sábado, 13 de marzo de 2010

EL mundo de habla española (II)


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Desaparecidos los odios y las rencillas derivados de las distintas guerras que hubo en la América española al hacerse independiente, lucha que con todos sus personajes de epopeya tuvo los terribles caracteres de las guerras civiles, quedan hoy las raigambres históricas con todo su poder de acercamiento y compenetración. Así vemos a historiadores argentinos averiguando con interés cuál fue el punto de España donde nació don Juan Garay, fundador de Buenos Aires. Vemos historiadores de Centro-América queriendo probar que los restos del primer Almirante de las Indias, Cristóbal Colón, están en Santo Domingo y no en Sevilla, a lo cual nuestros doctos, con pruebas contundentes, replican que esos restos descansan bajo las bóvedas de la Catedral de Sevilla. Vemos a la principal Academia de Historia de los Estados Unidos del Norte enfrascada en averiguar cómo era la bandera española enarbolada en la Plaza de Armas de Nueva Orleáns (Luisiana) en los últimos tiempos de la dominación hispánica. Y sabemos, por otros historiadores, que el famoso canal de Panamá, abierto en el istmo de su nombre, después de tan ímprobos trabajos y tan titánicas luchas, fue estudiado y pretendido hacer por los españoles en tiempo de Carlos V. Y no se enumeran más, porque para ejemplo basta lo dicho.

Estos estudios, estas ansias de investigación y las citas anteriores de otro orden, demuestran que América [48] empieza a saber que las tradiciones seculares fomentan firmemente la unidad moral de los pueblos: empieza a echar de menos en su ser un espíritu creador, el espíritu de la tradición, y claro está que al procurarlo y ahondar en la historia encuentra el pecho, el regazo y los brazos de la amorosa madre, de España. Y ahí están los mejores orígenes del hispanoamericanismo.

Alguien dijo que la historia del mundo es la historia de unas pocas familias. En efecto, en cada nación suele haber una familia que, por la actuación de sus antepasados, encarne o compendie la historia de su país. Dentro de esta verdad están los países hispanoamericanos, a pesar de su juventud. Pues bien, destacada en cualquiera de esos países una de dichas familias, de gran formato, se verá que sus orígenes no están en Italia, ni en Francia, ni en Rumanía ni en Portugal; sino que, en general, están en la irradiante España.

Entre españoles y americanos fraternos no hay apasionamientos políticos ni religiosos, no hay odios de raza, no hay guerra económica; por el contrario, la epopeya y el romance los envuelve, la historia los acaricia, la sinceridad los une, la antorcha de la civilización les alumbra iguales rutas.

España tuvo un orto deslumbrante en el sol de su vida, su raza lo volverá a tener.

Como consecuencia de lo que se deja expuesto, debe deducirse que la denominación de América latina que se da a la América española es caprichosa, no es acertada ni es justa.

Veamos ahora por qué motivos se ha dado y aún sigue dándose.

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En América durante muchos años y con relación a España estuvo tomándose la parte por el todo. No se estudiaba a España ni poco ni mucho. De ella se veía solamente lo que de ella llegaba, el emigrante pobre y a veces analfabeto. Debido a esto, el orgullo del origen quedó envuelto en una bruma espesa y la denominación de América latina fue tomando incremento, fomentada hábilmente por Italia y por Francia, sobre todo por esta última, que de ese modo entraba gallardamente en la familia, titulándose hermana mayor y llevando hacia sí afectos y admiraciones muy justos, sí; pero que no le corresponden por ese motivo, sino por ser la irradiadora suprema de liberalismo y de espíritu universal.

