viernes, 30 de abril de 2010

El deber del patriotismo




La patria es espíritu. Ello dice que el ser de la patria se funda en un valor o en una acumulación de valores, con los que se enlaza a los hijos de un territorio en el suelo que habitan. Y añadimos que con esta definición se aseguran, en la esfera teórica, mejor que con ninguna otra, los deberes patrióticos, por lo mismo que se los limita en su órbita normal, al mismo tiempo que se resuelven satisfactoriamente numerosos problemas, que quedan insolubles en el aire, lo mismo cuando sólo se atiende a los elementos ónticos de la nación: la tierra o la raza, que cuando se funda la patria en una tradición indefinida, es decir, en una tradición que no ha discriminado lo bueno de lo malo.

La patria la crea un valor; en el caso de España, la conversión de Recaredo y de la monarquía visigoda a la religión del pueblo dominado. La patria se funda en el espíritu, es decir, en el bien. En el bien se funda y en el bien se sostiene, así como en el mal se deshace; y por eso no creo que pueda aseverarse que la defensa de su ser sea anterior a su justicia o injusticia. Cualquier acto de justicia, la fortalece, cualquier injusticia la debilita. La gloria la glorifica, la vergüenza, la avergüenza. En el mundo de la vida individual permite Dios que prevalezca en algunos casos la injusticia. También en la historia de los pueblos, pero sólo por corto tiempo y ello con un propósito que luego se vislumbra. El padre Vitoria tenía razón al afirmar que: "Cuando se sabe que una guerra es injusta, no es lícito a sus súbditos seguir a su Rey, aun cuando sean por él requeridos, porque el mal no se debe hacer, y conviene más obedecer a Dios que al Rey."

¿Negaremos con ello que tienen razón los que dicen que se ha de estar con la patria como con el padre y con la madre? Todo lo contrario. Se ha de estar con la patria como con el padre y con la madre, pero los mandamientos de la Ley no han de considerarse aislados, sino en su conjunto, en el compendio que los reduce a dos: el de amar a Dios y el de amar al prójimo. Se ha de estar con el padre, la que no quita para que sea heroica la fuga del hijo del ladrón, que huye de la tutela paterna porque no quiere que su padre le enseñe a robar. El mandamiento que nos pide honrar padre y madre supone que el padre y la madre se conducen como corresponde a la dignidad espiritual que la paternidad y maternidad implican. No se nos pide cumplir un mandamiento para conculcar todos los demás, sino que cada uno de los mandamientos, salvo el primero, que nos exige amar a Dios, está condicionado por los otros nueve. En el caso del padre Vitoria ha de tenerse en cuenta que se trataba del primer maestro en teología moral de su tiempo y que de entre sus discípulos salían los confesores de los Reyes de España, que se contaban entonces entre los poquísimos súbditos que conocían lo bastante los motivos de cada guerra, para poder resolver en conciencia sobre su justicia o injusticia. De hecho hay dos clases de hombres: los gobernantes y los gobernados. Los gobernantes están en la obligación de que su patria esté siempre al lado de la razón, de la humanidad, de la cultura, del mayor bien posible. Los gobernados no tienen normalmente razones para poder juzgar a conciencia de la justicia o injusticia de una guerra. Salvo evidencia de su in- justicia, su deber es obedecer las órdenes de su Gobierno. Y aunque tengan algunas razones para creer sus órdenes injustas, si no son suficientes para producir la certidumbre, en caso de duda deben ir con los suyos. ¡En la duda, Señor, con los nuestros!

A primera vista podrá parecer que a la patria le conviene siempre, con razón o sin ella, el sacrificio de sus hijos. Pero no es así. Y ello por dos razones. A la patria injusta se le pierde el respeto y se acaba por perderle el cariño. Si una nación mata y roba a otras, al solo objeto de engrandecerse, es inferior a sus hijos, porque éstos deben estar seguros de que su ser no mengua, sino que se agranda, cuando someten su albedrío a su moralidad. Hombres educados en una religión que nos enseña que Dios es amor, no puede rendir homenaje a una patria que todo lo exige sin dar nada. La patria-Moloch no merece nuestro sacrificio, ni alcanza nuestro afecto. Pero es que, además, si no velan con todo cuidado los encargados de ello por ligar escrupulosamente la causa de la patria a la del bien universal, no solamente perderán para ella el afecto de sus hijos, sino que suscitarán en contra suya enemistades que, tarde o temprano, le serán perjudiciales y acaso funestas. Cuanto más noble sea la conducta de la patria nuestra, siempre que no sacrifiquen con ello sus intereses vitales, lo que sería al mismo tiempo abandonar la causa de la justicia, cuanto más generosamente proceda, cuanto más rica sea en contenidos espirituales, tanto más la amaremos sus hijos, tanto más numerosos serán fuera de ella sus admiradores y amigos, tanto mayor su gloria, tanto más fundados sus títulos al respeto y al aprecio universales.

