martes, 27 de abril de 2010
Vuelta a nuestra fe.
Siempre volvemos a lo mismo: la desorientación nacional. No es verdad que seamos inmorales. Nuestro pueblo sigue siendo uno de los mejores de la tierra. Entre nosotros marchan satisfactoriamente todos los modos de vida: relaciones de familia, de amistad, de negocio en la pequeña industria y el pequeño comercio, que sigue rigiéndose por principios de nuestro Siglo de Oro. Lo que no marcha bien es la política, el Estado, la enseñanza, cuantos otros aspectos de la actuación social se han dejado malear por ideas revolucionarias y extranjeras. La tragedia en los países nuestros es la de aquellas almas superiores, que se han dejado ganar por el escepticismo, que las condena a vivir sin ideales. Así la vida misma acaba por hacerse intolerable. El alma del hombre necesita de perspectivas infinitas, hasta para resignarse a limitaciones cotidianas. Lo que echamos de menos lo tuvimos, hasta que en el siglo XVIII lo perdimos: un gran fin nacional. Esto es lo que hemos de buscar, lo que ya buscan en los autores de otros países los lectores de libros extranjeros. Y lo que han de ir descubriendo en nuestra historia y arte y religión y en la profundidad de nuestros sentimientos más auténticos, los caballeros de la Hispanidad. Esta España de ahora, que vive como si estuviera de más en el mundo, no es sino la sombra de aquella otra que fue el brazo de Dios en la tierra. ¿Cómo resurgirá la verdadera? Por nuestras ansias, y aun por el mismo espíritu de aventura que nos extranjerizó hace dos siglos. Porque todas las otras pruebas están hechas, y andados todos los caminos. No nos queda más que uno sólo por probar: el nuestro. Tómense las esencias de los siglos XVI y XVII; su mística, su religión, su moral, su derecho, su política, su arte, su función civilizadora. Nos mostrarán una obra a medio hacer, una misión inacabada. En cambio, al volver los ojos a los senderos que en estos dos siglos hemos recorrido nos encontraremos siempre con que no llevan a ninguna parte. Nietzsche dijo de España que había querido demasiado. La verdad es que España no quiso sino lo que todas las grandes ideas, como el liberalismo o el socialismo, han deseado y prometido: la redención del género humano. España no sólo quiso, sino que hizo mucho. Compárense, principios por principios, los que cumplen sus promesas con lo que las dejan incumplidas. Y el liberalismo no cumple las suyas. En el orden del espíritu, su escepticismo respecto de la verdad no hace sino propagar la peste del indiferentismo, como dice la proposición LXXIX del Syllabus, que lo condena justamente por conducir "más fácilmente a los pueblos a la corrupción de las costumbres y del espíritu y propagar la peste del indiferentismo". ¿Nos compensará de estos males con los bienes que fomenta en la vida económica? Hoy se ha desvanecido la ilusión que había puesto el mundo en el ideal librecambista. Los países principales vuelven la mirada a regímenes de autarquía. Así se desvanecen todas las críticas que se habían hecho contra el sistema cerrado de la economía española en América. Ningún país puede consentir que sus riquezas sean explotadas para exclusivo o principal beneficio de extranjeros. ¿Quién podrá creer hoy en la democracia? Las naciones más ricas se arruinan para sacar a los electores de su natural retraimiento, ofreciéndoles, a expensas del Erario, ventajas particulares. Tampoco creeremos en la ciencia, porque es neutral y mata como cura. Y el progreso no lo afirmaremos sino como un deber. La idea del progreso no lo afirmaremos sino como un deber. La idea del progreso, fatal e irremediable, es un absurdo. El tiempo, que todo lo devora, no puede por sí solo mejorarnos. Era más cierta la mitología de Saturno, en que se pinta al tiempo comiéndose a sus hijos. Tampoco se sostendrá nuestra beocia admiración por los países extranjeros. Todos los pueblos que siguieron caminos distintos de la común tradición cristiana se hallan en una crisis tan profunda que no se sabe si podrán salir de ella.
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