La crisis de la Hispanidad es la de sus principios religiosos. Hubo un día en que una parte influyente de los españoles cultos dejó de creer en la necesidad de que los principios en que debía inspirarse su Gobierno fuesen al mismo tiempo los de su religión. El primer momento de la crisis se manifiesta en el intento de secularización del Estado español, realizado por los ministros de Fernando VI y Carlos III. Ya en ese intento pueden distinguirse, hasta contra la voluntad de sus iniciadores, tres fases diversas: la de admiración al extranjero, sobre todo a Francia o a Inglaterra y desconfianza de nosotros mismos, la de pérdida de la fe religiosa, y la puramente revolucionaria.
Al trasplantarse a América estos modos espirituales, destruían necesariamente los fundamentos ideales del Imperio español. No hemos de extrañarnos de que la guerra de la independencia fuera en el Nuevo Mundo una guerra civil. De una parte se alzaron contra los fermentos revolucionarios de la España europea los criollos aristócratas y reaccionarios; de otra parte, pelearon contra España, por temor a su posible reacción, los americanos de ideas revolucionarias.
Estos movimientos antiespañoles han buscado apoyo, de una parte, en el auge industrial y político de las naciones más hostiles a España, que ha hecho creer a numerosos intelectuales hispanoamericanos que eran modelos más dignos de imitación que la "atrasada" madre patria, y de otra parte, en el interés de fomentar a toda costa la independencia de Estados nacionales, proveedores de empleos para todos y, especialmente, para las clases educadas.
Pero todos estos aspectos de la crisis de los pueblos hispánicos pueden considerarse como históricos y pasados, aunque continúen influyendo en la realidad presente:
Primero, porque el valor de España y de su civilización está siendo reivindicado por todos los historiadores imparciales de alguna perspicacia.
Segundo, porque en todo el Occidente está volviendo a recobrar la fe católica la parte más excelsa de la grey intelectual. Una confesión que satisface a un Maritain, a un Papini, a un Chesterton o a un Max Scheler, no puede ya parecer estrecha a ninguna inteligencia honrada.
Tercero, porque los pueblos que fueron hostiles a la tradición de España están pasando por una crisis profunda, de la que no sabemos si podrán salir, como no se guíen por principios de autoridad y universalidad, análogos a los de nuestra tradición.
Y cuarto, porque los Estados democráticos nacionales son, en todas partes, demasiado costosos, y han de ser sustituidos por nuevas concepciones del Estado, en que éste deje de ser visto como usufructo nacional, para ser considerado como un servicio y un honor, ya que entonces surgirá espontáneamente la federación o confederación de todos los Estados hispánicos, aunque fuera preciso reconocer alguna norma y designar alguna autoridad, para evitar que exploten a sus pueblos...
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