sábado, 2 de enero de 2010
América es la obra clásica de España
Nota: Esta es la primera entrada de una serie que forman los cinco próximos escritos.
América es de ayer; pero ayer es, para la historia, el lapso de cuatro siglos y medio que nos separan de su descubrimiento. Y, no obstante, la emoción histórica de este momento en que un continente vastísimo surge de entre mares inmensos, cabeza y pies adentrados en los polos opuestos de la tierra, poblado por razas desconocidas, con sus mil lenguas y sus dioses incontables, con climas que corren desde las zona tórrida a los hielos polares; esta emoción, digo, y el ideal que de ella pudo nacer, ya no hace vibrar el alma del mundo. Es que el mundo, egoísta, ha preferido echarse sobre las Américas con ansia de mercader –iba a decir con hambre de Sancho– y no a sopesar y encauzar, con alma hidalga, los valores espirituales del magno acontecimiento.
Este es el fondo único de todos los problemas del americanismo: el concepto materialista o espiritualista de la vida y de la historia. Tal vez la humanidad hubiese cantado con mejor plectro el hecho inmortal, si no hubiera sido España, la entonces envidiada y temida, hoy la cenicienta de Europa, la que arrancó al Atlántico sus seculares secretos. Quizá hubiera sido mayor la gloria, para las Américas y para la historia, si no se hubiese torcido el movimiento inicial de la conquista, espiritualista ante todo.
Y, no obstante, el hecho está ahí, el más trascendental de la historia; y ésta pide una interpretación y una aplicación legítima del hecho. Porque «la mayor cosa después de la creación del mundo –le decía Gómara a Carlos V– sacando la encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de las Indias». Colón descubriendo las de Occidente y Vasco de Gama las del Oriente, son los dos brazos que tendió Iberia sobre el mar, con los que ciñó [199] toda la redondez del globo. «El mundo es mío, pudo decir el hombre, con todas sus tierras, sus tesoros y sus misterios; y este mundo que Dios crió y redimió, yo lo he de devolver a Dios.» Este fué el hecho, y este debió ser el ideal. La grandeza del hecho la cantaba Camoens cuando decía:
Del Tajo a China el portugués impera
De un polo a otro el castellano boga
Y ambos extremos de la terrestre esfera
Dependen de Sevilla o de Lisboa.
El ideal lo proclamaba la gran Isabel la Católica en su lecho de muerte, cuando dictaba al escribano real su testamento: «Atraer los pueblos de Indias y convertirlos a la Santa Fe Católica.» Nuestro gran Lope pondrá más tarde este doble ideal en boca del conquistador de Méjico:
Al Rey, infinitas tierras,
A Dios, infinitas almas.
Dejemos a los hermanos de Portugal sus legítimas glorias. A España le corresponde la mayor y la mejor, porque Colón fué el Adelantado de los mares, a quien siguió la pléyade de navegantes a él posteriores, y porque les arrancó el más rico de los mundos. Y esta gloria de Colón es la gloria de España, porque España y Colón están como consustanciados en el momento inicial del hallazgo de las Américas, y porque, cuando el genio del gran navegante terminó su misión de descubridor, España siguió, un siglo tras otro, la obra de la conquista material y moral del Nuevo Mundo.
