Sobre el ser de los pueblos se han escrito los mayores absurdos. Acaso ninguno tan pintoresco como el que afirma que Francia es el ser, mientras que Alemania es el devenir. Fue Henri Massis, en su Defensa de Occidente, quien dijo a los franceses que el hombre occidental "había querido ser y no había consentido perderse en las cosas", mientras que los asiáticos confundían la propia personalidad "en el inmenso equívoco de una ilusión de las formas vivientes". También fue Massis quien acusó a los alemanes de la posguerra de haberse dejado ganar el espíritu asiático de un Dostoievski o de un Tagore (salvemos las distancias). Después vino el alemán Federico Sieburg, gran escritor, y dijo: "La juventud alemana ha preferido siempre tender al infinito que contentarse con lo hecho. Quiere devenir, no vivir; crear, no gozar; resolver, no ver pasar. Francia está ya hecha". Y por influencia de ambos polemistas, los periódicos de Francia y de Alemania han creado en mutua oposición, pero, en el fondo, con acuerdo mutuo, dos nuevos tópicos: Francia, es el ser; Alemania, el devenir.
La verdad que hay en todo ello es muy modesta y poco metafísica. No es que el espíritu de Francia sea todo o principalmente ser, ni el de Alemania todo o en su mayor parte devenir, sino que Francia está contenta con los territorios que le conceden los Tratados, y Alemania, no. Para conservar estos territorios el espíritu de Francia no sólo es, sino que deviene todo lo que juzga necesario; y para poder adquirir los que juzga indispensables a su vida, el de Alemania no sólo deviene, sino que es. Ni Francia se dedica a clavetear el Universo, para que no se mueva, ni Alemania a fundirlo en un gran horno, para que todo él fluya. Ya Aristóteles vio que el ser y el devenir se daban juntos y ni el Occidente, ni el Oriente lograrán separarlos. Los españoles no tuvimos nunca el menor inconveniente en ver estas cosas como Aristóteles y el padre González Arintero tituló su obra fundamental: Desenvolvimiento y vitalidad de la Iglesia, para evitar lo mismo: "los excesos del estancamiento, o sea, la petrificación del antiquísimo", que para no dar: "en el extremo opuesto, aun más peligroso del modernismo, que nos induce a suicidarnos con pretexto de vivificarnos". Cuando se oye al que ha dicho: "Soy el Camino, la Verdad y la Vida", no es lícito hipostasiar las debidas distinciones para convertirlas en ilegítimas separaciones, porque en la Verdad están la Vida y el Camino; en el Camino, la Verdad y la Vida, y en la Vida, la Verdad y el Camino.
Cuando se dice que Alemania es el devenir y Francia, el ser, lo que se hace es tomar por esencias genéricas las diferencias específicas y acaso momentáneas, como si se dijera de un músico que es todo oído o de un pintor que no es más que visión. Excusado es decir que si el aserto tuviera fundamento harían bien el músico y el pintor en consultar a un médico. Hay quien tiene un concepto especializado de las naciones, parecido al de los antiguos librecambistas, que deseaban que España se limitara a producir aceitunas, naranjas y vino e Inglaterra carbón y hierro. Hay también, por el contrario, partidarios de la "autarquía", para que ninguna nación dependa de otra para su subsistencia. Ha habido españoles eminentes que afirmaban que nosotros no valemos para la ciencia, ni para labores que exijan objetividad y disciplina. Pero no creo que nación alguna se contente con dedicarse a alguna especialidad en las actividades del espíritu, para abandonar o dejar de cultivar todas las otras. Al contrario, todos los pueblos quieren serlo todo: artistas e inventores, guerreros y místicos, comerciantes y financieros. Diríase que a todos ellos les parece axiomático el pensamiento que Herder expresa en sus Ideas de la Filosofía de la Historia de la Humanidad cuando afirma que: "La salud y duración de un Estado no depende del punto de su más elevada cultura, sino de un equilibrio prudente o feliz de sus operantes fuerzas vivas. Cuanto más profundo se halle su centro de gravedad en estos esfuerzos vitales, tanto más firme y duradero será". Y así ocurre que naciones que nunca descollaron en ninguna actividad especializada, que nunca tuvieron un guerrero de genio, ni un científico de primer orden, ni un artista supremo, como no pueden vivir sin soldados, ni sin ciencia, ni sin arte, suplen las faltas de hombres superiores con personalidades poco brillantes, pero competentes y adecuadas a la función que desempeñan y se hacen envidiables por la proporción y armonía con que se dedican a todas las actividades necesarias, al punto de que nada esencial se echa en ellas de menos.
