos, Dominicos, Agustinos, Jesuítas, acá enviaron hombres de talla y de fama europea. Los nombres de Fray Juan de Gaona, una de las primeras glorias de la iglesia americana; de Fray Francisco de Bustamante, uno de los grandes predicadores de su tiempo; Fray Alonso de Veracruz, teólogo eminente; todos ellos eran de alto abolengo, o por la sangre o por las letras, y dejaban una Europa que les hubiera levantado sobre las alas de la fama.

Los mismos conquistadores se distinguieron tanto por su genio militar como por su alma de apóstoles. Pizarro, que funda la ciudad de Cuzco «en acrescentamiento de nuestra sancta fee catholica»; Balboa, que al descubrir el Pacífico, que no habían visto ojos de hombre blanco, desde las alturas andinas, hinca su rodillas y bendice a Jesucristo y a su Madre y espera para Dios la conquista de aquellas tierras y mares; Menéndez de Avilés, el conquistador de la Florida, que promete emplear todo lo que fuere y tuviere «para meter el Evangelio en aquellas tierras», y otros cien, no hicieron más que seguir el espíritu de Colón al desembarcar por vez primera en San Salvador: «Yo –dice el Almirante–, porque nos tuvieran mucha amistad, porque conocí que era gente que mejor se convertiría a nuestra Santa Fe con amor que no por fuerza, les di unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían al pescuezo.»

La misma nomenclatura de ciudades y comarcas, con la que se formaría un extenso santoral; las sumas enormes que al erario español costaron las misiones y que el P. Bayle hace montar, en tres siglos, a seiscientos millones de pesetas; esta devoción profunda de América a la Madre de Dios, en especial bajo la advocación de Guadalupe, trasplantada de la diócesis de Toledo a las Américas por los conquistadores extremeños; y –¿qué más?– esta tenacidad con que la América española, desde Méjico, la mártir, hasta el Cabo de Hornos, sostiene la vieja fe contra la tiranía y las sectas, [207] por encima del huracán del laicismo racionalista, ¿qué otra cosa es más que argumento invicto de que la forma sustancial de la obra de España en América fué la fe católica? Arrancadla de España y América, y no digo que nos quedamos sin la llave de nuestra historia, acá y allá, sino que nos falta hasta el secreto del descubrimiento del Nuevo Mundo, que arrancó de los ignotos mares España, misionera antes que conquistadora, en el pensamiento político del Estado.

Y faltará el secreto de la raza, de la hispanidad, que, o es palabra vacía, o es la síntesis de todos los valores espirituales que, con el catolicismo, forman el patrimonio de los pueblos hispanoamericanos.

América es obra nuestra; esta obra es esencialmente de catolicismo. Luego hay relación de igualdad entre raza o hispanidad y catolicismo. Vamos a señalar las orientaciones viables en el sentido de formación del espíritu de hispanidad. Pero antes respondamos a algunos

Reparos que a España pueden hacerse en sus campañas por la hispanidad

¡Difícil cometido sostener la bandera de España en pro de la hispanidad! No somos ya lo que fuimos; en nuestra misma casa parecen haber sufrido grave derrota los principios fundamentales de la hispanidad. Empeñarse hoy un español en hacer raza podría parecer invitación a desvalorizar los grandes factores de la vida de un pueblo: tradición, historia, patriotismo verdadero, y, sobre todo, este algo divino sin lo que ningún pueblo vive vida digna, la religión; este algo soberanamente divino, Jesucristo y su Evangelio, que han hecho de Europa lo que ni soñar pudieron Grecia o Roma y que ha merecido el repudio oficial en España. Ya podéis suponer que le sangra el corazón a un Obispo español que, lejos de su patria, tiene que hacer esta confesión tremenda.

Y por la parte de América, se nos ofrece a primera vista un amasijo formidable de naciones, de razas, de tendencias diversas que se traducen en rivalidades y recelos, de lenguas y civilizaciones [208] distintas que hacen de esta bellísima tierra que corre de las Antillas a Magallanes, una Babel más complicada que la del Senaar. Yo no sé quién ha hablado de los «Estados desunidos de la América del Sur»; y en un periódico español se ha escrito que el nombre de América es algo serio y sustancial para el mundo moderno, pero que debe referirse a los Estados Unidos, pues todo lo demás, dice, «es un revoltillo de españoles, portugueses, indios, negros y loros».

Las objeciones son formidables, pero denuncian algo accidental en España y América, no un defecto medular que, acá y allá, haga inútil todo esfuerzo de hispanización.

Cuanto a España, confesemos un hecho: la desviación, hace ya dos siglos, de nuestra trayectoria racial. Desde que, con el último de los Austrias, nuestro espíritu nacional polarizó en sentido centrífugo, haciendo rumbo a París, toda tendencia espiritual –filosofía y política, leyes y costumbres–, hemos ido perdiendo paulatinamente las esencias del alma española, y hemos abrumado con baratijas forasteras el traje señoril de la matrona España.

Confesemos todavía otro hecho, que no es más que la culminación explosiva de este espíritu extranjerizante: me refiero a nuestra revolución, de la que yo no quiero decir mal, porque no cabe hablar mal de la casa propia en la ajena, y menos cuando la pobre madre, por culpa de los hijos, se halla en trance de dolencia grave. Yo no creo que ningún español deje de querer bien a su patria, aunque haya cariños que puedan matarla. Yo prefiero creer que muchos de mis hermanos de patria andan equivocados, antes de creer en la existencia de malos patriotas: es más verosímil, porque es más humano, un desviado mental que un parricida.

Pero España resurgirá. No aludo a ningún mesianismo, ni a ningún espasmo de orden político o social. Resurgirá porque las fuerzas latentes de su espíritu, los valores que cien generaciones cristianas han depositado en el fondo del alma nacional, vencerán la resistencia de esta costra de escorias que la oprimen, y saldrá otra vez a la superficie de la vida social el oro puro de nuestra alma añeja, la del catolicismo a machamartillo, la del sentido de jerarquía, más arraigado en España que en ninguna otra nación del mundo, la de los nobles ideales, la que ha cristalizado en obras e instituciones que nos pusieron a la cabeza de Europa. [209]

Cuanto a América, no es un amasijo. Lo fuera si sus elementos estuvieran destrabados. Si así fuera, perecería en el caos de luchas fratricidas, o seria aventada, en frase de la Escritura, como el polvo del camino. Pero América, con toda la complejidad de sus nacionalismos, de sus razas, de sus aspiraciones, de las facetas múltiples de su espíritu, se asienta en el subsuelo uniforme de la espiritualidad que hace cuatro siglos la inoculó la Madre España.

Y ahí tenéis, anticipándome a la prueba positiva de mi tesis, el factor esencial de la unidad hispanoamericana: el espiritualismo español, este profundo espíritu católico que, porque es católico, puede ser universal, pero que, matizado por el temperamento y la historia, por el cielo y el suelo, por el genio de la ciencia y del arte, constituye un hecho diferencial dentro de la unidad de la catolicidad, y que se ha transfundido a veinte naciones de América. Vosotros conocéis el fenómeno geológico de estas formaciones rocosas que emergen en la tierra firme de países separados por el mar, con iguales caracteres químicos y morfológicos, y que se dan la mano y se solidarizan por debajo de las aguas del océano; esto ocurre con vuestra patria y la mía; las aguas de cien revoluciones y evoluciones han cubierto las bajas superficies, y hemos quedado en la apariencia separados; pero allá, en España, y acá, en América, asoman los picachos de esta cordillera secular que nos unifica; es la cordillera de nuestra espiritualidad idéntica; son los picachos, las altas cumbres de los principios cristianos, coloreados por el sol de una misma historia y que a través de tierras y siglos nos consienten darnos el abrazo de fraternidad hispana.

