martes, 4 de mayo de 2010
La "política indiana".
A la obra de los extraños ha de irse añadiendo, como es natural, la de los propios. El esfuerzo gigantesco de Menéndez Pelayo, aunque solitario, no ha de ser estéril. La traducción de las Relecciones del padre Vitoria ha revelado a muchos compatriotas que hubo un tiempo en que los españoles éramos originales y señalábamos direcciones nuevas al pensamiento universal. Lo extraordinario es que hayan pasado siglos enteros en que estuvo olvidado en España el nombre de Francisco de Vitoria, porque el creador del derecho internacional no era tan solo un pensamiento alado y rápido, certero y genial, sino que por tal fue reputado y por maestro inimitable le tenían los letrados de los siglos XVI y XVII. Olvidarnos los españoles de Vitoria es como si los ingleses prescindieran de Bacon o los franceses de Descartes o los alemanes de Leibnitz.
La Compañía Iberoamericana de Publicaciones reimprimió no hace mucho un libro que por sí mismo se bastaría, no ya a justificar la existencia de la Compañía Iberoamericana de Publicaciones como casa editora, sino la de España como nación: la "Política Indiana", de Solórzano Pereira. Ningún hombre culto pasará un par de días en hojearlo sin que se le esclarezca el sentido histórico de España. Es toda una enciclopedia de nuestro sistema colonial, escrita por un hombre de saber más que enciclopédico, porque lo orientan e iluminan la fe y el patriotismo. "La conservación y el aumento de la fe es el fundamento de la Monarquía", dice sencillamente al comenzar la parte que dedica a las cosas eclesiásticas y Patronato Real de las Indias. El libro está hecho por una cabeza nacida expresamente para el trabajo intelectual. Diríase que el autor ha tenido tres o cuatro vidas y que ha dedicado todas ellas, por partes iguales, al estudio de los libros y a la observación de la realidad. Buena parte de la fama de sabio de Montaigne se debe a las dos mil citas de clásicos que hay en sus "Ensayos". Las que hace Solórzano en los cinco volúmenes de su obra no bajaran de veinte mil. Y estas citas no son alarde vano de personal erudición, sino el método mismo de la obra. Se trata de un libro de Derecho, como lo dice su título en la lengua latina en que primeramente se escribió: "De indiarum jure". Según la concepción predominante en los tiempos modernos, el Derecho no es sino la expresión de la voluntad soberana, sea del rey, del Parlamento o de quien fuere, por lo que la misión del jurista se reduce a buscar el lugar en donde esa voluntad se hace explícita y mostrar su vigencia. En cambio, para el antiguo espíritu español, el Derecho no era hijo de la voluntad, sino de la inteligencia. No era una voluntad quien lo declaraba en primer término, sino la inteligencia la que descubría la "ordenación racional enderezada al bien común", que es la definición que Santo Tomás había dado del Derecho. Y para hacer ver que su entendimiento no se equivocaba, el jurista debía compulsar su propio juicio con el de los expertos, y mostrar el acuerdo de su criterio, con las respuestas de los prudentes ("responsa prudentium") del Derecho romano, cuya prudencia, a se vez, se contrastaba con la de los grandes escritores y moralistas de las lenguas clásicas, los Padres de la Iglesia y las Sagradas Escrituras.
Hay, además, en este libro la defensa de la obra de su patria. Lo escribe un hombre que sabía muy bien que en el extranjero se propagaba ya que España "va de caída" y que no podía cerrar los ojos al espectáculo de despoblación y pobreza que en tiempos de Felipe IV ofrecía la Península, pero que hallaba su consuelo en el progreso y prosperidad de las razas de América, obra de España, por lo que escribía con patriótico y legítimo orgullo hablando de su libro:
"Donde justamente encarezco el cuidado y vigilancia en procurar la salud y defensa corporal de los indios, y en despachar y promulgar casi todos los días leyes y penas gravísimas contra los transgresores obrando en esta parte cuanto pudo y puede alcanzar la prudencia y providencia humana, y apresurando e igualando los castigos con los excesos, que es solo el modo que se halla para enmendarlos."
