Los últimos movimientos políticos de tendencia superadora se fundan en lo que se ha llamado una nueva problemática que, si en mucho es hija de este siglo, no sorprende, sobre todo a los que conocen la historia, por su novedad.
Es innegable que por todas partes se tiende a superar la vieja división de derechas e izquierdas. Se trata de un proceso largo, lento, con todo el lastre que se quiera, pero innegable. Tan innegable que la división clásica entre derechas e izquierdas en la mayoría de los países poco a poco parece convertirse en una categoría meramente histórica, derivada de los problemas de un momento y llamada a ser superada al ritmo que se vaya acentuando la problemática social.
En España ha de señalarse no sólo en el campo tradicionalista, sino incluso en los políticos de la vieja escuela y de aquellas Cortes totalmente dominadas por una interpretación individualista de la sociedad y del Estado, observaciones como las que hizo Cánovas, en 1899: «El Estado del porvenir ha de estar influido, antes que por nada, por el hecho novísimo de que sobre los antiguos problemas políticos, claramente preponderará el problema social». Y citamos a Cánovas por citar no a un teórico, sino a un estadista.
Hoy las características de esta problemática social no ofrecen dudas. Relega a segundo plano, por hastío unas veces y otras por ineludible necesidad las divisiones meramente partidistas y hace surgir a la superficie un nuevo tipo de política más concreta, [6] más administrativa y técnica. Existe un fuerte lazo social que sustenta los problemas planteados y que empuja a laborar en común por encima de las divergencias de los partidos.
Una concepción política de este tipo, que es la que tiende a imperar, más o menos acusadamente en todos los países occidentales, ofrece de modo fundamental una gran ventaja y un gran inconveniente. Ventaja fundamental es la acentuación de su política de realidades y no la de los ideólogos. Inconveniente: no ver en la política algo superior a lo meramente administrativo o técnico, desvirtuando la misión creadora y rectora del poder, que sobre todo, es cosa del espíritu.
Pero aunque algunos lectores se extrañen, planteadas las cosas así, estamos en el mejor camino para hablar de la monarquía social y representativa, la llamada monarquía tradicional, con la particularidad de que a estas alturas podemos hablar de ella no como suele hacerse en la mayoría de los casos desde los principios, sino desde la realidad. Desde esa realidad que va, más que de la que viene de vuelta. Desde la evolución de la misma sociedad, más que desde el pensamiento.
En el verdadero y auténtico orden social postulado por la Monarquía representativa, todo es representación identificada con la esencia misma de la sociedad. El fenómeno es tan complejo, que se apodera de toda la vida social y en gran parte la explica. Los hombres no lo pueden hacer todo por sí mismos. Unos obran por otros. Los padres por los hijos. Los maestros por los discípulos. Los jefes por sus oficiales. Es algo tan instintivo que exige reflexionar. Organización y representación son dos caras de un mismo fenómeno. Por algo la tendencia de los Estados modernos es la de ser más administrativos que gobernantes.
Pero, si bien organizarse y administrarse es algo común a todo ser normal, el gobernar un país fue siempre tarea para pocos. Mientras se diga que los representantes están para representar, todo es claro. Nada hay más simple. La oscuridad empieza al decir que los representantes están para gobernar. No es extraño, pues, que haya algunas perplejidades ante los problemas que plantea la estructuración y realización de esa [7] Monarquía Social y Representativa, sobre la que aún existen tantos equívocos. Si bien está en franca disconformidad con todo régimen totalitario, no quiere decir, de ningún modo, regreso o reincidencia, definiríamos mejor, en formas parlamentarias de ingrato recuerdo; las cuales, originadas por un mandato amorfo e inorgánico tienen por otra parte viciado, un ejercicio de minorías mandatarias, por el más radical sometimiento y esclavitud a lo que se llamaba disciplina de los partidos. La Monarquía Social y Representativa atiende fundamentalmente el derecho de los pueblos a estar correctamente representados ante el poder político, aunque esa representación política no tenga necesariamente que estar elegida mediante el sufragio universal e inorgánico.