Yo no hablaría con la lealtad que os he prometido si no resolviera otra objeción. ¿Por qué, diréis, nos habla España de unificación en la hispanidad, cuando los hijos de España desgarran su propia unidad? Aludo, claro, al fenómeno de los regionalismos más o menos separatistas, que se han agudizado con nuestro cambio de régimen político y que pudiera dañar el mismo corazón de la hispanidad.

Pero éste es pleito doméstico; pleito que tiene su natural razón de ser en lo que se ha llamado hecho diferencial, no de las [210] razas hispanas, que no hay más que una, producto de veinte siglos de historia en que se han fundido todas las diferencias étnicas, de sangre y de espíritu, de los pueblos invasores, sino de cultura, de temperamento, de atavismos históricos; pero que se han agudizado por desaciertos políticos pasados y presentes y tal vez por la acción clandestina de fuerzas internacionales ocultas, que tratan para sus fines de balcanizar a España, rompiendo a la vez el molde político y religioso en que se vació nuestra unidad nacional.

Pero esto pasará. Pasará por el desengaño o el cansancio de los inquietos, o porque el buen sentido de los pueblos y la prudencia de los gobernantes hayan encontrado el punto de equilibrio que consienta el libre juego de la vida regional dentro de la unidad de la gran patria. Yo creo que, salvando algunas cabezas alocadas por esta fiebre chauvinista, no hay español que no sepa que España no puede partirse en piezas sin que éstas, tarde o temprano, entren en la órbita de atracción de otro mundo político, de otro Estado, y a esto no se avendrá jamás ningún buen español.

Y siempre quedará, en el fondo de nuestra patria, el primer factor de hispanidad, que si ha podido ser el alma política de Castilla, acrecida en su fuerza por el alma de todas las regiones que han colaborado con ella, pero en lo más sustantivo es este espíritu católico, más amplio y más profundo que toda forma política, que ha unificado en forma específica nuestra vida social y que será el molde perdurable de la hispanidad.

Ni es obstáculo a la unificación espiritual de los pueblos hispanoamericanos el hecho histórico de la lucha por la independencia de estas Repúblicas, que hubiese podido dejar un sedimento, cuando no de odios, de resquemores, hijos de pasadas querellas. El fin del imperio español en América –lo ha demostrado André en un libro así rotulado– no se debió al ansia de libertad de unos pueblos esclavizados por la metrópoli, sino a una serie de factores históricos e ideológicos que hicieron desprenderse, casi por propia gravedad y sin violencias, a las hijas mayores, del seno de la madre, como caen del árbol, por su propio peso, los frutos maduros de otoño.

Porque lo que sostuvo nuestro imperio colonial en su unidad política, fueron los principios espirituales que en su origen informaron a la colonia y a la metrópoli, es decir, la religión y la [211] autoridad de los monarcas. El siglo XVIII fué fatal para estos principios: el ateísmo de la Enciclopedia y la revolución demagógica entraron en América de matute con los cargamentos españoles; la vieja hispanidad se tornó poco a poco francófila; Madrid fué suplantado por Versalles; el Evangelio, por la Enciclopedia; el viejo respeto a la autoridad del Rey, por el prurito de tantear nuevas formas democráticas de gobierno.

De aquí la guerra civil entre los mismos americanos, que se dividieron ante los hechos y las ideas de Europa, especialmente ante la terrible explosión revolucionaria de la Convención y ante la invasión napoleónica de España, que quedó sin Rey y determinó un movimiento instintivo de justo temor y de concentración en sí mismas en las hoy Repúblicas americanas.

Y se guerreó acá, no contra España, ni contra la Religión, ni en pro de los principios revolucionarios de Francia o de los Derechos del Hombre, sino por un Rey o por otro, por una u otra forma política de gobierno, siempre, o casi siempre, para salvaguardar la personalidad y la independencia política de estas naciones. Recordad que en Quito empieza la guerra un Obispo al grito de «¡Viva el Rey!»; que en Méjico se lucha contra el parlamentarismo liberal, dueño de España; y que cuando en 1816 el Congreso de Tucumán proclamó la independencia argentina, de los 29 votantes, 15 eran curas y frailes, y que el voto de un fraile decidió el empate en favor de la República.

Y al par de estas causas generales que determinaron la independencia, otras que derivaron, como el lodo de los polvos, de aquella conmoción de los espíritus: el parlamentarismo de las Cortes de Cádiz, en que cien veces quedaron defraudados y humillados los diputados por América; la codicia de los ex ricos, o de los que querían serlo por vez primera, que acá vinieron a llenar sus bolsillos sin vaciar sus pensamientos y su alma para ir tejiendo la historia de la maternidad de España, que empezaba a salir de su vieja trayectoria para formar este ángulo abierto, que se agranda hace ya más de un siglo; la expulsión insensata de los jesuítas, vínculo de unión con la patria, institución venerada por los indígenas, que sufrieron como propio el golpe de la Compañía y aprendieron a pagar el agravio con el rencor; la derogación de la ley de Indias, que concedía nobleza al criollo, no por la sangre de sus abuelos, sino por las proezas de los conquistadores, rompiendo así, a pretexto [212] de la pureza de la sangre azul de la aristocracia española, un nexo que sabiamente habían creado los antiguos Monarcas; la expansión del comercio que, especialmente en Buenos Aires, aspiraba a negociar sin trabas con todo el mundo, y la francmasonería, en fin, que trabajó con denuedo por la independencia de estos pueblos para descatolizarlos más fácilmente.

Pero no hay que mirar al pasado, sino al porvenir. Canceladas quedan, con sus penas y hasta con sus glorias, las culpas de acá y de allá, y hoy la Madre España, ufana de la opulencia de sus hijas, henchido el corazón del amor con que las engendrara e hiciera fuertes, tiende a ellas sus brazos para atraerlas, con todo el respeto que le merece su gloriosa independencia política y social, y fundirlas en el viejo crisol de la pura hispanidad. Los hijos no tienen motivo para recelar de la madre.

Y sigamos removiendo obstáculos a la gran obra. Se ha llamado a este día, 12 de octubre, Día de la Raza. ¿De qué raza? ¿Qué es la raza?

Yo no sé lo que ha puesto Dios en el fondo del organismo humano y del alma humana y en el fondo, tal vez más misterioso, en que cuerpo y alma se unen en unión sustancial para formar el ser humano, que el hombre, nacido de un solo tronco, se diversifica socialmente; en el cuerpo, por determinados caracteres anatómicos; en el alma, por distintas tendencias espirituales, y en la historia, por corrientes de civilizaciones inconfundibles. Religión, lengua, literatura, arte, instintos, hasta el mismo concepto de la vida, es decir, cuanto puede llamarse proyección social del humano espíritu, todo imprime y recibe a su vez el sello de la raza. Dejemos a filósofos y antropólogos que definan y expliquen el misterio. Nosotros no podemos hacer más que definir el concepto de raza tal como lo entendemos al adoptarlo para esta fiesta, o tal como se requiere para expresar el concepto de hispanidad.

