viernes, 12 de marzo de 2010

El sistema representativo tradicional.




Complemento natural de la libertad regional es aquella magnífica y asombrosa institución que surge de las entrañas e nuestra propia Historia, aquella hermosa y fecunda doctrina representativa, simbolizada en nuestras antiguas y veneradas Cortes. Y al hablar de las antiguas Cortes no me refiero sólo a las de Castilla, que fueron, por cierto, y por causas que no voy a examinar ahora, quizá más embrionarias y menos desarrolladas que las de los demás reinos de España.


Ya sé yo que no llegaron a completo término aquello principios representativos que tan profundo arraigo tenían en la sociedad medieval, que apenas existió un señorío de ciertas proporciones sin sus juntas o pequeñas Cortes, y que no habían podido llegar a su plenitud y lozanía, entre otras causas, por el golpe de retroceso producido por la protesta luterana en la civilización europea, y que originó la Monarquía absoluta del siglo XVI, la cuál fué obstáculo para que alcanzaran el término de su evolución los gérmenes de verdadero régimen representativo que había en el seno de las monarquías cristianas; pero, tomando en conjunto aquel sistema, y sin referirme al del Castilla, ni al de Valencia, ni al de Aragón, ni al de Navarra y Cataluña, que no difieren en lo sustancial entre sí, ni los Estados generales de Francia, ni de los Parlamentos de Inglaterra, ni de las Dietas de Hungría, Polonia y Alemania, porque habían sido la realización varia de un mismo principio inmortal que informaba a las sociedades cristianas en el Edad Media,puedo sintetizarlo en estas cuatro bases fundamentales en que las Cortes se apoyan, y que son: primera, representación por las clases; segunda, incompatibilidad entre el cargo de diputado y toda merced, honor y empleo, exceptuando los que son obtenidos por rigurosa oposición; tercera, el mandato imperativo como vínculo entre el elector y el elegido, y cuarta, aquellas dos atribuciones de las Cortes que consistían en no poder establecerse ningún impuesto nuevo, ni ser variada o modificada ninguna ley fundamental, sin el consentimiento expreso de las Cortes.

Queremos nosotros el régimen corporativo y el de clases porque entendemos que. correspondiendo a la misma triple división de la vida y de las facultades humanas, hay en la sociedad, cualquiera que ella sea, una clase que representa principalmente el interés intelectual, como son las corporaciones científicas, las Universidades y las Academias; una clase que representa, antes que todo y principalmente, un interés religioso y moral, como es el clero, y otras que, como el comercio, la agricultura y la industria representan el interés material; y, en una sociedad no improvisada, y con la vida secular como la nuestra, hay la superioridad del mérito reconocido en todos los pueblos, y la formada por prestigios y glorias de nombre históricos constituyendo la aristocracia social y la de sangre, y, con el interés de la defensa y del orden representado por el Ejército y por la Marina, está completado el cuadro de todas las clases sociales que tienen derecho a la representación. Por eso no queremos que sean las Cortes formadas por aquel cuerpo electoral, del cual decía ya Donoso Cortés que era un agregado arbitrario y confuso, que se formaba a una señal convenida y se desvanecía a otra señal, quedando sus miembros dispersos hasta que sonaba de nuevo la voz que les ordenaba juntarse. No queremos que sea ese arbitrario agregado, en el cuál el médico, el industrial, el sacerdote, el agricultor, el abogado, el militar, todos juntos y confundidos van a hacer surgir aquella representación legítima de intereses tan varios, tan complejos, y a veces tan opuestos; nosotros queremos que las Universidades, las Academias y las Corporaciones científicas, tengan sus propios representantes, que tenga los suyos el Clero, que los tenga la industria, el comercio y la agricultura, y sus especiales mandatarios, la aristocracia y el Ejército.

Queremos también que, como vínculo entre el elector y el elegido, exista el mandato imperativo. Ya se yo que contra el mandato imperativo han esgrimido sus armas las escuelas doctrinarias; ya sé que contra él dicen que resuelve antes de discutir, y que con eso, en cierto modo, se mata el régimen parlamentario. Si no tuviera mas inconveniente que ese, para mi esa era la mejor de sus defensas; pero no es verdad que resuelva antes de discutir, porque puede suceder, y sucede de hecho, que dentro de una clase pueden los electores haber deliberado y discutido ampliamente, y después el procurador mismo puede discutir en las Cortes con aquellos otros procuradores que no hayan recibido expreso mandato imperativo, y el mismo puede no recibirlo para todos los asuntos. No es cierto tampoco aquel axioma político de las escuelas liberales, según el cual el diputado no es representante de una clase, ni de un distrito, sino de la nación entera, esta es una aberración, de la cual, ya en el año 1848, y comentando la Constitución revolucionaria francesa de entonces, se reía Proudhon, el cual decía que, si los diputados representaban a sus diferentes distritos, estaba representada la Nación, y que de ninguna manera podía representar un diputado a todos los distritos de la Nación, ya que en la mayor parte de ellos eran desconocidos los diputados por los distritos, y los distritos por los diputados.