¡Excelsos destinos los de España en la historia, señores! Dios quiso probarla con el hierro y el fuego de la invasión sarracena; ocho siglos fué el baluarte cuya resistencia salvó la cristiandad de Europa; y Dios premió el esfuerzo gigante dando a nuestro pueblo un alma recia, fortalecida en la lucha, fundida en el troquel de un ideal único, con el temple que da al espíritu el sobrenaturalismo cristiano profesado como ley de la vida y de la historia patria. El mismo año en que terminaba en Granada la reconquista del solar patrio, daba España el gran salto transoceánico y empalmaba la más heroica de las reconquistas con la conquista más trascendental de la historia. [200]
Ningún pueblo mejor preparado que el español. La convivencia con árabes y judíos había llevado las ciencias geodésica y náutica a un esplendor extraordinario, hasta el punto de que las naciones del Norte de Europa mandaban sus navegantes a España para aprender en instituciones como el Colegio de Cómitres y la Universidad de los Mareantes, de Sevilla. Libre España de la pesadilla del sarraceno, sabia en el arte de correr mares, situada en la punta occidental de Europa, con una Reina que encarnaba todas las virtudes de la raza: fe, valor, espíritu de proselitismo cristiano, recibe la visita de Colón, desahuciado en Génova y Portugal. Y España, que podía haber dedicado su esfuerzo a restañar sus heridas y a reconstruir su rota hacienda y a reorganizar los cuadros de sus instituciones civiles y políticas, oye a Colón, cree en sus ensueños, que otra cosa no eran cuando su primera ruta, fleta sus famosas carabelas y envía sus hombres a que rasguen con su pecho de bronce las tinieblas del Atlántico. Y hoy se cumplen cuatrocientos cuarenta y dos años desde que las proas de las naves españolas besaban en nombre de España esta tierra virgen de América. Tendido quedaba el puente entre ambos continentes.
América es la obra de España por derecho de invención. Colón, sin España, es genio sin alas. Sólo España pudo incubar y dar vida al pensamiento del gran navegante, que luchó con nosotros en Granada; a quien ampararon los Medinaceli, a quien alentó en la Rábida el P. Marchena, a quien dispensó eficaz protección mi insigne predecesor el gran Cardenal Mendoza; que halló un corazón como el de Isabel y hombres bravos para saltar de Palos a San Salvador. Sin España no hubiese pasado de sueño de poeta o de remembranza de una vieja tradición la palabra de Séneca: «Algunos siglos más, y el océano abrirá sus barreras: una vasta comarca será descubierta, un mundo nuevo aparecerá al otro lado de los mares, y Tule no será el límite del universo.»
Al descubrimiento sigue la conquista. Cuando se funda –ha dicho alguien– no se sabe lo que se funda. Cuando España, el día del Pilar de 1492, abordaba en las playas de San Salvador, no sabe que tiene a uno y otro lado de sus naves diez mil kilómetros de costa y un continente con cuarenta millones de kilómetros cuadrados. Ignora que lo pueblan millones de seres humanos, partidos en cien castas, con una manigua de idiomas más distintos entre [201] sí que los más diversos idiomas de Europa. No sabe que la antropofagia, la sodomía, los sacrificios humanos, son las grandes lacras de Aztecas y Pieles Rojas, Caribes y Guaraníes, Quechuas, Araucanos y Diaguitas. No importa: España es pródiga, no cicatera; tiene el ideal a la altura de su pensamiento cristiano; no mide sus empresas por sus ventajas, y se lanzará con toda su alma a la conquista del Nuevo Mundo.
Imposible hablar de la conquista y colonización de América. Una epopeya de tres siglos no cabe en una frase; y la obra de España en América es más que una epopeya: es una creación inmensa, en la que no se sabe qué admirar más, si el genio militar de unos capitanes que, como Cortés, conquistan con un puñado de irregulares un imperio como Europa, o el espíritu de abnegación con que Pizarro, el porquerizo extremeño, vencido por la calentura, traza con su puñal una línea y les dice a sus soldados, que quieren disuadirle de la conquista: «De esta raya para arriba, están la comodidad y el Panamá; para abajo, están las hambres y los sufrimientos, pero al fin, el Perú»; o el valor invicto de aquellos pocos españoles que sojuzgan a los indios del Plata, «altos como jayanes –dice la historia–, tan ligeros que, yendo a pie, cogen un venado, que comen carne humana y viven ciento cincuenta años», fundando la ciudad de Santa María del Buen Aire, hoy la Buenos Aires excelsa; o el celo de Obispos y misioneros que abren la dura alma de aquellos salvajes e inoculan en ella la santa suavidad del Evangelio; o el genio de la agricultura, que aclimata en estas tierras las plantas alimenticias de Europa, que llevarán la regeneración fisiológica a aquellas razas y que hoy son la mayor riqueza del mundo; o el afán de cultura que sembró de escuelas y universidades estos países y que hacía llenar de libros las bodegas de nuestros buques; o aquel profundo espíritu, saturado de humanidad y caridad cristiana, con que el Consejo de Indias, año tras año, elaboró ese código inmortal de las llamadas Leyes de Indias, de las que puede decirse que nunca, en ninguna legislación, rayó tan alto el sentido de Justicia, ni se hermanó tan bellamente con el de la utilidad social del pueblo conquistado.