Este concepto de las patrias como tesoros espirituales hace justicia a su patente e indiscutible desigualdad. En las teorías ónticas, cuando se ve la esencia de la nación en la tierra o en la raza o en la tradición indefinida, es decir, sea la que fuere, todas las patrias son iguales. Todos los hombres han de querer o pueden querer con el mismo cariño su tierra o su raza o su tradición. Lo mismo ocurre cuando se funda en la "voluntad consciente y libre de los ciudadanos". Tan respetable es la del bosquimano como la del francés o el alemán. Pero todos sabemos que las naciones son desiguales, no solo en poder, riqueza y población, sino en su mismo ser. El patriotismo del cabileño o del turquestánico no es el mismo que el del inglés o el italiano. El ser nacional del salvaje o del bárbaro es mucho más indefinido que el del hombre civilizado. A medida que la cultura va multiplicando los vínculos nacionales se intensifica el patriotismo de los hijos de las distintas nacionalidades. La aparente intensidad del patriotismo en las naciones nuevas encubre malamente el temor de que, por tratarse precisamente de un patriotismo poco hecho, puedan perderlo fácilmente sus hijos o, tal vez, no llegar a adquirirlo, si se trata de inmigrantes o de hijos de inmigrantes. Lo que se dice con ello es que la patria, como el patriotismo, es un concepto gradual, y no absoluto, que unas patrias son más patrias que las otras, y sus hijos más o menos patriotas, según su cultura y la dirección de su cultura, y que los miembros de las nacionalidades son más o menos activos o pasivos, más o menos sujetos u objetos de la historia, con lo cual la teoría no hace sino confirmarnos lo que nos dice la evidencia.

Nuestra teoría hace también justicia a las diversas formas que puede adoptar el sentimiento nacional y a su diversa graduación jerárquica. Hay gentes que no llegan a sentir en la patria más que el afecto de la tierra o de las gentes o el acomodo a sus alimentos o costumbres. Sobre todo en estos siglos de extranjerización, ha habido españoles ilustres que, enamorados como estaban del cielo y del suelo patrios, de las canciones populares, de los caballos, de los vinos, de los cantares, de los bailes, no tenían, sin embargo, la menor noticia de que la epopeya hispánica ha sido tan importante para el mundo que, sin ella, no se explica la Historia Universal, como lo demuestra el completo fracaso del "Esquema de la Historia" de Mr. H. G. Wells, debido a su ignorancia de la fe y de las obras de España. El hombre es un complejo de cuerpo y alma. El patriotismo integral ha de responder a esta complejidad. Es, pues, necesario que gustemos y apreciemos la tierra, la gente, los productos, las costumbres de la patria nuestra. Pero si el patriotismo se refiere solamente a los elementos ónticos de la nacionalidad, podría degenerar en una pasión, a la que Lord Hugh Cecil negaba positivo valor espiritual. Es claro que Lord Cecil se refería puramente a este patriotismo del territorio y de la raza. Cuando se ama en la patria preferentemente su acción y significación espiritual, el patriotismo no es sólo una pasión, sino un deber, un mandamiento de los más elevados, porque en el amor al espíritu nacional amamos al Espíritu, que es Dios.