Tiene el mandato imperativo innegables ventajas, y una de ellas es que por medio de él se pueden conocer directamente el Estado de la opinión pública, de ese concepto que tantos servicios os ha prestado, que es una frase hecha que, bien analizada, no puede ser sustentada por los liberales, ya que el sujeto de la opinión requiere dos cosas: el conocimiento de las cuestiones morales y jurídicas, que no puede tener una multitud, y al mismo tiempo una unidad de norma y de criterio, que con la libertad de todas las opiniones se destruye.
El estado de la opinión puede ser conocido por el mandato imperativo, ya que, por el número de mandato o poderes que en las Cortes aparezcan, se puede saber perfectamente cuando están divididos en el país los pareceres y cuando hay cierta uniformidad o cierto parecer común, ya en cada clase, ya en todas juntas.

Ofrece también otra ventaja inmensa que no puede existir con los sistemas parlamentarios modernos. ¿Sabéis cuál es esa ventaja que reporta? La de no poder violar la verdadera voluntad del país: es decir, que los que sean elegidos no prometerán una cosa durante el periodo electoral, y después ejecutarán lo contrario cuando tengan la investidura de diputado.
Sucederá otra cosa y de suma importancia: que no podrán existir en las Cortes mayorías oficiales, mayorías que voten según la voluntad del Gabinete, sino mayorías populares que voten según la voluntad de sus representados.

Con la incompatibilidad del cargo de diputado con todo honor, merced o empleo que no fuese obtenido en rigurosa oposición, se lograría evitar una de las principales fuentes que pueden existir de corrupción parlamentaria. No podría un diputado ni siquiera ser representante a un tiempo de un distrito y de poderosas sociedades industriales que reciban subvenciones del presupuesto. No podría, por lo mismo, echarse sobre sí la nota que pudiera ser denigrante, y que ahora además puede ser cierta, de que no votaba libremente, sino por complacencias, por halagos o por mercedes recibidas o prometidas. Por eso es de completa necesidad establecer esa incompatibilidad, para evitar las corruptelas, podredumbres y prevaricaciones parlamentarias.

Consideramos también que las Cortes tienen dos oficios, porque tienen que cumplir una doble misión; ayudar a gobernar, sin se cámaras cosoberanas que usurpan las atribuciones del Monarca -el cual debe reinar y gobernar, sin estar sujeto a la humillante tutela de un Gabinete que concentra en sí todos los poderes, y responder con responsabilidad social-, y limitar y contener la autoridad soberana, para que no se salga de su órbita propia.
Consecuencia de esas funciones son la exposición de las necesidades de los pueblos, y la petición de sus remedios, ya por disposiciones particulares o por leyes, y el que no sea impuesta ninguna contribución ni cambiada ninguna ley fundamental sin previo consentimiento; prerrogativas de que se ha hablado antes, y que, con otras menos importantes y la del juramento mutuo al comenzar el reinado, de una u otra manera han existido siempre en las antiguas Cortes españolas cuando llegaron a tener algún desarrollo.

De aquí se deduce que dentro de nuestra monarquía es absolutamente imposible toda tiranía. No pueden ser violentadas las conciencias cristianas; pues aquella relación que tiene el Estado con la Iglesia no la fija arbitrariamente por su voluntad el Estado, sociedad inferior, sino la Iglesia, que por su fin es la institución suprema. No puede ser dilapidada nuestra hacienda, porque sin el consentimiento de los súbditos o de los mandatarios no se pueden establecer impuestos nuevos; y, finalmente, no puede ser hollada nuestra libertad porque, para ser alteradas las leyes capitales que la definen y amparan, necesita el concurso y el beneplácito de los mismos gobernados o de sus procuradores. Resulta, pues, que, con nuestro sistema no pueden sufrir menoscabo ni nuestra fé, ni nuestra libertad, ni nuestra Hacienda. Es decir, que en éste régimen, la libertad está en todas partes y la tiranía en ninguna. Viene a ser esto, bien entendido, una Monarquía fuerte y robusta por su poder no parlamentario; representativa, por sus auxilios y limitaciones, y federativa, por las regiones que asocia y enlaza; siendo este calificativo, juntamente con el apellido primogénito de católica, y no el mote de absolutista, el que mejor se cuadra, si se aplican las palabras en su legítimo sentido.

Juan Vázquez de Mella

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