Y para demostrar que en este punto no sufría variantes la política de los reyes de España, se refirió a la Real Cédula del 3 de julio de 1627, en la que, no contento don Felipe IV con las penas y apercibimientos de su Real Supremo Consejo de las Indias, para que se quitasen y castigasen las injurias y opresiones a los indios, "puso de su real mano y letra las palabras siguientes: Quiero me deís satisfacción a Mí y al mundo del modo de tratar ese mis vasallos, y de no hacerlo (con que en repuesta de esta carta vea Yo executados exemplares castigos en los que hubieren excedido en esta parte) me daré por de servido. Y aseguraos que, aunque no lo remediéis, lo tengo de remediar, y mandaros hacer gran cargo de las más leves omisiones de ésto, por ser contra Dios y contra Mí, y en total destruición de esos Reynos, cuyos naturales estimo, y quiero sean tratados como lo merecen vasallos que tanto sirven a la Monarquía y tanto la han engrandecido e ilustrado."
La "Política Indiana" no puede compendiarse, porque es tan esencial en ella la meticulosidad en los detalles como la grandeza de las líneas generales. Frente a los que dicen que fuimos a América por codicia del oro y de la plata y no por el celo de la predicación, ahí están nuestras cartas de nobleza. La primera de todas, las instrucciones que los Reyes Católicos dieron a Colón, en la primera de sus expediciones, encomendándole la conversión a la fe de los moradores de las tierras que encontrare, para lo cual le encargan que se trate "muy bien y amorosamente a los dichos indios". Lo mismo dice la Bula de Alejandro VI, expedida el 4 de mayo de 1493. Al conceder el señorío de las nuevas tierras a los Reyes de Castilla y León, el Papa les manda enviar hombres buenos y sabios, que instruyan a los naturales en la fe y les enseñen buenas costumbres. Confirma este propósito el testamento de Isabel la Católica. "Nuestra principal intención" fue convertir los pueblos de las nuevas islas y tierra firme a "Nuestra Santa Fe Católica". Y lo mismo repiten, en infinitas cédulas y ordenanzas, todos los reyes españoles, encareciéndolo a sus virreyes con toda clase de amenazas para los desobedientes.
No puede darse cordura mayor que la de Solórzano al tratar el problema de los indios. Lejos de compartir las ilusiones del padre Las Casas, se da cuenta de que se trata de "criaturas miserables" dignas, por ello, de nuestra compasión, lo que no le impide afirmar, sin ambages que: "pues las fieras se amansan, los indios se harán políticos", porque: "la educación excede a la naturaleza". No puede darse tampoco fe más plena en la capacidad de los indios para el progreso. Lo mismo opina de los mestizos, mulatos y zambos. Solórzano se da cuenta de sus vicios, de sus debilidades, de la inmoralidad que se sigue a la ilegitimidad del nacimiento de muchos de ellos. Señala prudentemente el matrimonio como el camino más seguro para su dignificación como raza, aunque también reconoce a los hijos naturales la posibilidad de la virtud. Y en cuanto a los criollos, cuya capacidad pretendían negar algunos españoles, no puede darse defensa más cumplida que la que hace Solórzano de los muchos que en el Perú había conocido, tan significados por sus virtudes y talentos como los mejores europeos.