Se ha acusado a España de codicia en la obra de la conquista: Auri rabida sitis –decía en frase exagerada Pedro Mártir– a cultura hispanos avertit. España, no; muchos españoles, sí, vinieron [202] a las Américas tras el cebo del oro; como acá vinieron muchos extranjeros mezclados con las expediciones españolas; como muchos otros, piratas, para quienes era mucho más cómodo desvalijar los galeones que regresaban a España con el botín. Pero el oro vino más tarde; antes tuvieron que pasar los españoles por la dura prueba de la miseria y del clima tropical que los diezmaba.
¡Que los españoles fueron crueles! Muchos lo fueron, sin duda; pero ved que la dureza del soldado, lejos de su patria y ante ingentes masas de indígenas, había de suplir el número y las armas de que carecía. Y ved que la primera sangre derramada sobre aquella tierra virgen, es la de los treinta y nueve españoles de la Santa María, primeros colonos de América, sacrificados por los indios de la Española.
La obra de España en América está hoy por encima de las exageraciones domésticas de Las Casas y de las cicaterías de la envidia extranjera. Es inútil, ni cabe en un discurso, reducir a estadísticas lo que acá se hizo, en poco más de un siglo, en todos los órdenes de la civilización. Al esfuerzo español surgieron, como por ensalmo, las ciudades, desde Méjico a Tierra del Fuego, con la típica plaza española y el templo, rematado en Cruz, que dominaba los poblados. Fundáronse universidades que llegaron a ser famosas, en Méjico y Perú, en Santa Fe de Bogotá, en Lima y en Córdoba de Tucumán, que atraía a la juventud del Río de la Plata. Con la ciencia florecían las artes; la arquitectura reproduce la forma meridional de nuestras construcciones, pero recibe la impresión del genio de la raza nueva; y el gótico, el mudéjar, el plateresco y el barroco de Castilla, León y Extremadura, logran un aire indígena al trasplantarse a las florecientes ciudades del Nuevo Mundo. La pintura y la escultura florecen en Méjico y Quito, formando escuela; trabajan los pintores españoles para las iglesias de América, y particulares opulentos legan sus colecciones de cuadros a las ciudades americanas. Fomentan la expansión de la cultura la sabia administración de Virreyes y Obispos, las Audiencias, castillo roquero de la justicia cristiana, los Cabildos y encomiendas, que forman paulatinamente un pueblo que es un trasunto del pueblo colonizador.
Porque esta es la característica de la obra de España en América: darse toda, y darlo todo, haciendo sacrificios inmensos que [203] tal vez trunquen en los siglos futuros su propia historia, para que los pueblos aborígenes se den todos y lo den todo a España; resultando de este sacrificio mutuo una España nueva, con la misma alma de la vieja España, pero con distinto sello y matiz en cada una de las grandes demarcaciones territoriales.
Yo no sé si os habéis fijado en estas rollizas matronas que nos legó el arte del Renacimiento y que representan la virtud de la caridad: al aire los senos opulentos, de los que cuelgan mofletudos rorros, mientras otros, a los pies de la madre o asomando por encima de sus hombros, aguardan su turno para chupar el dulce néctar. Es España que hizo más que ninguna madre; porque engendró y nutrió, para la civilización y para Dios, a veinte naciones mellizas, que no la dejaron, ni las dejó hasta que ellas lograron vida opulenta y ella quedó exangüe.
Porque la obra de España ha sido, más que de plasmación, como el artista lo hace con su obra, de verdadera fusión, para que ni España pudiese ya vivir en lo futuro sin sus Américas, ni las naciones americanas pudiesen, aun queriendo, arrancar la huella profunda que la madre las dejó al besarlas, porque fué un beso de tres siglos, con el que la transfundió su propia alma.