La raza, dice Maeztu, no se define ni por el color de la piel ni por la estatura ni por los caracteres anatómicos del cuerpo. Ni se contiene en unos límites geográficos o en un nivel determinado sobre el mar. La raza no es la nación, que expresa una comunidad regida por una forma de gobierno y por unas leyes; ni es la patria, que dice una especie de paternidad, de sangre, de lugar, de instituciones, de historia. La raza, decimos apuntando al ídolo del [213] racismo moderno, no es un tipo biológico definido por la soberbia propia y por el desdén a las otras razas, depurado por la selección y la higiene, con destinos transcendentales sobre todas las demás razas.

La raza, la hispanidad, es algo espiritual que trasciende sobre las diferencias biológicas y psicológicas y los conceptos de nación y patria. Si la noción de catolicidad pudiese reducirse en su ámbito y aplicarse sin peligro a una institución histórica que no fuera el catolicismo, diríamos que la hispanidad importa cierta catolicidad dentro de los grandes límites de una agrupación de naciones y de razas. Es algo espiritual, de orden divino y humano a la vez, porque comprende el factor religioso, el catolicismo en nuestro caso, por el que entroncamos con el catolicismo «católico», si así puede decirse, y los otros factores meramente humanos, la tradición, la cultura, el temperamento colectivo, la historia, calificados y matizados por el elemento religioso como factor principal; de donde resulta una civilización específica, con un origen, una forma histórica y unas tendencias que la clasifican dentro de la historia universal.

Entendida así la hispanidad, diríamos que es la proyección de la fisonomía de España fuera de sí y sobre los pueblos que integran la hispanidad. Es el temperamento español, no el temperamento fisiológico, sino el moral e histórico, que se ha transfundido a otras razas y a otras naciones y a otras tierras y las ha marcado con el sello del alma española, de la vida y de la acción española. Es el genio de España que ha incubado el genio de otras tierras y razas, y, sin desnaturalizarlo, lo ha elevado y depurado y lo ha hecho semejante a sí. Así entendemos la raza y la hispanidad.

En el cielo, dice el Apocalipsis, gentes de toda nación y raza bendicen a Dios con este himno: «Nos redimiste, Señor, con tu sangre, de toda nación, y has hecho de todos un solo reino.» Alejando toda profanidad en la aplicación, ¿por qué todas las gentes de Hispanoamérica no podrían bendecir a la Madre España y decirla: «Señora, nos sacaste un día de la idolatría y la barbarie y nos imprimiste una semejanza tuya, que aún perdura después de más de cuatro siglos? Somos la hispanidad, señora, porque si no formamos un reino único de orden político, pero tenemos idéntico espíritu, y ese espíritu es el que nos une y nos señala una ruta a seguir en la historia.» [214]

Así queda definido el problema de la hispanidad en su fórmula espiritual, y queda al mismo tiempo resuelta la dificultad que podría ofrecerse por la enorme diferencia de tipos biológicos, de cultura, de lengua, que nos ofrecen estas Américas, hasta reduciéndolas al tipo latino o hispano.

Y así definida la hispanidad, yo digo que es una tentación y un deber, para los españoles y americanos, acometer la hispanización de la América latina. Tentación, en el buen sentido, porque todo ser apetece su engrandecimiento, y América y España se brindan mutuamente, más que otros países del mundo, anchos horizontes hacia donde expansionarse. Deber, porque lo hemos contraído ante nuestra propia historia, que nos impone la obligación moral de la continuidad, so pena de errar la ruta de nuestros destinos. Hemos hecho lo más; nos queda por hacer lo menos. Hemos conquistado y colonizado y convivido en español; hemos de reconquistar nuestro propio espíritu, que va desvaneciéndose en América.

Bryce, que habla de España peor que un mal español, nos señala así nuestra posición ante América: «El primer movimiento, dice, de quien está preocupado, como lo está hoy todo el mundo, por el desenvolvimiento de los recursos naturales, es un sentimiento de contrariedad al ver que ninguna de las razas continentales de Europa, poderosas por su número y su habilidad, ha puesto las manos en la masa de América; pero tal vez sea bueno esperar y ver las nuevas condiciones del siglo que viene. Los pueblos latino-americanos pueden ser algo diferente de lo que en la actualidad aparecen a los ojos de Europa y de Norteamérica. ¿Se dará tiempo a las sociedades iberoamericanas para que hagan esta experiencia, antes que alguna de las razas occidentales, poderosas por su número o habilidad, les imponga la ley?» ¿Dictó estas palabras, decimos nosotros, el miedo a Monroe, o son un estímulo para que las razas poderosas y fuertes se resuelvan a anular nuestra influencia en América? He aquí expuestos en toda su crudeza los términos del problema: o trabajamos por la hispanidad, o somos suplantados por otros pueblos, por otras razas, más fuertes y menos perezosas.

Formas más eficaces de hacer raza y trabajar por la hispanidad


Perdonadme que reitere la palabra y el concepto de hispanidad, porque todos los valores espirituales de la América latina son originariamente españoles; porque estos valores han sido sostenidos durante tres siglos por la acción política y administrativa de España, y más aún por la acción misionera de España; y porque si los siglos pasados señalan a los pueblos sus caminos, faltaríamos a nuestra misión histórica si no hiciéramos hispanidad.

Cierto que otras naciones europeas han aportado a la América latina, sobre todo en el último siglo, su caudal de sangre, de esfuerzo, de civilización peculiar. Pero todas ellas no han dejado más que un sedimento superficial en la gran masa de la población americana; algo más denso en las modernas ciudades cosmopolitas. Pero las capas profundas de la civilización secular de estas Américas las pusimos nosotros, con la erección de sus más famosas ciudades, que se construyeron al estilo español; con los obispados y misiones, que irradiaron la vida espiritual de la Metrópoli hasta el corazón de las selvas vírgenes; con esos Cabildos o Municipios, a los que se concedieron iguales privilegios que a los de Castilla y León, institución de derecho político que no ha sido igualada en ningún país de Europa; con las Universidades, que lograron tanto lustre como las de Europa y que difundieron aquí la cultura en el mismo nivel que en el mundo viejo; en las encomiendas y reducciones, sobre todo las asombrosas reducciones del Plata, que llevaron a estos pueblos a ser tan felices como pueda haberlo sido pueblo alguno de la tierra, pudiendo parangonarse las instituciones de derecho civil y político de estos países con las conquistas de la moderna democracia, sin los peligros de la atomización de la autoridad. Sobre estos pilares se levantó la civilización americana, que, o dejará de ser lo que es, o debiera seguir por los caminos de la hispanidad.

Lo primero que hay que hacer para que España y América se encuentren y se abracen en el punto vivo que les es común, que [216] es su propia alma, es destruir la leyenda negra de una conquista inhumana y de una dominación cruel de España en América. Lo pide la verdad histórica; lo exigen las últimas investigaciones de la crítica, hecha sobre documentos auténticos del Archivo de Indias por historiadores que tal vez fueron a bucear allí para sacar testimonios contra España; lo reclama la justicia, porque la leyenda negra es un estigma que no sólo deshonra a España, sino que puede perjudicarla en sus intereses vitales –iguales, a lo menos, a los de todo el mundo– sobre estas tierras que descubrió y civilizó y de las que tal vez se la quiera desplazar.