Pudiera decirse que el patriotismo de la tierra es el natural, y que suele ser la ausencia y la nostalgia quienes nos lo descubren. En los países de América se da frecuentemente el caso del joven inmigrante español que, al cabo de algunos años de residencia, siente que no puede seguir viviendo sin tomar contacto con la tierra nativa. Será inútil que se le diga que en el Continente americano hay muchas tierras y diversos climas, que convendrán mejor a su salud que el terruño nativo. Nuestro compatriota estará convencido de que lo que necesita es el aire y el sol de su provincia y de su pueblo, el trato de sus gentes, el pan de su infancia, aunque sea más negro. Y ese patriotismo irracional tendrá también razón. Pero hay también otro patriotismo, que conoce el hombre que ha vivido, no sólo con el cuerpo, sino con el espíritu, en países extranjeros, y estudiando sus idiomas, y aprendido a manejarlos, y que tal vez se ha labrado en ellos una posición y un nombre, y que también un día siente que la vida del país extranjero en donde habita fluye como al margen de su propia vida. En realidad, probablemente no le importa tanto lo que en él ocurre como los sucesos de su propia patria, lo que le hace, tal vez, un poco distraído e impide que se entere de cosas que en su país le hubieran apasionado, por lo que un día llega a la conclusión de que el pan espiritual de otras naciones no le aprovecha tanto como el de la propia, y no es final deseable para un hombre de espíritu morirse fuera de la patria, después de haber vivido algunos años en calidad de extranjero distinguido, por lo que, aunque su patria sea áspera y pobre y le regatee el salario y la fama, decide volver a ella en busca del aguijón de los problemas nacionales, sólo por que son los suyos propios y las raíces de su patria.

Este es el patriotismo espiritual, más poderoso que el de la tierra y el de la raza. Alemania es tal vez el país cuyos hijos se desnacionalizan más fácilmente cuando viven en el extranjero. Lo demuestra el inmenso número de ellos que se hicieron ciudadanos norteamericanos o ingleses o belgas en tiempos de mayor migración que los actuales. Pero estos alemanes eran generalmente los que no habían pasado por las Universidades y otras escuelas superiores, y su desnacionalización se debía, probablemente, a que encontraban más fácilmente la cultura de otros países que la de el suyo propio, donde hasta los periódicos de gran circulación están escritos por universitarios, al parecer, con el propósito de que sean también universitarios sus lectores. En cambio, los doctores germánicos no se acomodan a país alguno que no sea germánico también. No soportan el destierro sino obligados por la necesidad. Y ello es otra prueba de que cuanto más intensa es la cultura, más desarrollado está el espíritu nacional. La aparente excepción de los misioneros que dedican la vida a la propaganda de la religión en países salvajes o poco civilizados se explica por el hecho de que no haya apenas misioneros que se contenten con propagar la religión. Todos procuran difundir y enaltecer el espíritu de la nación en que han nacido, y a su obra misionera deben los países que los envían buena parte de su influencia en el resto del mundo. Los intelectuales alemanes han solido ser hasta ahora los menos tocados de nacionalismo. Como escribe Federico Sieburg, en su "Defensa del nacionalismo alemán", lo normal entre ellos, aunque amaban los clásicos de su país, sus paisajes, sus cantos, etc., es que no pensaban que tuvieran que ocuparse especialmente de Alemania. Pero cuando han visto que les faltaban los medios materiales, la necesaria amplitud del territorio para mantener y acrecentar el patrio espíritu, a surgido entre ellos un patriotismo tan ardoroso y exaltado, que el mundo tendrán que hacer justicia a sus legítimas reivindicaciones, si ha de evitar gravísimos conflictos.

Con ello se dice que en el patriotismo espiritual incluye también el territorial, porque en la tierra se hallan las condiciones materiales de la posibilidad de que el espíritu realice su misión, aparte de los signos y estímulos que la obra de las generaciones anteriores ha puesto en ella. Pero no sería exacto decir que el patriotismo territorial, en cambio, es independiente del espiritual, porque el espíritu está presente en todo, aunque dormido a veces. La filosofía de Witehead nos dice que toda experiencia es bipolar. En lo físico se apunta lo espiritual; en lo espiritual, la tendencia a encarnar en lo físico. En todas las cosas se da también y al mismo tiempo lo universal y lo particular. Sustento de los hombres y a la vez materia moldeada, embellecida y formado por su espíritu, la tierra en que las patrias se asientan no es tampoco extraña al espíritu. Físicos contemporáneos, como sir James Jeans. nos dicen que también son espíritu los átomos. Lo esencial e importante para nosotros, hombres, complejos de alma y cuerpo, es que la obra espiritual realizada en nuestra tierra por gentes de nuestra raza, cuya sangre corre por nuestras venas, cuyo lenguaje expresa nuestras ideas, marca una ruta ideal que también es la nuestra, no sólo porque dimos en ella los primeros pasos en la vida y porque todo en torno suyo nos anima a la marcha, sino porque fuera de ella somos niños perdidos en el bosque.