Fusión de sangre, porque España hizo con los aborígenes lo que ninguna nación del mundo hiciera con los pueblos conquistados: cohibir el embarque de españolas solteras para que el español casara con mujeres indígenas, naciendo así la raza criolla, en la que, como en Garcilaso de la Vega, tipo representativo del nuevo pueblo que surgía en estos países vírgenes, la robustez del alma española levantaba a su nivel a la débil raza india. Y el español, que en su propio solar negó a judíos y árabes la púrpura brillante de su sangre, no tuvo empacho de amasarla con la sangre india, para que la vida nueva de América fuera, con toda la fuerza de la palabra, vida hispanoamericana. Ved la distancia que separa a España de los sajones, y a los indios de Sudamérica de los pieles rojas.
Fusión de lengua en esta labor pacientísima con que los misioneros ponían en el alma y en los labios de los indígenas el habla castellana, y absorbían al mismo tiempo –sobre todo de labios de los niños de las Doctrinas– el abstruso vocabulario de cerca de doscientas, no lenguas, sino ramas de lenguas que se hablaban en el vastísimo continente. Gramáticas, Diccionarios, Doctrinas, [204] Confesionarios y Sermonarios, elaborados con amor de madre y paciencia benedictina, fueron la llave que franqueó a los españoles el secreto de las razas aborígenes y que permitió a éstas entrar en el alma de la madre España. Y paulatinamente se hizo el milagro de una Babel a la inversa, trocándose un pueblo de mil lenguas en una tierra que, valiéndome de la frase bíblica, no tenía más que un labio y una lengua, en la que se entendieron todos. Era la lengua ubérrima, dulce, clara y fuerte de Castilla.
Con la fusión de lengua vino la fusión, mejor, la transfusión de la religión. Porque el español, hasta el aventurero, llevaba a Jesucristo en el fondo de su alma y en la médula de su vida, y era por naturaleza un apóstol de su fe. Se ha dicho que el conquistador español, mostrando al indio con la izquierda un Crucifijo y blandiendo en su diestra una espada, le decía: «Cree o mueres.» ¡Mentira! Esto puede denunciar un abuso, no un sistema. La palabra cálida de los misioneros, su celo encendido y sus trazas divinas, su amor inexhausto a los pobres indios fueron, por la gracia, los que arrancaron al alma india de sus supersticiones horribles y la pusieron a los pies del Dios Crucificado.
Y a todo esto siguió la transfusión del ideal: el ideal personal del hombre libre, que no se ha hecho para ser sacrificado ante ningún hombre ni siquiera ante ningún dios, sino que se vale de su libertad para hacer de sí mismo un dios, por la imitación del Hombre-Dios. Y el ideal social, que consiste en armonizarlo todo alrededor de Dios, el Super Omnia Deus, para producir en el mundo el orden y el bienestar y ayudar al hombre a la conquista de Dios.
Esto es la suma de la civilización, y esto es lo que hizo España en estas Indias. Hizo más que Roma al conquistar su vasto imperio; porque Roma hizo pueblos esclavos, y España les dio la verdadera libertad. Roma dividió el mundo en romanos y bárbaros; España hizo surgir un mundo de hombres a quienes nuestros Reyes llamaron hijos y hermanos. Roma levantó un Panteón para honrar a los ídolos del Imperio; España hizo del panteón horrible de esta América un templo al único Dios verdadero. Si Roma fué el pueblo de las construcciones ingentes, obra de romanos hicieron los españoles en rutas y puentes que, al decir de un inglés hablando de las rutas andinas, compiten con las modernas de San Gotardo; y si Roma pudo concentrar en sus códigos la luz del derecho natural, [205] España dictó este Cuerpo de las seis mil leyes de Indias, monumento de justicia cristiana, en que compite la grandeza del genio con el corazón inmenso del legislador.
Tal es la América que hizo España; una extensión de su propio ser, logrado con el esfuerzo más grande que ha conocido la Historia: Nueva España, Nueva Granada, Nueva Extremadura, Nueva Andalucía, Nueva Toledo, son la réplica, aquende el Atlántico, de la España vieja, su verdadera madre. Y a tal punto llegó el amor de esta madre que, como dice un historiador francés, todo su afán fué modificar sus leyes con el designio de hacer a sus nuevos vasallos más felices que a los propios españoles.
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