Valen en este punto todos los recursos que no se apoyen en una falsedad o en una injusticia. Las naciones no están obligadas a la ley del Evangelio que nos manda ofrecer la mejilla sana cuando se nos ha herido en la otra. Verdad contra la mentira; la vindicación legítima contra la calumnia villana; el sol entero de nuestra gloria en América para disipar los puntos negros de nuestra gestión.

No hace mucho que en un libro publicado en una nación hermana para promover la más grande obra de civilización, que es la acción misional católica, se nos marcaba a los españoles al fuego con esta afirmación tremenda: «Acaso jamás llevó nadie el nombre de cristiano y de católico más indignamente que los conquistadores de la península Ibérica, que fueron los usurpadores y perseguidores despiadados, hasta exterminarlos, de los pobres indios. La mancha de sus nefandas empresas, no se lavará nunca.» ¿Que no se lavará? ¿Que no la ha lavado toda esta literatura abrumadora de historia, de política, de psicología, con que hombres como Humbolt, Pereyra, André, Bayle y otros cien, han pulverizado las mentiras de los adversarios del hombre español que, al decir de Nuix, coinciden todos en su animadversión contra el catolicismo? Este libro era denunciado por un eximio Prelado español al jesuíta y gran americanista Padre Bayle, y al disparo desafortunado de pobre arcabuz ha respondido el insigne escritor con el libro que acaba de salir de prensas, España en Indias, en que dispone en serie todas las baterías de la verdadera historia logrando no sólo restaurar la vieja justicia, sino que, valiéndome de sus palabras mismas, anula los nuevos ataques con las nuevas defensas.

Vale, contra las negras imputaciones, hasta el recurso del [217] «Más eres tú». Porque no basta descubrir en la historia de nuestra gestión en América el garbanzo negro, hablando en vulgar, de unos hechos que somos los primeros en condenar, sino que hay que atender a la naturaleza de la conquista, en que no pocas veces nos tocó la peor parte; al principio general de no hay guerra sin sangre, como no hay parto sin dolor: al principio más profundo de derecho, sostenido por nuestro gran Vitoria, que es lícito guerrear contra el que se opone al precepto divino de predicar el Evangelio a toda criatura, y, sobre todo, hay que comparar nuestra acción colonizadora con la de otros Estados y de otras razas.

¡Que España llevó a las Américas la violencia y el fanatismo, e Inglaterra exportó acá la libertad! ¡Qué nuestras colonias americanas vivieron entecas y pobres y las inglesas son vigorosas, hasta aventajar a la madre que las dio a luz! La historia tiene sus revueltas, y hay que esperar que diga la última palabra en cuanto al éxito definitivo de las civilizaciones del norte y del sur de América. Cuanto a procedimientos, que es lo que aquí interesa, nos remitimos a la historia de los Pieles Rojas y a la trama de La Cabaña del Tío Tom, al Memorial del P. Vermeersch, que con mejor juicio que nuestro Las Casas denuncia los abusos del Congo Belga, y a lo que nos cuentan las historias de Virginia, California y el Canadá. Y, como trabajo de síntesis, nos remitimos al capitulo XIV de la obra del Padre Bayle, titulado: «El tejado de vidrio.» Todos lo tenemos quebradizo, con la ventaja, por nuestra parte, de que no es nuestro el adagio inglés que dice que «no hay indio bueno sino el indio muerto», y que nosotros encontramos una América idólatra y bárbara y se la entregamos, entre dolores de alumbramiento, a la civilización y a Dios.

Esto, sin acrimonia. Y haciendo en nombre de España y de la verdad un llamamiento a la fraternidad hispanoamericana, pido a los hermanos de América que eliminen sin piedad de la circulación literaria todo lo que denigre sin razón a mi patria; que depuren los textos de historia de sus Centros de enseñanza; que borren de sus himnos nacionales –ya sé que lo ha hecho la República Argentina– todo concepto de tiranía que la vieja Metrópoli ejerciera en estas tierras y que no tiene razón de ser sino en momentos de exaltación patriótica, que ya debieron pasar con el logro de la independencia política. A los españoles, les digo que [218] aprendan de los mismos extranjeros, que están ya de vuelta y han desmentido la fábula de nuestra barbarie. Y a los extranjeros que puedan oírme, que si dan crédito a las exageraciones del Obispo de Chiapa, no repudien los testigos de descargo, ni cierren los ojos a esta luz de civilización que al conjuro de España se levantó y brilla hoy radiante en esta tierra bendita de América. Y, a lo menos, que paguen con la admiración nuestra paciencia, porque ningún país del mundo hubiese consentido, como España, vivir cuatro siglos abrumada por la calumnia.

Destruído el prejuicio de las falsas historias, hay que revalorizar el espíritu netamente español en las Américas.

Lo digo con pena, pero no diré más que lo que está en el fondo de vuestro pensamiento en estos momentos: España está depreciada ante el mundo, y es inútil pedir paso libre a la hispanidad si España no puede llenar honrosamente su misión. El gran Menéndez y Pelayo, que tanto trabajó en la restauración de los valores patrios y que no ha tenido aún sucesor de la envergadura de él, se lamentaba, en el Congreso de Apologética de Vich, en 1911, de que España contemplara estúpidamente la disipación de su patrimonio tradicional. Más que disiparlo, lo que ha hecho España es dejarlo abandonado; que el ser y el valer de una gran nación no se aventa en unos lustros de incomprensión de sus hijos. Dios nos ha deparado coyunturas históricas, hasta en lo que va de siglo XX, en que cualquier nación hubiese podido dar un aletazo por encima del peñascal que cayó sobre Europa y que arruinó al mundo, y las hemos desaprovechado. Más aún: cuando los pueblos europeos empiezan a resurgir de sus ruinas, nosotros hemos cometido la locura de entrar en el mar agitado de una revolución que pudo ser una esperanza, pero que de hecho ha sido la vorágine en que pueden hundirse los valores más sustantivos de nuestra historia: el sentido religioso, el de justicia que sobre él se asienta, la cultura integral, desde la que se ocupa en las altas especulaciones de la filosofía hasta las ciencias aplicadas que dan a los pueblos lustre y provecho; el culto a la autoridad por los de abajo y el sentido de paternidad en los de arriba; la hidalguía, la fidelidad, todo aquello, en fin, que constituyó el patrimonio espiritual de España en los siglos pasados.

Todo esto debemos revalorizarlo, no sólo sacando de los viejos [219] arcones de nuestra historia los altísimos ejemplos que podemos ofrecer al mundo, sino trabajando con inteligente abnegación sobre nuestro espíritu nacional para desentumecerlo y devolverle el uso de su fuerza y de sus aptitudes y virtudes históricas, sin dejar de incorporarnos todo lo legítimo de las corrientes que de afuera nos lleguen. Los tiempos son propicios para ello, a pesar de la dispersión de nuestras energías al salir de la corriente de nuestra Historia, y a pesar de que nuestro esfuerzo mental se prodiga estérilmente en el complicado juego de la vida moderna, en los escarceos de la baja política, en la hoja diaria voraz y en los temas múltiples y triviales que plantea la curiosidad insana del espíritu.