Otras veces ocurre que los pueblos se distinguen por ciertas aptitudes y descuidan las otras. España fue durante los siglos XVI y XVII un pueblo de soldados, misioneros y juristas. Con sólo las Leyes de Indias habría bastante para justificar nuestra existencia ante la Historia Universal. Maine ha mostrado que en el cultivo del derecho puso Roma tanto espíritu como Grecia en el de la metafísica y las letras y que los resultados obtenidos valieron el trabajo puesto en la faena. Pero no fue solo en el derecho, sino en la teología donde los discípulos del padre Vitoria ejercitaron sus talentos. Actualmente no sabemos apenas los españoles lo que es el don de las ideas generales, ni el acierto de la inteligencia. Si un hombre tiene entre nosotros talentos para la novela, para el teatro, para la poesía o para la estilística, hallará fácilmente quien lo reconozca y señale su puesto. Si lo tiene, en cambio, para las ideas generales, no encontrará quien se lo diga, y aunque se reconozca su fuerza espiritual se considerará su empleo desconcertante y paradójico, porque, desde que desaparecieron los discípulos del padre Vitoria, falta una tradición donde emplazarlo y valorarlo. Hasta pudiera decirse que ellos se llevaron para dos siglos largos el secreto del talento específicamente intelectual. El hecho es que mientras los máximos ingenios españoles se ejercitaban en la jurisprudencia y en la teología, en el resto de Europa se creaba una ciencia que iba a cambiar la faz del mundo, porque, como dice Maritain en Los grados del saber:
"El gran descubrimiento de los tiempos modernos, preparado por los doctores parisienses del siglo XIV y por Vinci, realizado por Descartes y Galileo, es el de la posibilidad de una ciencia univer-
sal de la naturaleza sensible, informada no por la filosofía, sino por las matemáticas; digamos de una ciencia físico-matemática. Esta invención prodigiosa, que no podía cambiar el orden esencial de las cosas del espíritu, ha cambiado la faz del mundo y dado lugar a la terrible incomprensión que ha enemistado para tres siglos la ciencia moderna y la philosophia perennis. Ha suscitado graves errores metafísicos, en la medida en que se ha creído que nos traía una verdadera filosofía de la naturaleza. En sí misma, desde el punto de vista epistemológico, era un descubrimiento admirable, al que podemos asignar fácilmente su lugar en el sistema de las ciencias. Es una scientia media, cuyos ejemplos típicos eran entre los antiguos la óptica geométrica y la astronomía: una ciencia intermediaria, a caballo sobre la matemática y sobre la ciencia empírica de la naturaleza, una ciencia en que lo real físico nos proporciona la materia por las medidas que nos permite recoger, pero cuyo objetivo formal y cuyo procedimiento de conceptualización siguen siendo matemáticos; digamos una ciencia materialmente física y formalmente matemática."
En otro libro escribe Maritain que para allanar el conflicto entre la filosofía de Aristóteles y la física nueva, hubiera hecho falta un genio excepcional que hubiera descubierto, por encima de los errores de detalle, la esencial compatibilidad de las dos disciplinas. A los españoles nos hubieran bastado con que en Alcalá o en Salamanca se hubiera conocido la nueva física o con que los nuevos físicos de Europa hubieran podido discernir las esencias de la filosofía que en España se enseñaban, pero esta endósmosis no se verificó, y aunque ahora vemos claramente que era España la que poseía el saber más valioso, el de más rendimientos positivos era el de los extranjeros y cuando España se sintió débil y menesterosa de más fuerza, fue a buscarlo a los países de ultra montes, empezando por cambiar de dinastía y sometiéndose todo el siglo XVIII a los ideales y modos de Francia. Es natural que tratáramos de cubrir nuestros defectos, porque los pueblos buscan su integridad espiritual, como si algún instinto superior inspirase a las naciones el pensamiento de Herder sobre la necesidad del equilibrio. Si no teníamos una buena física era oportuno ir a buscarla donde la hubiese, porque la física es una ciencia esencialmente poderosa y el poder sobre la naturaleza no debe descuidarse. Lo que no tiene perdón de Dios es que, en la busca de lo que nos faltaba, descuidáramos lo que teníamos. Durante más de dos siglos hemos ignorado la existencia del padre Vitoria, como si no fuera el hombre más inteligente de su tiempo. Hemos desconocido igualmente el espíritu de las Leyes de Indias. Hemos desfilado ante las maravillas de nuestro arte barroco sin admirarlas ni entenderlas y ha sido necesario que la gran guerra pusiera en peligro la civilización europea, al modo que el Renacimiento y la Reforma hicieron peligrar la fe cristiana, para que entendieran los alemanes la significación del voluntarismo inherente al barroco -la voluntad de creer y de hacer creer- y la hicieron comprender a los demás. Durante más de dos siglos hemos creído que nuestras imágenes policromadas no eran sino objetos de culto y no las hemos mirado con ojos de artista, por el mero hecho de ser esculturas de color, como si las estatuas griegas fueran también policromadas cuando destinadas a estar bajo cubierta. De nuestra teología no hemos sabido nada, ni saben ahora sino algunos religiosos. Dejamos que nuestros máximos valores espirituales se convirtieran en polvo y olvido, como si fuéramos un pueblo extinguido. Al Greco se le descubrió apenas hace treinta años y no hace mucho que Maier Graeffe dijo de su obra lo mejor que se ha dicho, pero todavía no se ha fijado la relación que existe entre su pintura y su cultura. A Velázquez no hace muchos más años que comenzamos a apreciarle por su realismo, pero todavía no se le ha dedicado el libro que realce su dignidad y valor constructivo. Lo más grave de todo fue la substitución de nuestro antiguo sentido de justicia por la soberanía popular, como si la voluntad de los más tuviera que ser justa.