Pero ¡oh sorprendente acción del tiempo que todo lo transforma! En Francia se empieza a hacer justicia a España en este asunto. Es muy interesante un artículo publicado en «La Petite Gironde» de Burdeos, periódico de gran circulación en Francia, el día 6 de Enero de 1929. Titúlase «El imperialismo americano», y se refiere a los peligros que encierra para el hispanismo el imperialismo yanki, nacido de la doctrina de Monroe, de la conquista económica de las repúblicas hispanoamericanas, que es un hecho, y de su conquista moral, que es un intento. En ese artículo no se alude ni una sola vez a la América latina, se alude repetidas veces a la América española y se termina así: «Importa mucho al mundo entero que España no se deje arrebatar el rol que su gloriosa tradición y sus cruentos sacrificios le deben asegurar cerca de las naciones hispánicas; Europa entera está estrechamente unida a España en este asunto y es necesario que España se halle persuadida de esto, para que tenga plena confianza en sí misma y en su misión histórica.»

Si este atisbo de sana evolución se acentuase en Francia, no habría ya que pensar en tal asunto, pues como eje que ella es de la mentalidad humana, tiene tal prestigio, que impondría muy pronto al mundo el denominativo de América española, que es el único justo por su rotundidad.

La constante repetición de América latina tendía y tiende a arrancar y a desecar las raíces hispánicas. Hasta ahora no se ha conseguido, parece ser que no se conseguirá; pero es indudable que tal definición es un enemigo más de España, lleno de malicia y que ocasiona confusión a fuerza de inexactitud. Crea además una rutina y la rutina tiene una fuerza que esclaviza y agranda los errores que se mantienen colectivamente.

Diciendo «América latina», como también se dice en Norte-América y otros países americanos, tal vez quieran argüir que se le concede un abolengo, si no mejor, de frondas mayores; el que eso sea injusto no importa, otras injusticias análogas perduran entre los humanos y nadie se esfuerza por corregirlas. Además, sustituyendo el denominativo injusto de «latina» por el justo de «española» se concedía mayor irradiación a España y eso sería virtud inusitada en la historia de la Humanidad. Bueno que España labore por su engrandecimiento moral y material; pero pretender que las grandes agrupaciones humanas la ayuden en tal camino, aun haciéndola justicia, sería lo mismo que pedir luz propia a los astros muertos.

La evolución del periódico francés a que se ha aludido obedece al deseo de contrarrestar el engrandecimiento material y moral de los Estados Unidos del Norte.

Entre Francia y España existe una gran diferencia. La acentúa el suelo y el cielo de ambas y la marcada psicología de los dos pueblos evidente en sus costumbres y en todas las manifestaciones del arte. Nadie más indicado para reconocerlo que el turista americano que, en sus viajes de emociones, orientaciones y estudio, pasa del territorio francés al español. No quieren referirse estas líneas a la superioridad que en uno y otro campo pueda haber en distintas cosas, sino a la diferencia total que hay en el conjunto; búsquese en lo que se busque, ya sea en la arquitectura, en la pintura, en las letras o en las costumbres; y no se dice en la ciencia, porque ésta no tiene solar ni color, es universal y resulta del talento y del estudio de todos los hombres.

Ante esta falta de comunión espiritual, por más amistad que haya entre los dos pueblos, ¿qué es lo que significa ni qué fuerza tiene para juzgarlos hermanos, el que las palabras inclemente e inclement, por ejemplo, tengan su etimología en el latín inclemens, de in negativo y clemens, clemente? (Cítase tan sólo este adjetivo por no citar mil palabras más que harían odioso este trabajo.)

¿No es altamente caprichoso, por no decir ridículo, que sea ese y no otro el origen de las denominaciones «latinoamericanismo» y «América latina»?

Algo parecido a la raza, que, de no fijarse en un punto esencial, se pierde uno en las raíces múltiples, ocurre con la lengua española. Del ario deriva el sánscrito; del sánscrito salió el latín; en el latín influyó el griego; a España pasó el latín popular de formas rudas, llevado por los soldados, que se mezcló con los dialectos de la península, formando lenguas nuevas denominadas neolatinas. El latín de las clases elevadas de Roma y el de los escritores, influyó menos en España que el latín popular de formas primitivas. Pasó largo tiempo y llegó la decadencia del Imperio Romano, que invadieron los bárbaros, quienes contribuyeron poderosamente a corromper el latín, tanto el plebeyo como el de las clases cultas. Estas influencias actuaron en España de un modo y en las Galias de otro, y así se llegó al Renacimiento.