Y son propicios los tiempos porque, como ha notado Maeztu, «el sentido de cultura de los pueblos modernos coincide con la corriente histórica de España; los legajos de Sevilla y de Simancas y las piedras de Santiago, Burgos y Toledo, no son tumbas de una España muerta, sino fuentes de vida; el mundo, que nos había condenado, nos da ahora la razón», y es de creer que España, que se ha deshispanizado en estos dos últimos siglos, volverá a entrar en el viejo solar de sus glorias, después que, nuevo hijo pródigo, ha corrido esas Europas viviendo precariamente de manjares que no se hicieron para ella.

Cuique suum. Europa empieza a hacernos justicia: ayudemos a Europa a hacérnosla. Felipe II ya no es el «Demonio meridiano», sino el Rey Prudente y el político sagaz. El Escorial ya no es una mole inerte, esfuerzo de un arte impotente para inmortalizar un nombre y una fecha, sino que es un monumento en que Herrera aprisionó de nuevo la serenidad y armonía del genio griego. América ya no es el viejo patrimonio de ladrones, aventureros y mataindios, sino una obra de conquista y civilización cual no la hizo ni concibió pueblo alguno de la historia. Así, paulatinamente, se revalorizará el arte, la teología, el derecho, la política, todo lo que constituye el patrimonio de la cultura patria; e injertando en el viejo tronco de nuestras tradiciones lo nuevo que puedan asimilarse, ofreceremos al mundo la España viva y gloriosa de siempre, inaccesible a esta corriente de trivialidad, de extranjerismo, de fatuidad revolucionaria que nos atosiga.

Vosotros, americanos de sangre española, debéis ayudarnos en este trabajo ímprobo. Vuestras son las ejecutorias de la grandeza [220] de España, porque son de vuestra Madre. Las fuerzas de conquista del mundo moderno están, con las de España, alineadas ante esta América para el ataque, llámense monroísmo, estatismo, protestantismo, socialismo o simple mercantilismo fenicio. Escoged entre la madre que os llevó en sus pechos durante siglos o los arrivistas de todo cuño que miran a su provecho. Rubén Darío, apuntando a uno de los ejércitos permanentes que nos asedian, arrancaba a su estro sonoro esta estrofa, colmada de espanto y de esperanza en España:

¿Seremos entregados a los bárbaros fieros?
¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?
¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros?
¿Callaremos ahora para llorar después?

Aquí está España, que quiere rehabilitarse ante vosotros y que os pide en nombre de la vieja común historia, que unáis otra vez a ella vuestros destinos.

Libres de los prejuicios de la leyenda negra y rehechos nuestros valores espirituales, unámonos en la obra solidaria de la cultura, entendida la palabra en su sentido más amplio y profundo. Cultura es cultivo: como estamos obligados a cultivar la tierra para que nos dé el sustento de cada día, así tenemos la obligación moral de cultivar la vida humana personal y socialmente, para lograr su máximo rendimiento y esplendor. Los pueblos sin cultura sucumben, porque son absorbidos o anulados en su personalidad histórica por los más cultos. La infiltración de la cultura de un pueblo en otro es el preludio de su conquista moral, especie de anexión de espíritus que importa como una servidumbre, que es desdoro para quien la presta.

Cierto que la cultura es patrimonio circulante, a cuya formación contribuyen y de que participan a su vez todos los pueblos. Pero hay pueblos parásitos que viven de la cultura ajena y pueblos fabricantes y exportadores de su cultura específica. Estos son los que imponen al mundo la ley de su pensamiento, en el orden especulativo, y acaban por imponer las ventajas de sus inventos científicos y los productos de sus fábricas.

No seamos parásitos ni importadores de cultura extranjera. Tenemos alma y genio que no ceden a los de ningún pueblo. Tenemos un fondo de cultura tradicional que el mundo nos envidia. [221] Tenemos una lengua, vehículo de las almas e instrumento de cultura, que dentro de poco será la más hablada de la tierra y en la que se vacían, como en un solo troquel, el pensamiento y el corazón de veinte naciones que aprendieron a hablarla en el regazo de una misma madre. Y, sobre todo, tenemos la misma formación espiritual, porque son idénticos los principios cristianos que informan el concepto y el régimen de la vida.

¿Cómo fomentar esta obra solidaria de cultura? Españolizando en América y americanizando en España. Cuando dos se aman, piensan igual y sus corazones laten al unísono. Amémonos, americanos, y transfundámonos mutuamente nuestro espíritu; nos será más fácil entendernos que con otros, porque tenemos el paso a nivel de una misma tradición y de una misma historia. La depuración de la lengua, el intercambio de libros y periódicos, la voz de España que se oiga en los Círculos y Ateneos de América y la voz de los americanos que resuene en España, para repetirnos nuestras viejas historias y proyectar, acá y allá, las luces nuevas del espíritu. Contacto de maestros y juventudes en Colegios y Universidades, con las debidas reservas para que no se deforme el criterio de nuestra cultura tradicional; coordinación de esfuerzos acá y allá, entre los enamorados del ideal hispanoamericano, para abrir nuevas rutas a nuestra actividad cultural y canalizar las energías hoy desperdigadas. Un gran centro de cultura hispanoamericana en España, en comunicación con otros análogos en las naciones de habla española en América, podría ser el foco que recogiera e irradiara la luz homogénea del pensamiento de aquende los mares.

Y todo ello sin recelos, hermanos de América, sin recelos por nuestra aparente inferioridad; que todavía le queda cerebro y médula al genio español, que iluminó al mundo hace tres siglos; y menos por la autonomía de vuestro pensamiento y de vuestra cultura propia, porque España no aspira al predominio, sino a una convivencia y a una colaboración en que prospere y se abrillante el genio de la raza, que es el mismo para todos.

Si no desdijese de mis hábitos episcopales y de esta cruz pectoral, que recuerda lo espiritual y sobrenatural de mi misión, yo os diría, americanos, sin que nadie pueda recelar de propagandas ajenas a mi oficio: Unámonos hasta para el fomento de [222] nuestros intereses económicos. ¿Por qué no? El hombre no vive de sólo pan, cierto; pero no vive sin pan, y tiene derecho a su conquista, hasta donde pueda convenirle para vivir prósperamente. La decadencia económica va casi siempre acompañada del decaimiento espiritual; la prosperidad colectiva, mientras se conserven en los pueblos las virtudes morales, es estímulo social de progreso.

Ni es ajeno al oficio sacerdotal el de buen patriota que quiere para su pueblo la bendición de Dios de pinguedine terrae. ¿No fueron los misioneros los que trajeron de España acá aperos y semillas y abrieron escuelas de artes y oficios? No había en América más que una espiga de trigo que tenían en su jardín los dominicos de la Española; cuando el Obispo Quevedo se queja a Las Casas de que no hay pan, contesta indignado el celoso misionero: ¿Qué son estos granos del huerto de los frailes? Y en América hubo pan: al mísero cazabe sustituyó el pan candeal, el de los pueblos civilizados; este pan de Melquisedec y del Tabernáculo mosaico y de los altares cristianos en que Dios ha querido fundar el sacrificio, que es la salvación del mundo.

Pan copioso debemos pedirle a Dios y a nuestro mutuo esfuerzo, y con él toda bendición de la tierra.