El hecho es que a mediados del siglo XVIII echamos de menos algo esencial en el espíritu nuestro. Pongamos que ello acaeció en el año 1750, porque todos los autores están contextos en que en el siglo XVIII no se diferenció substancialmente de su antecesor, sino en la segunda mitad. También porque fue en 1750 cuando Torres Villaroel pidió que se le jubilase de la cátedra de matemáticas que desempeñaba en Salamanca, para dedicarse a abogar por la fundación de una Academia que se dedicara a investigar y a enseñar su ciencia. También fue en 1750 cuando el padre Feijó, a quien prohibió atacar el rey Fernando, se hizo cargo en sus "Cartas Eruditas" del sistema de Newton y empezó a defenderlo. Todavía tengo tres razones para fijar esta fecha. Fue cuando el padre Burriel escribió sus "Apuntamientos de algunas ideas para fomentar las artes", en que se proponía reanudar el hilo de la vieja cultura española. Fue en 1750 cuando se terminó la fachada del "obradoiro" de la Catedral de Santiago, que puede considerarse como la última obra en gran escala de la España tradicional. Pero lo fundamental es que en 1750 vivíamos en plena actuación del marqués de la Ensenada en el Gobierno. Ensenada fue el inventor de las pensiones al extranjero. Envió a expensas del Erario a jóvenes de nuestras clases media y alta para estudiar en las capitales extranjeras y traer a España ideas nuevas sobre las ciencias, las artes y las letras. Al mismo tiempo trajo de Francia y de Inglaterra ingenieros navales, mecánicos e hidráulicos, para resucitar las industrias y a científicos extranjeros, como Bowle y Ker, que se encargaron de explotar las riquezas naturales de España. Ensenada había presentado un informe a Fernando VI quejándose de falta de profesores de derecho, político, de física experimental, de anatomía y de botánica, así como de la carencia de mapas exactos, que le parecía deshonrosa.
Y con ello se confirma que hacia 1750 nos persuadimos los españoles de que algo muy importante nos faltaba, pero no estábamos seguros de lo que era. Si hubiéramos tenido entonces un genio o si un genio extranjero se hubiera dedicado a estudiarnos, habría visto que lo que necesitábamos entonces era precisamente la disciplina físico-matemática, destinada a transformar el mundo. Tal vez si hubiéramos podido darnos cuenta en 1720 de lo que advertimos treinta años después, hubiéramos caído en la cuenta de que lo esencial que ocurría en el mundo era la creación de una nueva ciencia por la obra confluyente de Copérnico, Galileo, Descartes, Pascal, Newton y Leibniz. En diez años habríamos reparado la falta y no se hubiera vuelto a hablar del atraso de España. Pero en 1750 era ya adulta la generación que pudiera llamarse de los grandes separatistas. Lessing había nacido en 1729. Era el hombre que iba a separar el pensamiento de la verdad, al decir en su "Nathan el sabio" que si le dieran a elegir entre la verdad y el camino de la verdad, preferiría el último. El camino de la verdad es el pensamiento. Sin la verdad como estación de término, la preferencia por el camino equivale a contentarse con el pensamiento por el pensamiento. Rousseau había nacido en 1712. Su "Contrato Social" desliga la vida política de las instituciones de la cultura y de la experiencia de la historia. Baumgarten nació en 1714. Su "Estética", que separó el conocimiento estético sensible del intelectivo, fue el primer paso de todo movimiento que cristaliza en la fórmula del arte por el arte y que ha querido separar la actividad artística de la religiosa y la moral. Adam Smith había nacido en 1723. Su "Riqueza de las Naciones" separó la economía de la moral y la política, al partir del supuesto de que no esperamos nuestra comida de la benevolencia del carnicero, el panadero y el lechero, sino de su egoísmo. Ya el abate Prévost había separado en su "Manon Lescaut" el amor ideal de toda clase de consideraciones morales y sociales. También Kant, nacido en 1725, era ya adulto, aunque fuera mucho después cuando escindió la ética de sus raíces religiosas y científicas. Y Montesquieu acababa de publicar "El espíritu de las leyes" (1748), que, al dividir el poder legislativo del judicial, rompía la unidad esencial que debe haber entre la legislación y la jurisprudencia y desataba la Revolución al investir al Soberano, que bien podía ser el vulgo ignaro, con la toga del legislador.