Toda argumentación para fundar como atinada la clasificación de «América Latina» resulta fragorosa y casi incompleja al lado de la verdadera: «América Española».

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Analicemos ahora la clasificación de «Iberoamericanismo», lamentable también, con la circunstancia agravatoria de que está arraigada entre algunos españoles dirigentes.

Iberoamericanismo, espiritualmente hablando, quiere decir: unión de España y Portugal, unión de Portugal y de Brasil, unión de Brasil y las diez y nueve Repúblicas hispanoamericanas y unión de Brasil y España.

¡La complejidad es grande; es absurda, casi es morbosa!

¿Cuántas complicaciones aparecerían en tan soñada unión, de poder utilizar un microscopio para estudiar las almas de los pueblos, lo mismo que se utiliza para estudiar las células vegetales?

Los hijos de los diez y nueve países americanos de origen hispano, no hablan ni quieren saber nada de iberoamericanismo. Esta clasificación, inventada equivocadamente por unos cuantos españoles, la aceptan los portugueses cuando les conviene, y pocos, muy pocos brasileños.

Una cosa hay en Portugal, derivada principalmente de España, que tiene allí gran importancia arquitectónica, y es el estilo Manuelino. Los portugueses niegan en este caso la influencia hispánica, y para acreditar su teoría le buscan otros orígenes.

El estilo de Isabel, como ahora se dice en España (el manuelino de Portugal), se formó con las postrimerías del gótico, los avances del renacimiento que entonces empezaba a llegar y la influencia decisiva del mudéjar. Este último fue formado en España con sus artistas y sobre todo con los artistas árabes que en casi su totalidad se quedaron en suelo español después de la rendición de Granada, no siendo expulsados a tierras africanas como los otros moros.

Los maestros franceses reconocen el estilo de Isabel como creado en España, pero los portugueses, en su estilo similar, rechazan tal ascendencia, atribuyéndolo exclusivamente a su inventiva y a las transformaciones aludidas producidas en territorio suyo, sin siquiera la intervención del mudéjar español, que dicen reemplazaron con otro mudéjar trasplantado del Norte africano.

Estas proyecciones españolas tienen demasiada importancia para España al absorber algo de Portugal y entonces éste no las acepta, tomando del Iberismo, como se ve, aquello que le conviene o dejando del mismo lo que no le agrada.

Sólo un detalle hay, verdaderamente luso, en el estilo manuelino, y es el referente a barcos y cuerdas. El resto, lo típico, o sea la riqueza fantástica en la amalgama de los estilos referidos, derivó de España, aunque en ésta esa riqueza sea más moderada.

Desde hace diez años se viene hablando en España de la conveniencia de un acercamiento luso-español. Hubo congresos en que, para tal fin, estuvieron reunidas las universidades españolas y portuguesas; se estudió igualmente esa aproximación en el aspecto económico; se habló, escribió y discurseó mucho; pero prácticamente no se hizo nada, porque es muy difícil, sí no imposible, el hacer algo de eficacia poderosa. Un ilustre escritor portugués dijo que el tan mentado intercambio lusoespañol es un desierto y que lo que sólo está en pie es el atávico recelo de Portugal respecto de España y la ignorancia de ésta en cuanto a su vecina, que si no la desdeña, por lo menos parece que le es indiferente. Esta es la pura verdad, una vez descontados por ambas partes las gratas cortesías internacionales.

Don Francisco Cambó, en su libro Por la Concordia, aboga por el Iberismo como un gran ideal ibérico; pero lo hace así porque olvida que los portugueses no pueden abandonar su vehemente personalidad, personalidad que es hija de un nacionalismo extremo, firme e inconmovible.