Hace pocas semanas que la Unión Ibero-Americana circulaba en España una comunicación en que se quejaba de la decadencia del comercio español con las Américas, de la competencia ruinosa de otras naciones, de los errores cometidos por los exportadores nacionales, de lo difícil que será recobrar para España lo que por su culpa se perdió, e invitaba a las entidades del comercio español a una conferencia para el presente otoño. Señores: si cupiese en los ámbitos de mi jurisdicción, yo diría a la Unión Ibero-Americana: os envío mi bendición de Obispo español y quisiera que ella fuese prenda de todas las bendiciones del cielo, para España y para América, en orden a la conquista legítima de los bienes de la tierra. Y ojalá que al conjuro de esta bendición surgieran de nuestros arsenales las escuadras pacíficas de los trasatlánticos y de los zepelines que, en su ir y venir de un mundo a otro, ataran las naciones de la hispanidad con el hilo de oro de la abundancia, y, al par que vaciaran en los puertos de ambos mundos los tesoros de sus entrañas, estrecharan cada día más los lazos espirituales que unen los pueblos de la raza. Qué también en los banquetes, [223] en que se refocilan los cuerpos, se comunican los espíritus y se fundan amistades duraderas.

Yo quería hablaros de las características de esta colaboración de España y América en la obra de la hispanidad: del espíritu de continuidad histórica, porque la historia es la luz que ilumina el porvenir de los pueblos, y si rechazan sus lecciones dejarán de influir en lo futuro, pues, como dice Menéndez y Pelayo, ni un solo pensamiento original son capaces de producir los que han olvidado su historia; de otro espíritu de disciplina, sin el que no se concibe una sociedad bien organizada ni el progreso de un pueblo; porque la disciplina de Reyes, hidalgos y misioneros, cualesquiera que sean las fábulas sobre nuestra colonización, supo imprimir el sello intelectual y moral de sus almas bien formadas; y de este otro espíritu de perseverancia tenaz, sin el que sucumben y fracasan las empresas mejor concebidas y empezadas y que, en una elocuente parrafada, negaba nuestro Costa al genio español.

Pero prefiero hablaros, para terminar, de lo que es todo esto junto, historia, disciplina de cuerpo y alma, perseverancia secular; que es la razón capital de la intervención de España en América y, por lo mismo, la razón de la historia hispanoamericana, y que no podemos repudiar si queremos hacer hispanidad verdadera. Es el catolicismo, confesado y abrazado en todas sus esencias doctrinales y aplicado al hecho de las vidas en todas sus consecuencias de orden moral y práctico.

Catolicismo e hispanidad


Nota: Esta es la última parte del discurso, las cinco próximas entradas en orden ascente son el resto de la plática.

Esta es la síntesis de mi discurso. Ni podía ser otra, por mi carácter de Obispo católico que ha venido a estas Américas para presenciar esta función de catolicismo, el Congreso Eucarístico, una de las más fastuosas que habrán presenciado los siglos cristianos, culminación del espíritu que la vieja España infundió en estas tierras americanas; ni por la misma naturaleza de las cosas, porque si no puede olvidarse la historia sin que sucumban los pueblos [224] desmemoriados de ella, la historia de nuestra vieja hispanidad es esencialmente católica, y ni hoy ni nunca podrá hacerse hispanidad verdadera de espaldas al catolicismo.

¡Que esto es hacer oficio de paleontólogo, como ha dicho alguien, y empeñarse en vivificar estos grandes pueblos de América enseñándoles un fósil como lo es el sistema católico! ¡Que España ha dejado de ser católica, que se ha borrado de su Constitución hasta el nombre de Dios y que un español no tiene derecho a invocar el catolicismo para hacer obra de hispanidad!

¡Un fósil el catolicismo, cuando el espíritu moderno, en medio de las tinieblas y del miedo que nos invaden, sólo está iluminado por el lado por donde mira a Jesucristo; cuando públicamente ha podido decirse: «O la Iglesia o los bárbaros»; cuando este japonés que escribe de historia y de conflictos sociales y de razas, profetiza el choque tremendo del Asia con Europa, y sólo ve flotar sobre las ruinas más grandes de la historia la cruz refulgente a cuya luz se reconstruirá la civilización nueva; cuando los espíritus más leales y abiertos y que más han profundizado en las ideologías que pretenden gobernar el mundo, queman los dioses que han adorado y se postran ante Jesucristo, luz y verdad y camino del mundo; cuando al anuncio, hoy hecho glorioso, de que en Buenos Aires, la ciudad nueva que en pocos años ha alcanzado las más altas cimas del progreso, iba a levantarse la Hostia Consagrada, que es el corazón del catolicismo, porque en ella está Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, se ha conmovido el mundo, y han venido acá multitudes de toda la tierra para aclamarle Rey inmortal de todos los siglos! ¡Ved el fósil con que quisiera yo vivificar estas Américas, en cuyas entrañas mi Madre España depositó, hace cuatro siglos, esta partícula de Jesucristo, de donde derivó toda su actual grandeza!

¡Que España ha dejado de ser católica! En la Constitución, sí; en su corazón, no; y en la entraña llevan los pueblos su verdadera constitución. Yo respeto las leyes de mi país; pero yo os digo que hay leyes que son expresión y fuerza normativa a la vez de las esencias espirituales de un pueblo; y que hay otras, elaboradas en un momento pasional colectivo, sacadas con el forceps de mayorías artificiosas manejado por el odio que más ciega, que es el de la religión, que se imponen a un pueblo con la intención malsana de deformarlo. [225]

Id a España, americanos, y veréis cómo nuestro catolicismo, si ha padecido mucho de la riada que ha pretendido barrerlo, pero ha ahondado sus raíces; veréis una reacción que se ha impuesto a nuestros adversarios; veréis que las fuerzas católicas organizan su acción en forma que podrá ser avasalladora; veréis surgir por doquier la escuela cristiana frente a la laica, así hecha y declarada a contrapelo por el Estado; veréis el fenómeno que denunciaba Unamuno en metáfora pintoresca, cuando decía de los ateos españoles que, quien más quien menos, llevan sobre su pecho un Crucifijo; veréis el hecho real, ocurrido en mi Diócesis de Toledo, de veinticuatro socialistas que mueren al estrellarse en un barranco el autocar en que regresaban de un mitin ácrata, y sobre el rudo pecho se les encuentra a todos el escapulario de la Virgen o la imagen de Cristo; y veréis más, veréis cómo los hombres de nuestra revolución mueren también como españoles: abrazados con el Crucificado, es decir, con el fundador del Catolicismo que combatieron.