Días pasados leía en el Paraninfo de la antigua Universidad de Alcalá los apellidos de sus profesores más ilustres; unos me eran conocidos; otros, no; todos ellos hombres que con sus escritos y palabras habían tratado de abrir paso al espíritu por las cabezas de sus discípulos. La mera lectura de sus nombres me hacía estremecer de emoción. ¿Puede creer nadie que la obra de esos maestros se ha desvanecido por completo? ¿O que no significa para nosotros nada distinto de las de sus contemporáneos de Oxford o Nápoles? ¿Que no hay en nosotros modos y esencias que tienen su origen en las tareas de los profesores de Alcalá? No se diga que el signo del espíritu es la universalidad. La maldad es tan universal como la bondad. Nadie sabe dónde ni cuándo nació Satanás, ni tampoco se fijó su imagen en el paño de ninguna Verónica. La bondad deja sus signos individualizados en el espacio y en el tiempo. La maldad, en cambio, es destructora, y no deja más señal que la nada. Por donde pasa el caballo de Atila no vuelve a nacer hierba.

El mejor maestro del patriotismo es San Agustín: " Ama siempre a tus prójimos, y más que a tus prójimos, a tus padres, y más que a tus padres, a tu patria, y más que a tu patria, a Dios", escribe en "De libero arbitrio". "La patria es la que nos engendra, nos nutre y nos educa... Es más preciosa, venerable y santa que nuestra madre, nuestro padre y nuestros abuelos", dice otro texto del mismo libro. "Vivir para la patria y engrendar hijos para ella es un deber de virtud", se lee en "La ciudad de Dios". "Pues que sabéis cuán grande es el amor de la patria, no os diré nada de él. Es el único amor que merece ser más fuerte que el de los padres. Si para los hombres de bien hubiese término o medida en los servicios que pueden rendir a su patria, yo merecería ser excusado de no poder servirla dignamente. Pero la adhesión a la ciudad crece de día en día, y a medida que más se nos aproxima la muerte, más deseamos dejar a nuestra patria feliz y próspera", escribe en una de sus cartas.

He aquí un sentido completo de la patria. La que engendra es la raza; la que nutre, la tierra; la que educa, la patria como espíritu, a la que se quiere tanto más cuanto más tiempo pasa, es decir, cuanto más la conocemos. No es meramente la tierra, como decía un anarquista que llevaba a su hijo a una frontera, para hacerle ver que no hay apenas diferencia entre una nación y otra. No es tampoco meramente un ser moral, puesto que ha encarnado en los habitantes de un territorio. Pero no es tampoco una conciencia colectiva, como quisiera Renan. No es una superalma. Es más que el Estado, porque éste puede sernos opresivo y explotador, y no pasa de ser el órgano jurídico y administrativo de la patria. En cierto modo, es inferior al hombre; porque el hombre tiene conciencia y voluntad, y la patria no las tiene. Pero le es superior, porque puede durar sobre la tierra, porque debe durar, si lo merece, hasta el fin de los tiempos, engendrando, nutriendo y educando a las generaciones sucesivas, y el hombre es efímero. No podría decirse, sin embargo, que el hombre ha sido hecho para la patria; porque la verdad es que las patrias han sido hechas para los hombres, para que los hombres puedan espiritualizarse en esta tierra y no lo conseguirán del todo si no dedican la existencia a procurar que merezca su patria perdurar hasta el fin de los tiempos, cosa que no se logrará si no la hacemos servir a la justicia y a la humanidad.

El Estado no es Dios; la patria, tampoco. Debemos amarla, como San Agustín nos dice, más que a todas las cosas, después de Dios; pero, por su bien mismo, por su grandeza misma, no debemos amarla por si misma, sino en Dios, y sólo así, si nos sacrificamos individualmente por ella, y al mismo tiempo empleamos nuestra influencia en hacer que sirva a su vez los principios de la justicia universal y los intereses generales de la humanidad, perdurará y prosperará la nación nuestra. Pero si la convertimos en ley absoluta, y si nos persuadimos o se persuaden sus gobernantes de que los intereses del Estado tienen que ser justos por ser del Estado, haremos con la patria lo que con la mujer o con los hijos a quienes se lo consintamos todo por exceso de amor, y es que los echaremos a perder. Vivamos, pues, para la gloria e inmortalidad de la patria. No será inmortal si no la hacemos justa y buena

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