martes, 27 de abril de 2010

Se ama lo que se estima.




La historia es ya antigua. El 30 de marzo de 1751 escribía el marqués de la Ensenada al embajador Figueroa: "Ha siglos que no ha habido ministros que mirasen por el bien de esta Monarquía, que no ha sido arruinada mil veces porque Dios no lo ha permitido... Nunca supimos expender a tiempo diez escudos, ni los teníamos tampoco, porque hemos sido unos piojosos llenos de vanidad y de ignorancia". Esta desprecio de lo propio e infatuación de lo postizo y extranjero es lo que nos indujo a la pérdida de la fe y a la revolución. Como escribe el padre Miguélez es su Historia del jansenismo y regalismo en España: "El Rey se puso la tiara y los Ministros oficiaban de Obispos in partibus infidelium". Y es que muchos de nuestros abuelos no tardaron en hacerse infieles. Era la moda entre los extranjeros y los españoles teníamos que seguirla. En la Península sobrevino el cambio antes que en América, pero fue más tenaz en ella la resistencia de la tradición. Probablemente acabará por salvarnos, quizás cuando aún no sepan los pueblos criollos lo que hacerse para defender su independencia contra las ambiciones extranjeras. Pero el problema es el mismo en ambos Continentes. Pueblos que no son fieles a su origen son pueblos perdidos, y el origen no ha de buscarse en las nebulosidades de la prehistoria, sino en el acceso a la luz del Espíritu. El ser de los pueblos es la defensa de sí mismos, en cuanto tienen de valioso.

No hay muchos medios de defensa, por desgracia. Por todas partes parecen que se cierran los caminos de la Hispanidad. Todos los pueblos hispánicos de América fueron ricos en algún momento y todos ellos, unos tras otros, parecen estar cayendo en la pobreza. Es que también para ser ricos hay que tener conciencia de un ideal y de una misión. Esaú vendió por un plato de lentejas sus derechos de primogenitura, y esta es una de las parábolas de más extensa aplicación que se han escrito. ¿Cuantas veces no habrán hecho otro tanto los politicastros de la América hispánica y hasta los de la misma España!¿No hemos visto a los hombres de las mejores familias disputarse las representaciones de las firmas extranjeras, sin dárseles una higa de que estaban enajenando la economía nacional al poner en manos extrañas lo que debiera hacerse con las propias? La razón última de todo ello es siempre la misma: la desnacionalización que padecemos desde que Ensenada nos consideraba como piojosos llenos de vanidad y de ignorancia. Ensenada, que era un gran patriota, quería con ello suscitar nuestro amor propio, para lanzarnos a conquistar las técnicas y medios de riqueza que engrandecían a otros pueblos. Pero no se daba cuenta de que, al cabo, sólo se ama lo que se estima y lo que no vale tampoco se quiere. De cuando en cuando se producen grandes pesimistas, como Cánovas y Ramón y Cajal, que son también grandes patriotas y saben ser al mismo tiempo, según la divisa de Chesterton: "místicos en el credo y cínicos en la crítica". En la obra de Cánovas se nota, sin embargo, el pesimismo. Un optimista hubiera fundado la Restauración en la verdad, que era la necesidad de convivir republicanos y carlistas bajo el amparo de una Monarquía militar. Un pesimista prefirió fundarla en el falseamiento de las elecciones, a base de caciquismo. Pero los más de los hombres necesitan atribuir valor a sus afectos, para no perderlos. No es improbable que el juicio de Ensenada sobre los españoles, compartido como lo sería por los virreyes y gobernadores del Nuevo Continente, fuera una de las causas fundamentales de la separación de América. Tampoco de que haya producido el tipo del político de carrera carente de ideales; el del rentista que se gasta sus bienes en el extranjero; el del escritor que nunca lee a sus compatriotas, por suponer que no le pueden decir nada interesante. En el pecado suele llevar la penitencia, porque, por talento que tenga, acaba también por no decir nada que interese a su pueblo, ya que éste no es sino la tradición misma, convertida en receptáculo emotivo, que sólo se asimila lo que le es afín.

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