Esto es el Catolicismo, hoy; y este es el Catolicismo de España. El Catolicismo es, en el hecho dogmático, el sostén del mundo, porque no hay más fundamento que el que está puesto, que es Jesucristo; en el hecho histórico, y por lo que a la hispanidad toca, el pensamiento católico es la savia de España. Por él rechazamos el arrianismo, antítesis del pensamiento redentor que informa la historia universal, y absorbimos sus restos, catolizándolos en los Concilios de Toledo, haciendo posible la unidad nacional. Por él vencimos a la hidra del mahometismo, en tierra y mar, y salvamos al Catolicismo de Europa. El pensamiento católico es el que pulsa la lira de nuestros vates inmortales, el que profundiza en los misterios de la teología y el que arranca de la cantera de la revelación las verdades que serán como el armazón de nuestras instituciones de carácter social y político. Nuestra historia no se concibe sin el Catolicismo; porque hombres y gestas, arte y letras, hasta el perfil de nuestra tierra, mil veces quebrado por la Santa Cruz, que da sombra a toda España, todo está como sumergido en el pensamiento radiante de Jesucristo, luz del mundo, que, lo decimos con orgullo, porque es patrimonio de raza y de historia, ha brillado sobre España con matices y fulgores que no ha visto nación alguna de la tierra. [226]

Y con todo este bagaje espiritual, cuando, jadeante todavía España por el cansancio secular de las luchas con la morisma, pudimos rehacer la patria rota en la tranquilidad apacible que da el triunfo, abordamos en las costas de esta América, no para uncir el Nuevo Mundo al carro de nuestros triunfos, que esto lo hubiese hecho un pueblo calculador y egoísta, sino para darle nuestra fe y hacerle vivir al unísono de nuestro sobrenaturalismo cristiano. Así quedamos definitivamente unidos, España y América, en lo más sustancial de la vida, que es la religión, porque nada hay más profundo para el hombre y la sociedad que la exigencia y la realidad de la religión.

Y esta es, americanos y españoles, la ruta que la Providencia nos señala en la historia: la unión espiritual en la religión del Crucificado. Un poeta americano nos describe el momento en que los indígenas de América se postraban por vez primera «ante el Dios silencioso que tiene los brazos abiertos»: es el primer beso de estos pueblos aborígenes a Cristo Redentor; beso rudo que da el indígena «a la sombra de un añoso fresno», «al Dios misterioso y extraño que visita la selva», hablando con el poeta. Hoy, lo habéis visto en el estupor de vuestras almas, es el mismo Dios de los brazos abiertos, vivo en la Hostia, que en esta urbe inmensa, en medio de esplendores no igualados, ha recibido, no el beso rudo, sino el tributo de alma y vida de uno de los pueblos más gloriosos de la tierra. Es que este Dios, que acá trajera España, ha obrado el milagro de esta gloriosa transformación del Nuevo Mundo.

Ni hay otro camino. «Toda tentativa de unión latina que lleve en sí el odio o el desprecio del espíritu católico, está condenada al mismo natural fracaso»: son palabras de Maurras, que no tiene la suerte de creer en la verdad del Catolicismo. Y fracasará porque la religión lo mueve todo y lo religa todo; y un Credo que no sea el nuestro, el de Jesús y la Virgen, el de la Eucaristía y el Papa, el de la Misa y los Santos, el que ha creado en el mundo la abnegación y la caridad y la pureza; todo otro Credo, digo, no haría más que crear en lo más profundo de la raza hispanoamericana esta repulsión instintiva que disgrega las almas en lo que tienen de más vivo y que hace imposible toda obra de colaboración y concordia. [227]

¿Me diréis que hay otros nombres y otras ideas que pueden servir de base a la hispanidad y amasar los pueblos de la raza en una gran unidad para la defensa y la conquista? ¿Cuáles? ¿La democracia? Ved que en la vieja Europa sólo asoman, sobre el mar que ha sepultado las democracias, las altas cumbres de las dictaduras. ¿El socialismo? Ha degenerado en una burguesía a lo Sardanápalo, porque será siempre una triste verdad que humanum paucis vivit genus: son los vivos los que medran cuando no estorba Dios en las conciencias. ¿El estatismo? Pulveriza a los pueblos bajo el rodaje de la burocracia sin alma. ¿El laicismo? Nadie es capaz de fundar un pueblo sin Dios; menos una alianza de pueblos. ¿La hoz y el martillo del comunismo? Ahí está la Rusia soviética.

Catolicismo, que es el denominador común de los pueblos de raza latina: romanismo, papismo, que es la forma concreta, por derecho divino e histórico, del Catolicismo y que el positivista Compte consideraba como la fuerza única capaz de unificar los pueblos dispersos de Europa. Una confederación de naciones, ya que no en el plano político, porque no están los tiempos para ello, de todas las fuerzas vivas de la raza para hacer prevalecer los derechos de Jesucristo en todos los órdenes sobre las naciones que constituyen la hispanidad. Defensa del pensamiento de Jesucristo, que es nuestro dogma, contra todo ataque, venga en nombre de la razón o de otra religión. Difusión del pensamiento de Jesucristo, del viejo y del nuevo, si así podemos hablar; de las verdades cristalizadas ya en siglos pasados y de la verdad nueva que dictan los oráculos de la Iglesia a medida que el nuevo vivir crea nuevos problemas de orden doctrinal y moral. La misma moral, la moral católica, que ha formado los pueblos más perfectos y más grandes de la historia; porque las naciones lo son, ha dicho Le Play, a medida que se cumplen los preceptos del Decálogo. Los derechos y prestigio de la Iglesia, el amor profundo a la Iglesia y a su cabeza visible el Papa, signo de catolicidad verdadera, porque la Iglesia es el único baluarte en que hallarán refugio y defensa los verdaderos derechos del hombre y de la sociedad. El matrimonio, la familia, la autoridad, la escuela, la propiedad, la misma libertad no tienen hoy más garantía que la del catolicismo, porque sólo él tiene la luz, la ley y la [228] gracia, triple fuerza divina capaz de conservar las esencias de estas profundas cosas humanas.

Organícense para ello los ejércitos de la Acción Católica según las direcciones pontificias, y vayan con denuedo a la reconquista de cuanto hemos perdido, recatolizándolo todo, desde el a b c de la escuela de párvulos hasta las instituciones y constituciones que gobiernan los pueblos.

Esto será hacer catolicismo, es verdad, pero hay una relación de igualdad entre catolicismo e hispanidad; sólo que la hispanidad dice catolicismo matizado por la historia que ha fundido en el mismo troquel y ha atado a análogos destinos a España y las naciones americanas.

Esto, por lo mismo, será hacer hispanidad, porque por esta acción resurgirá lo que España plantó en América, todo este cúmulo de instituciones cristianas que la han hecho grande; y todo americano podrá decir con el ecuatoriano Montalvo: «¡España! Lo que hay de puro en nuestra sangre, de noble en nuestro corazón, de claro en nuestro entendimiento, de tí lo tenemos, a tí te lo debemos. El pensar grande, el sentir animoso, el obrar a lo justo, en nosotros son de España, gotas purpurinas son de España. Yo, que adoro a Jesucristo; yo, que hablo la lengua de Castilla; yo, que abrigo las afecciones de mi padre y sigo sus costumbres, ¿cómo haría para aborrecerla?»

Esto será hacer hispanidad, porque será poner sobre todas las cosas de América aquel Dios que acá trajeran los españoles, en cuyo nombre pudo Rubén Darío escribir este cartel de desafío al extranjero que osara desnaturalizar esta tierra bendita: «Tened cuidado: ¡Vive la América española! Y pues contáis con todo, falta una cosa: ¡Dios!»

Esto será hacer hispanidad, porque cuando acá reviva el catolicismo, volverán a cuajar a su derredor todas las virtudes de la raza: «el valor, la justicia, la hidalguía»; y «los mil cachorros sueltos del león español», «las ínclitas razas ubérrimas, sangre de España fecunda», de que hablaba el mismo poeta, sentirán el hervor de la juventud remozada que los empuje a las conquistas que el porvenir tiene reservadas a la raza hispana.