Una de las mayores paradojas del mundo político moderno consiste en que el sufragio universal desvirtuó al principio de representación. Y una de las tareas fundamentales de la nueva Monarquía es vigorizar el verdadero sentido de la representación, ahora, precisamente ahora, cuando los países clásicos de la libertad parlamentaria se ven forzados a revisar las debilidades de su sistema institucional y atraviesan por reacciones similares a las de los países totalitarios.
En la Monarquía social y representativa, la participación del pueblo no constituye la autoridad, pero es indispensable como factor asistente de la misma. El poder político no se origina por decisión popular, sino que tiene por sí mismo entidad propia y necesaria. No se puede mandar, si no existe en el ánimo de los hombres un fondo de adhesión espiritual, una manifestación de opinión. El poder será popular, por lo tanto, no en el sentido de que sea el pueblo quien se sienta originario y creador del poder, sino cuando, una actitud superior –que en última instancia, como siempre, viene de arriba– se redondea con la adhesión de todos. El poder siempre es engendrado de modo bilateral y no como cualidad inherente de un modo exclusivo al depositario. Mandar y obedecer recíprocamente se compenetran. La relación entre poder y pueblo, en el fondo, será una relación diferencial, si bien mucho más estrecha que la propugnada por los mismos sistemas democráticos. Porque todo poder requiere confianza, [8] y si la autoridad viene de arriba, la confianza en política, como decía el abate Sieyes, viene de abajo. El poder precisa el asentimiento del pueblo más que su colaboración. Sin autoridad no existe obediencia y sin confianza no es posible la representación.
Reflexión ésta de acuciante actualidad, cuando la Política española ha llegado a un momento clave desde la trayectoria iniciada con el alzamiento de 1936 y cuando se trata de estructurar definitivamente al país creando las instituciones propias de un reino que garantice la continuidad y la vigencia ineludible del espíritu condensado en aquella fecha.
Sabemos que en los últimos años por las confusiones de nuestro lenguaje al uso se ha venido cometiendo un error importante al hablar de la Monarquía. Se habla de ella, únicamente como de una forma política, y se ignora sus raíces psicológicas, su misión en el orden social, no sólo como elemento de estructura jurídica para ejercer determinadas funciones de autoridad, sino también como factor de convivencia, por razón del respeto que inspira. A esta confusión contribuyó la falta de sistemática de la monarquía constitucional y parlamentaria, de tal modo que del 14 de abril de 1931, se ha dicho que fue la fecha en que la República se quitó la corona.
Pero así como en la órbita de los fenómenos químicos, existen unos cuerpos llamados catalizadores que con su mera presencia aceleran o frenan determinados procesos, en el orden social, existen catalizadores de sentido positivo o negativo.
En España la República viene a ser como un catalizador del desorden, el sectarismo, la subversión de valores morales, la proliferación de focos demagógicos y anárquicos, la chabacanería. Ante su presencia, se ha podido experimentar cómo las mejores voluntades fallan y la convivencia se hace imposible.
La Monarquía, por el contrario, con todas sus Instituciones –desde la Corona, hasta la encarnación de autoridad o representación en las de menor extensión o responsabilidad–, patentiza un auténtico foco de polarización ante cuya sola presencia se posibilita el respeto, sin el cual no hay convivencia, ni disciplina social, ni eficacia en los proyectos colectivos.
Es inevitable que existan todavía equívocos entre la gran [9] masa; pero, pocos movimientos políticos habrán en el mundo que puedan ofrecer lo que el pensamiento tradicional español. Él vio caer a uno y otro lado, perderse en el olvido, en el siglo y cuarto que lleva de existencia, tanto fuerzas de izquierdas como de derecha que se presentaron con alardes de portavoces de su tiempo y del futuro. La corriente minoritaria que en el transcurso de la Monarquía liberal y la República propugnaron ese sistema tradicional, se ve ahora reforzada con el apoyo de las promociones que en 1936 se hallaron ante una realidad en cuya génesis no tenía responsabilidad y con el testimonio valioso de algunos de los más destacados intelectuales europeos y norteamericanos de nuestros días.
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