En el precioso pabellón que los portugueses construyeron en la Exposición de Sevilla, y al cual llevaron maravillas como las obras pictóricas del gran Nuño Gonsalves, lo cual ganó la gratitud de los españoles, dio una conferencia muy interesante el ilustre hispanófilo portugués Agustín de Campos; la dio en correcto español, y a pesar de su mérito, este alarde honroso le sirvió para que a su regreso a Lisboa le pidieran cuentas de por qué no había hablado en portugués. Si el ilustre escritor a que aludo [55] hubiese dicho su discurso en Inglaterra o en Francia, empleando los idiomas inglés o francés, los suyos se hubieran vanagloriado; pero el haberlo dicho en español, en España, les molestó. Ya ve el señor Cambó qué lejos está de toda posibilidad el Iberismo.

En la península ibérica hay dos cosas muy diferentes entre sí y son las dos naciones peninsulares que la forman. Tienen un pasado que no es común (salvo en cortas etapas) y su presente y su futuro son de absoluta independencia y de rumbos diversos por ser dos países vivos que marcan avances diferentes y dejan estelas muy distintas.

Dicen los portugueses que Portugal es una nación formada por misterioso dinamismo histórico. Los estudios hechos por hombres de ciencia parecen ayudar ese criterio. De la fábula y de los mitos surge igualmente un tipo portugués, diferente del celta y diferente del ibero. Por allí pasaron fenicios, griegos, romanos, visigodos, musulmanes, castellanos; se fundó un condado, éste se convirtió en reino, y en todo momento, lo mismo en sus tiempos desgraciados que en sus tiempos áureos, Portugal conservó su carácter propio, en el cual nada intervino tampoco la dominación española de los tiempos de Felipe II durante sesenta años.

En la actualidad, el patriotismo peninsular que existe en aquel país no es localista, sino que es el camino directo hacia una simpatía cosmopolita, humana, mundial. Esto es, ven en el amor a España el principio del amor al cosmopolitismo. En cambio España circunscribe su patriotismo peninsular al amor entre las dos naciones, lo cual despierta alguna susceptibilidad portuguesa.

Portugal siente todavía hispanofobia a causa de los libros sofisticadores que aun perduran en las escuelas, que más tarde son destruidos por los libros serios y estimables del hombre de estudio; pero que dejan su mala influencia en el vulgo numeroso, contribuyendo a mantener suspicacias y recuerdos impropios de la sesuda filosofía que hoy impera en el mundo.

Algo puede cambiar este sentimiento, debido a las numerosas visitas que hicieron los portugueses a España, con motivo de la Exposición de Sevilla, a trece horas de Lisboa. Hagamos votos calurosos por que así sea.

Con buena voluntad siempre hay manera de elogiar una acción, una frase o una ley; con mala voluntad siempre se la puede criticar en tono acerbo. Nadie desconoce la locución «Las lenguas de Esopo», nacida precisamente para demostrar que muchas cosas tienen dos aspectos y por esto se las puede alabar o zaherir según cuadre o convenga al comentarista.

España con su equivocado iberoamericanismo suele invitar a Portugal a ingresar en la gran familia hispana, obedeciendo a una manera franca de sentir el patriotismo peninsular; pero al mismo tiempo que tiene este gesto noble, tiene negligencia para ahondar en la vida portuguesa, y de ahí también algunos prejuicios torpes de los españoles, radicados siempre en el vulgo inmenso.

El vocablo de Iberoamericanismo rechazado por la Real Academia de la Lengua, única que en este caso tiene autoridad, es en nuestro idioma lo que en medicina se llama neoplasma, o sea un tejido nuevo, anormal. Y lo curioso del caso es que esta anormalidad la mantiene frecuentemente el Gobierno español y alguna institución semioficial, a pesar de su principal carácter de hispanoamericanismo, en virtud del cual debiera de enterrar y olvidar semejante error.

Entidades como la Unión Iberoamericana de Madrid y el Centro Gallego de Montevideo, quieren mantenerlo y fomentarlo. En su empeño habrá un fin noble; pero, desgraciadamente, constituye una lamentable equivocación, pues amparando una cosa invertebrada van contra el hispano-americanismo, que es la única verdad en este asunto. Se divorcian de él y con tal disparidad de criterios ayudan también al latinoamericanismo, del que hábilmente se aprovechan Italia y Francia en perjuicio de España.