Su tratado de las Encomiendas destruye la leyenda que ha querido contraponer la bondad y abnegación de los misioneros a la codicia y crueldad de los encomenderos. Las encomiendas fueron nuestro feudalismo, es decir, una escuela de lealtad y de honor, al mismo tiempo que el brazo secular para el adoctrinamiento de los indios. En el libro que dedica al régimen de la Iglesia en América se ha podido ver como un intento de convertir el Patronato de los reyes españoles -con el derecho anejo de nombrar Arzobispos, Obispos, Prebendados y Beneficiados, que les había conferido la Bula de Julio II el 5 de agosto de 1508-, en un Vicevicariato, que, naturalmente, no podía reconocer el Vaticano, porque a los reyes piadosos y celosos de la fe podían suceder otros que entregaran el gobierno de sus reinos a hombres como el conde de Aranda y Roda, más amigos de Voltaire y de Rousseau que del Cristianismo. Pero el hecho de que el más voluminoso de los Tratados de Solórzano se dedique al régimen eclesiástico da por sí solo carácter a nuestra dominación en América.
El Tratado de la gobernación secular muestra la escrupulosidad con que se atendía a la Administración de justicia. La institución de los visitadores y de los juicios de residencia a virreyes y oidores, al cesar en su cargo, corrobora ese celo. El propio Solórzano es en sí mismo ejemplo del cuidado con que se atendía a la formación y preparación de hombres públicos que, después de haber descollado en los estudios universitarios y de pasar sus buenos años en América, pudieran dar al Consejo de Indias la plena sazón de sus experiencias y talentos. Lo que no hay en la obra de Solórzano es un tratado militar de la defensa de las Indias, y sí solamente un capítulo en que se dice: "Que si se considera las historias, más lugares y provincias se hallará haber perdido Gobernadores de capa y espada que letrados". Y es que la dominación española en América vino a ser un Imperio romano sin legiones, porque la defensa del país estaba principalmente comisionada a los encomenderos, y los militares no aparecen sino en pequeño número en los años de la conquista y en número mayor cuando el Nuevo Mundo se separó de la Metrópoli.
Es imposible leer "La Política Indiana" sin estremecerse ante la fuerza intelectual y la energía moral que revela, no sólo en el autor, sino en el pueblo y en el régimen de que es intérprete oficial. Se me ha escapado ya la comparación con el Imperio de Roma. Ante la obra de Solórzano se comprende mejor a Maine, cuando termina sus ensayos de derechos romanos afirmando que las dos materias de pensamiento que hay capaces de emplear todas las facultades y potencias del espíritu humano son las investigaciones metafísicas, que no tienen límite, y las del Derecho, que son tan extensas como los negocios del género humano. Muchos críticos han dicho que las energías mentales del mundo civilizado quedaron paralizadas desde que terminó la era de Augusto hasta que surgieron las polémicas del Cristianismo. Maine protesta del aserto y dice que lo que sucedió fue que las provincias orientales del Imperio se dedicaron a la metafísica, mientras que las occidentales encontraron en el estudio y práctica del Derecho "una ocupación capaz de compensarlas de la ausencia de cualquier otro ejercicio mental y puedo añadir que los resultados obtenidos no fueron indignos del trabajo continuo y exclusivo que se empleó en producirlos".
Lo mismo podemos decir los españoles e hispanoamericanos al leer a Solórzano. Su "Política Indiana", antes de que la Compañía Iberoamericana de Publicaciones la editara, era una obra agotada y conocida solamente por los especialistas de estudios americanos, a pesar de lo que dice Ricardo Levene sobre la influencia que ejerció entre los próceres de la Independencia. En regla general puede decirse que nuestros hombres cultos no han oído ni el nombre de don Juan de Solórzano Pereira. No importa. En su obra se cuenta que al advertir los indios mensajeros que los españoles distantes y ausentes se entendían por lo que iba escrito en las cartas, creyeron eran éstas alguna cosa vivas. Tenían razón, en cierto modo. Y hay papeles que no sólo son vida, sino algo superior. La "Política Indiana" es vida y algo más. Al tropezarse con Solórzano han de sentir los hombres cultos que también por los pueblos hispánicos ha soplado el espíritu, y no sólo en las cabezas privilegiadas, sino en su régimen, en sus instituciones, en su obra colectiva. Y entonces se evidencia que...*
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