Esto será hacer hispanidad, porque será hacer unidad, y no hay nada, es palabra profunda de San Agustín, que aglutine tan fuerte y profundamente como la religión. [229]

¡Americanos! En este llamamiento a la unidad hispana no veáis ningún conato de penetración espiritual de España en vuestras Repúblicas; menos aún la bandera de una confederación política imposible. Unidad espiritual en el catolicismo universal, pero definida en sus límites, como una familia en la ciudad, como una región en la unión nacional, por las características que nos ha impreso la historia, sin prepotencias ni predominios, para la defensa e incremento de los valores e intereses que nos son comunes.

Seamos fuertes en esta unidad de hispanidad. Podemos serlo más, aun siéndolo igual que en otros tiempos, porque hoy la fortaleza parece haber huído de las naciones. Ninguna de ellas confía en sí misma; todas ellas recelan de todas. Los colosos fundaron su fuerza en la economía, y los pies de barro se deshacen al pasar el agua de los tiempos. Dudas espantosas, millones de obreros parados, el peso de los Estados gravitando sobre los pueblos oprimidos; y, sobre tanto mal, el fantasma de guerras futuras que se presienten y la realidad de las formidables organizaciones nihilistas sin más espíritu que el negativo de destruir y en la impotencia para edificar.

El espíritu, el espíritu que ha sido siempre el nervio del mundo; y la hispanidad tiene uno, el mismo Espíritu de Dios, que informó a la Madre en sus conquistas y a las razas aborígenes de América al ser incorporadas a Dios y a la Patria. La Patria se ha partido en muchas; no debe dolernos. El espíritu es el que vivifica. Él es el que puede hacer de la multiplicidad de naciones la unidad de hispanidad.

La Hostia divina, el signo y el máximo factor de la unidad, ha sido espléndidamente glorificada en esta América. Un día, y con ello termino, una mujer toledana, «La Loca del Sacramento», fundaba la Cofradía del Santísimo, y no habían pasado cincuenta años del descubrimiento de América cuando esta Cofradía, antes de la fundación de la Minerva en 1540, estaba difundida en las regiones de Méjico y el Perú. Otro día Antonio de Ribera coge de los campos castellanos un retoño de olivo y lo lleva a Lima y lo planta y cuida con mimo: ocurre la procesión del Corpus y Ribera toma la mitad del tallo para adornar las andas del Santísimo; un caballero lo recoge y lo planta en su huerta, y de allí [230] proceden los inmensos olivares de la región. Es un símbolo; el símbolo de que la devoción al Sacramento ha sido un factor de la unidad espiritual de España y América. Que este magno acontecimiento del Congreso Eucarístico de Buenos Aires sea como el refrendo del espíritu católico de hispanidad, el vinculo de nuestra unidad y el signo que indique las orientaciones y destinos de nuestra raza.

Dr. Isidro Gomá y Tomás
Arzobispo de Toledo, Primado de España

viernes, 1 de enero de 2010

Tres cubatas, en vaso ancho.



Dicen por ahí que: ''Año nuevo, vida nueva''; Pues a mi que nos dan: ''Gato por liebre'' con ese dicho.

Ayer/hoy un amigo me convenció para salir de fiesta por Ottawa, no hacia frío así que no iba a ser un calvario el ir de una fiesta a otra, caminando. Entre pitos y flautas, cuando salimos hacia la fiesta a la que me había invitado una amiga checa, cambiamos las ruta y cruzados a ''Quebes'' a comprar unas coca-colas y una botella de Vodka (uno no puede presentarse así como así en una fiesta a la que ha sido invitado). Total, que armados de valor y ganas de marchar(bastantes kilómetros nos tocó hacer) cruzamos el puente y nos dirijimos a los puntos en los que sabemos el alcohol es más barato. Todos cerrados, hasta el ''paki''(es de Irán, la verdad) que no cierra ni el día que se le muere un familiar. Como no queríamos acabar con el estómago vacío (de alcohol, se entiende), empezamos a mirar en distintos, bares, tavernas y garitos de mala vida, hasta que encontramos uno, pequeño y acogedor. Una vez dentro, tras justificar nuestra edad en la puerta (parece que mi ya cerrada barba no es sinónimo de edad sino de inmadurez para estos sajones) nos metimos dentro del garito.

Como lo único que me gustan son los cubatas (cierta mujer de cierto país me intentó aficionar a la ''Caipirinha'', infructuosamente) , pedí tres de un tirón, sabiendo que de aquel bar no íbamos a salir hasta las tantas. Mientras bebíamos, mi amigo empezó a hablar de trivialidades como el fútbol y las mujeres y yo empecé a recitar una fragmento del romance del Cid, que un jesuita me metió en la cabeza. La noche empezó a transcurrir, al igual de que las cervezas de mi amigo o mis cubatas. Cuando la cosa se empezó a poner bizarra a causa de lo que llevabamos encina, dejanos de beber, pagamos la cuenta y abandonamos el bar tratando de caminar de vuelta a nuestras moradas.

En el camino de vuelta, ví lo que de verdad representa el mundo sajón y multicultural que nos quieren implantar, un mundo sin cultura, sin raíces ni tradición. Un mundo creado por egoístas para egoístas y cobardes, un mundo dónde sólo ellos son lo que de verdad properan. Gente vomitando en la calle, niñas borrachas preguntandome la edad que tenía (uno que no es tonto, tiene 25 cuando hay que pasar desapercibido) y tratando de llevarme a sus casas, Peleas en la calle por trivialades tales como quién entra primero en una discoteca o quién puede beber más de cierta copa. Hasta cuatro tiros (o petardos)me pareció oír, aunque de después de Afganistán, uno bien sabe que no ha de ir a curiosear dónde plomo oye volar.

Al final una vez en la puerta de mi casa, no pude sino pensar: ¿Es esto lo quiero para mi hijos, un mundo sin raíces, sin tradiciones; un mundo la gente no se preocupa por defender su honor, sino su bebida; un mundo globalizado, en el cual la gente no sabe de dónde viene ni adonda va?...En definitiva, el mundo no ha cambiado, a pesar de lo que dice un proverbio español. La calaña sigue dominando, y hasta que no sea ahorcada, se seguirá reproduciendo.

Improvable lector, piense en el mundo del que le acabo de hablar, si le gusta, venga a Canadá y deje España a los que la amamos. Si no, luche por evitar el destino que no aguarda. Si no cambiamos la dirección de la quilla de nuestro barco, Las Españas, todos nos hundimos, desde el capitán hasta el último Guardiamarina.

Yo, personalmente, preparo mente y cuerpo casi a diario para en el momento en que se me llame a defender el futuro de Las Españas, pare ser del jefe el mejor guerrero, a pesar de no soportar la disciplina, me adaptaré a la que impongan con tal de no ver unas Españas, mundialistas, plutocráticas, baja-pantalones; en definitiva unas Españas de baja estofa, las cuales con el hazme-reír del todo este asqueroso y mundializado planeta.

LAS ESPAÑAS TE NECESITARÁN DENTRO DE POCO ¿ACUDIRÁS, HIJO, A LA LLAMADA DE TU MADRE?

DESPERTA FERRO, DESPERTA HISPANIA.