De ahí el que una comisión de intelectuales, presidida por el señor Fernández Medina, ministro del Uruguay (uno de los diplomáticos americanos de más prestigio en España), haya visitado hace algún tiempo al jefe del Gobierno español para pedirle que oficialmente se emplee siempre el vocablo «Hispanoamericanismo».

Los lusitanos cristalizaron su raza solamente en el Brasil. En las otras diez y nueve naciones fueron españoles bien definidos, puros y claramente perpetuados los que allí descubrieron, poblaron y civilizaron.

Los brasileños hablan de su raza refiriéndose a Portugal. A «Las Lusiadas», gran poema del mar, poema del inmortal portugués, le llaman el poema de su raza. Los portugueses, refiriéndose al Brasil, dicen «la América de lengua portuguesa» y los brasileños, hablando de Portugal, le llaman «Patria de su Patria». Portugueses y brasileños cantan la confederación espiritual que forman Portugal y Brasil, confederación cuyo cetro preponderante es del soberano Camoens. Y enfrente de ella, amistosamente, España y los diez y nueve países de habla española forman otra confederación igual, cuyo cetro prepotente entregaron a Cervantes.

Pero llega a más la complejidad de que hemos hablado. Brasil acepta hasta cierto punto la herencia espiritual que le dejaron los portugueses; pero sólo hasta cierto punto. Así el escritor brasileño Renato Almeida dice: «Nuestra condición de americanos nos libra de las formas europeas y nuestro destino no es proseguir la obra portuguesa, sino hacer cosa propia y libre con la marca natural de la influencia y herencia recibidas; pero sin sujeción a su dominio. Ni fusión política ni unidad literaria con Portugal. Respetemos con veneración las glorias portuguesas; pero no acreditemos que sean fuerzas capaces de orientar al Brasil, cuya finalidad se manifiesta en otros términos y para otros destinos. Ni política ni literariamente se armonizan los ideales de los dos países y no se puede hablar en raza común cuando el caldeamiento étnico del Brasil crea tipos tan diferentes de los portugueses. Nuestro universo es totalmente otro y la transformación de la lengua entre nosotros acentúa cada vez más esa separación.»

Como se ve, Brasil padece algo de lusofobia. En la trayectoria luminosa hay el desequilibrio propio de las rápidas y apasionadas sustituciones.

Además de lo razonado sobre el vocablo «Iberoamericanismo» hay que entrar a juzgarlo desde los países suramericanos de habla española.

En la América del Sur existe una política internacional que tiende a la mejor armonía entre los distintos Estados que forman ese continente, pendientes todos del progreso.

Brasileños y demás suramericanos siéntense vinculados por lazos de vieja amistad, fundada en comprensiones recíprocas y en admiraciones mutuas, pero nada más.

Nada hay de común allí más que el origen continental. Los otros orígenes son distintos. Dos razas, dos culturas, dos idiomas; diversidad que, desde luego, no conduce al odio, pero tampoco a repetidas emociones fraternas.

Hasta la misma independencia del Brasil se hizo en condiciones diferentes a las de las repúblicas hispano-americanas.

La originalidad y la complejidad de las civilizaciones española y portuguesa son muy marcadas para que se las pueda confundir o mezclar.

Fidelino de Figueiredo, portugués ilustre, ha dicho que toda aspiración de confraternidad iberoamericana tiene un largo y difícil camino que recorrer antes de plasmar en realidades eficientes.

Por todo esto el iberoamericanismo es una aspiración mal enfocada y peor definida. Quizá se pueda abordar dentro de algunos siglos, pero, hoy por hoy, las preocupaciones serias de España (principal creadora del ibero-americanismo) deben circunscribirse al hispanismo en la América española, o sea al hispanoamericanismo.

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