A esa Europa, que empezaba a perderse en el caos, fue la España de 1750 en busca de una estrella orientadora. Honremos la buena fe de nuestros abuelos. Cumplieron su deber lanzándose por esos mundos en busca de lo que su patria no tenía y necesitaba. No podemos calificar sus viajes de infructuosos, porque ahí están nuestras escuelas de ingenieros y de artillería, que han sido en estos tiempos nuestro orgullo durante muchos años. No nos lamentemos demasiado porque muchas de las cosas que nos trajeron nuestros pensionados del siglo XVIII han resultado luego de escaso provecho nacional. También hay un valor en el no ser, un valor de experiencia. Hay que hacer muchos ensayos estériles para lograr alguno de éxito. Agradezcamos a nuestros mayores, no sólo los aciertos sino los errores de buena fe. Los pueblos aspiran a la integridad espiritual y no es siempre cosa fácil dar con ella. Muchos de aquellos hombres arrastraron la impopularidad para meter a su país por los cauces de la cultura nueva, y si además de la física matemática, que nos hacía falta, nos lanzaron por el camino de una revolución, que no nos hacía falta alguna, no todos ellos fueron culpables de malevolencia. Algunos de ellos se preguntarían por las causas de la prosperidad de Francia. ¿Cómo era posible que triunfara un pueblo que se había aliado a los protestantes y a los turcos, mientras España, siempre fiel a su ideal religioso, se encontraba decaída? De entre las cosas que los hombres buscan, para la mayor gloria de su patria, hay algunas que se incorporan a su ser y no tardan en formar tradición; otras hay, en cambio, que no suscitan sino odios y disputas, porque repugnan a su vida. ¿Cómo distinguirlas por adelantado? ¿Cómo ahorrar el coste de las experiencias fracasadas? Parece que no hay modo y que tenemos que resignarnos a juzgar del árbol por sus frutos.
Si las ideas antitradicionalistas valieran más que nuestra tradición, ésta se hubiera convertido en una especie de prehistoria, sólo que algo mejor conocida. Esto es lo que se ha querido hacer en estos años al llamar "cavernícolas" a los españoles amantes de las glorias del pasado. Sólo que cuando se pregunta por los títulos de las ideas que se juzgan nuevas, los enemigos han de guardar silencio, si no prefieren envolverse en retórica inane. Porque el árbol se conoce por los frutos y los suyos no aparecen. Ni una filosofía que se sostenga, ni un sistema de derecho satisfactorio, ni el bienestar del pueblo, ni un gran arte, ni historia, ni poesía. Un trágala perpetuo, una amenaza incesante, un permanente insulto. ¿Son estos los títulos de las nuevas ideas? ¿El arte por el arte? No ha producido una gran obra en país alguno. ¿La economía individualista? Es la madre de la cuestión social. ¿El socialismo? Arruina a los pueblos. ¿La democracia? Es la incapacidad para el gobierno. ¿El liberalismo espiritual? Es el triunfo de la difamación. ¿El bachillerato enciclopédico? Como casi todo el presupuesto de Instrucción pública, no sirve sino para infiltrar en los espíritus el horror al trabajo. Repitámonos para consolarnos, que la más de estas cosas nos las han traído gente de buena fe, que se echaron a buscar por el mundo lo que necesitábamos. Pero no olvidemos que las acompañaban y empujaban los resentidos, los negadores, los anormales, que no se movían sino por impulsos destructores, que, por lo visto, no se han satisfecho con hacer astillas lo que fue el más generoso y humano de los Imperios que ha habido en el mundo.
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