martes, 5 de enero de 2010

Carta de un español, uno de los últimos. Año 2015



"Yo, que mañana he de morir, escribo estas letras a la luz de una antorcha esperando que amanezca. Contemplo el resplandor de las estrellas, y su brillo es muy diferente de la lobreguez que envuelve a los cadáveres que se extienden frente a mí, los mismos que tiñen de rojo el barro que piso y cuyo olor acre me repugna tanto como saber que mañana yo seré uno más entre ellos.

Yo,Javier, soldado español, hago guardia en el desfiladero de Despeñaperros , sé que hoy nos han rodeado, y que este lugar será mi tumba y al pensarlo mi estómago se encoge de frío, como si la gelidez de la muerte quisiera invadir ya mi cuerpo.

Por eso escribo con mi letra menuda, y al hacerlo mis manos dejan de temblar y siento que mis temores se difuminan. No, no intentar huir al resguardo de la oscuridad, en su lugar escribo y estas letras hablarán por mí cuando yo esté muerto, ellas explicarán por qué acepto mi destino; sí, serán ellas las que darán cuenta de los motivos de los que aquí esperan la muerte.

De nosotros, los españoles, dicen que somos hombres justos, que fuimos elegidos entre aquellos que más despreciaban las riquezas y el lujo, y que nunca nos hemos dejado corromper por el oro, pero en verdad yo os digo que quien dice esto miente.

En Amberes vimos por primera vez oro y plata en abundancia y nos arrojamos sobre él ansiosos de botín, pero al poco vimos al hermano pelear con el hermano por una copa de plata, o a hombres que habían luchado codo con codo disputar por una esclava de ojos verdes.

Nuestro capitán nos vio poseídos por la codicia y nos convocó en la plaza central, allí arrojó lo que le había correspondido al suelo y dijo “Ahí tenéis mi parte, mataos por ella”.

Los trescientos hombres de su compañía nos avergonzamos y nos desprendimos de nuestras riquezas de igual manera. Desde esa noche abandonamos los palacios de mármol y dormimos fuera de la ciudad, al cobijo de nuestras tiendas de lino. Todos los hombres del ejército de España nos alabaron y dijeron: “Estos son hombres justos que no se dejan corromper”, pero se repartieron nuestro oro y a nosotros no nos importó, porque habíamos visto el precio de la opulencia y nos pareció tan alto que ni uno sólo de los trescientos tuvo ánimo para permanecer en la ciudad. Por eso, cuando distinguimos a Mohammed VI en la colina vestido de seda engarzada con piedras preciosas, le despreciamos.

Sin embargo, aquella misma tarde nos ofreció un carro cargado de oro a cambio de dejar el paso franco y nosotros sentimos de nuevo el gusano de la codicia en nuestro interior y creo que nadie se vio libre de desear esas riquezas y abandonar el desfiladero y vivir, pero nuestro capitán se puso frente a nosotros. Él nos conoce y por eso no habló de honor, gloria, o patria, porque sabía que en esta ocasión esos términos sonarían huecos a nuestros oídos frente a la palabra vida.

“Quizás alguno todavía desea vivir en Amberes”, dijo, “el que quiera puede coger su parte y abandonarme. Al que lo haga le recomiendo que cargue mucho oro para olvidar el rostro de los amigos que deja atrás y le hará falta aún más para olvidar la sangre de los que morirán por su traición más allá del desfiladero”. Eso dijo, y luego guardó silencio, y nadie se movió y ni uno sólo de nosotros arrojó las armas y por un momento, sólo por un momento, nos regocijamos de estar allí junto a nuestro capitán. Así fue, y quien diga lo contrario merece la muerte.

De nosotros, los españoles, dicen que somos hombres de gran valor, que no tememos la muerte y despreciamos el filo de las armas de los enemigos.

Yo, en verdad os digo, que quien dice esto miente, que al ver las filas del enemigo erizadas de armas se nos encoge el corazón y tememos el corte del acero y el dolor de las heridas, pero mucho peor que este dolor nos parece sufrir el desprecio del amigo que combate a nuestro lado, la vergüenza de la mujer que espera nuestro regreso, o el repudio del anciano que un día luchó por nosotros.

Por todo eso dominamos nuestros temores y luchamos poseídos de una furia salvaje que resplandece en nuestros ojos, pero esa mirada no es de odio al enemigo, sino de espanto por saber que la parca camina siempre a nuestro lado y que cualquiera puede ser el próximo. Así es, y quien diga lo contrario merece la muerte. De nosotros, los españoles, dicen que somos hombres leales y luchamos por la libertad de los ciudadanos de Hispania, y por el rey, pero en verdad yo os digo que quien dice esto miente.

Mañana al amanecer embrazaremos nuestros escudos y, tras calar las bayonetas, se escucharán nuestros himnos de guerra resonar en el desfiladero y cargaremos contra las hordas de los bárbaros infieles. Yo avanzaré hombro con hombro ocupando mi puesto en la comapññía cerrada y sentiré el calor, la luz del sol, el olor del hierro, el sudor de los hombres, sabiendo que todo eso lo haré por última vez.

Y mi bayoneta se llenará de sangre y mataré diez bárbaros, o cien, o mil, pero esto valdrá de poco, por que mi vientre será atravesado por el fuego del enemigo y moriré, pero no lo haré‚ por la libertad de los españoles, ni por la justicia y ni el rey, ni siquiera moriré por España.

Moriré por no verme esclavo, arrastrando la cadena de la servidumbre por los desiertos de Arabia; moriré por vengar a Manuel, mi amigo, al que vi caer ayer atravesado por una flecha egipcia; moriré junto a Lu´s, que me ha cubierto el flanco con su escudo en diez batallas, y mañana me lo cubrirá por última vez; moriré por mi capitán, que nos conduce a la muerte, pero al que le estamos agradecidos por que antes hizo de nosotros hombres.

Mañana, cuando la noche caiga, de los últimos españoles sólo quedará un grupo de cuerpos sin vida, y después un puñado de huesos, y después un puñado de polvo, y después nada.

Quizás entonces, cuando se haya olvidado el nombre de España, e incluso el vasto imperio del del falso profeta haya sucumbido al olvido, alguien recordará nuestro sacrificio y verá que por nuestra muerte fuimos justos, valientes y leales, y todo lo que no llegamos a ser en vida, y entonces dirá: “los últimos españoles murieron hace mucho, pero su recuerdo permanece inmortal”. Así será, y quien diga lo contrario merecerá la muerte. "

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