martes, 27 de abril de 2010

Cuerpo, alma y espíritu.



Creo en la virtud de las piedras labradas y en que el espíritu que las talló vuelve a infundirles en el país de sus canteros, escultores y maestros de obras, si no ha perdido totalmente la facultad de merecerlo. Un general inglés describía hace un siglo la impresión que Italia le había producido: "Ruinas pobladas por imbéciles". Cuando Marinetti predicaba el incendio de los Museos es que se daba cuenta de lo que opinaba el general inglés. Pero el general se equivocaba. Y por eso las piedras de la Roma antigua pudieron inspirar el Renacimiento; y las del Renacimiento han hecho surgir la tercera Italia. La Roma de Mussolini está volviendo a ser uno de los centros nodales del mundo. ¿No han de hacer algo parecido por nosotros las viejas piedras de la Hispanidad?

Un día vendrá, y acaso sea pronto, en que un indio azteca, después de haber recorrido medio mundo, se ponga a contemplar la catedral de Méjico y por primera vez se encuentre sobrecogido ante un espectáculo que le fue toda la vida familiar y que, por serlo, no le decía nada. Sentirá súbitamente que las piedras de la Hispanidad son más gloriosas que las del Imperio romano y tienen un significado más profundo, porque mientras Roma no fue más que la conquista y la calzada y el derecho, la Hispanidad, desde el principio, implicó una promesa de hermandad y de elevación para todos los hombres. Por eso se juntaron en las piedras de la Catedral de Méjico el espíritu español y el indígena y el estilo colonial fue desde los comienzos tan americano como español, y la Catedral misma se distingue por la grandeza de sus proporciones, la claridad y la serenidad, para que en ella desaparezcan, como nimias, las diferencias del color de la piel y se confundan las oraciones de blancos, indios y mestizos, en un ansia común de mejoramiento y perfección, mientras que no se alzó en Roma un sólo monumento en que los esclavos del Africa o del Asia pudieran sentirse iguales al senador o al magistrado.

En varios pueblos de América, en el Brasil especialmente, pero también en alguno de nuestra aula, ha surgido un movimiento llamado "nativista", que se propone devolver a las razas aborígenes el pleno imperio sobre el suelo de América. Los "nativistas" no saben lo que quieren. Su ideal no puede consistir en el retorno a los dioses atroces que pedían sacrificios humanos y en el aislamiento respecto de Europa de las diversas razas de indios, sino en la elevación de los aborígenes de América a la altura que hayan alcanzado en el resto del mundo los hombres más civilizados, y esto fue precisamente lo que España quiso y procuro en los siglos de su dominación. Por eso estamos ciertos de que no ha habido en el mundo un propósito tan generoso como el que animó a la Hispanidad. No cabe ni comparación siquiera entre el sueño imperial de España y el de cualquier otro país. Por eso parece haberse escrito para nosotros el dilema que nos obliga a escoger entre el valor absoluto y la nada absoluta. El hombre que haya llegado a compartir nuestro ideal no puede querer otro.

Ahora bien; cuando ese supuesto azteca culto compare un día la gran promesa que significa la Catedral de Méjico con la realidad actual, es decir, con la miseria y la crueldad, la ignorancia y las supersticiones de la casi totalidad de los indios del país, es muy posible que se le ocurra renegar de la promesa y declarar la guerra a la Iglesia Católica, y esto es lo que han hecho los revolucionarios mejicanos, bajo el influjo de la masonería; pero también es muy posible que vislumbre que la obra de la Hispanidad no está sino iniciada, porque consiste precisamente en sacar a los indios y a todos los pueblos de la miseria y la crueldad, de la ignorancia y las supersticiones. Y acaso entonces se le entre por el alma un relámpago de luz que le haga ver que su destino personal consiste en continuar esa obra, en la medida de sus fuerzas. Al reflejo de esa chispa de luz habrá surgido un caballero de la Hispanidad, que también podrá ser un duque castellano o un estudiante de Salamanca o un cura de nuestras aldeas, o un hacendado brasileño, un estanciero argentino, un negro de Cuba, un indio de Méjico o Perú, un tagalo de Luzón o un mestizo de cualquier país de América, así como una monja o una mujer intrépida, porque si un ideal produce caballeros también han de nacerle damas que lo sirvan.

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