sábado, 15 de mayo de 2010

Los dioses se van.

Esta es la hora dramática y sin precedentes para todos los pueblos hispánicos, de perder los maestros, de que se nos deshagan los modelos. Llegar a la mayoría de edad y recibir las borlas doctorales en la Universidad de la vida es también dramático, pero acaece en el curso natural de las cosas. Lo que no tiene ejemplo es quedarse sin maestros en el momento de seguir sus lecciones con más aplicación. Y esto es precisamente lo que en estos años nos ocurre. Los pueblos que hemos tenido por modelos se hallan en la hora actual en situación tan crítica y penosa que ya no pueden mostrar a ningún otro los caminos de la prosperidad.

Cuando Simón Bolívar proclamaba en su discurso de Angostura (1819) que Francia e Inglaterra aleccionaban a las demás naciones en "toda especie en materia de gobierno" y que su revolución, "como un radiante meteoro", inundaba al mundo "con tal profusión de luces políticas, que ya todos los hombres conocían cuáles son sus deberes, en qué consiste la excelencia de los Gobiernos y en qué consisten sus vicios", las palabras del libertador no expresaban sino el mismo sentimiento de admiración al extranjero que, de la propia España, habían llevado a Venezuela, con sus libros, los pilotos y negociantes de la Compañía del Cacao. Virreyes borbónicos y clérigos jansenistas lo siguieron difundiendo por los pueblos de América en el siglo XVIII. Las maravillas de la historia en otros países lo arraigaron con tal fuerza en el siglo XIX que sobrevivió en 1918 a los horrores de la gran guerra, y aun en medio de las perplejidades de la post-guerra ha querido prolongarse en los descaminados panegíricos de la Rusia soviética o en los encomios, más justificados, que de los Estados Unidos se hacían hasta hace tres años, porque los mismos hispanoamericanos o españoles que, como Rodó, se atrevían a burlarse del norteamericano Marden, por considerar el éxito material como la finalidad suprema de la vida, admiraban y aun envidiaban a los compatriotas de Washington y Lincoln por haberlo alcanzado.

¿A qué pueblo extranjero volveremos ahora los ojos donde no hallemos la estampa del fracaso? Lo grave no es que inviernen estos años los norteamericanos preguntándose lo que van a hacer con sus doce millones de obreros sin trabajo. Lo grave es que no se hayan propuesto otra cosa que ahorrar brazos con sus inventos y sus máquinas y sistematizaciones el esfuerzo humano, porque ahora vemos, claro como la luz, que el ahorro de trabajo tiene que llegar a dejar sin comer a los trabajadores, a menos que las máquinas que los sustituyen les aseguren la pitanza. Tampoco Alemania puede servirnos de modelo, después de una guerra en la que supo atraerse la enemiga de veintidós naciones y de haber imitado tan servilmente el sistema norteamericano de la producción en masa que ha obtenido el mismo resultado de dejar a sus obreros sin trabajo. Tampoco es envidiable la situación de Francia con su déficit de más de doce mil millones de francos, sus tributos asfixiantes, que alejan de sus tierras a las multitudes de viajeros que antes la enriquecían, y su capacidad de entenderse con sus vecinos descontentos, que la amenazan con la guerra. Tampoco la de Inglaterra, con su Imperio resquebrajado y sus tres millones de obreros sin trabajo. De otra parte, el sueño socialista, que había servido de ideal a tres generaciones sucesivas de europeos, se desvanece ante el ejemplo de miseria que la Rusia de los Soviets ofrece al mundo; y toda la inspiración que nos inspiran los esfuerzos de Italia y el Japón por alimentar poblaciones excesivas para sus angostos territorios, no consigue acallar nuestra pena por la gran estrechez en que sus hijos viven.

Se nos dirá que el mundo ha librado una gran guerra y tiene que padecer sus consecuencias. Pero la guerra, a su vez, ¿no fue el resultado de algún error fatal, inherente a los principios básicos de las modernas nacionalidades? Que cada uno siga su genio y vocación parece cosa deseable, pero si de ello se deduce la incapacidad de que se entiendan unas con otras, la consecuencia indeclinable de esta exageración de sus peculiaridades será que no puedan solventar sus disputas por otro camino que el del conflicto armado. Pero, de otra parte, no es sólo el costo de las guerras lo que causa su ruina. El aumento constante de los gastos públicos se ha convertido, para todos los pueblos, en una ley histórica. Y así los Estados no son ya escudos, sino cánceres que la devoran.

Lo peor, sin embargo, no es el aumento de los gastos públicos, sino que lo fomente el mismo régimen representativo instituido para refrenarlo. En los más de los países son miembros de las Cámaras numerosos funcionarios, identificados con el Poder público que, lejos de regatear recursos al Erario, no tienen más anhelo que el de repartirse presupuestos opíparos. Tampoco los partidos políticos están interesados, sino de un modo genérico, en las economías, porque cuanto mayores los gastos de un Estado, más empleados sostiene, es decir, más electores, más amigos, más agentes, más secuaces de los partidos gobernantes. Así los presupuestos se convierten en la lista civil de los partidos, y Francia cierra su año económico con un deficit que es el tonel de las Danaides, los Estados Unidos con otro de tres mil millones de dólares en 1932, que en 1933 excede, con mucho, de los siete mil; Inglaterra tiene que saltar del patrón oro cuando pasa el suyo de los cien millones de libras, y Alemania se queja de que 35.000 millones de marcos de oro, de los 55.000 que constituyen los ingresos anuales de su pueblo, los absorben el Reich, los Estados, los Ayuntamientos y los Seguros sociales.

Ahora bien, a medida que aumentan los presupuestos de los Estados disminuyen los beneficios del comercio, de la industria, de la agricultura y del ahorro transformado en capital, lo que quiere decir que se va estrechando la posición de los industriales, de los agricultores, de los comerciantes y de los capitalistas, con lo que se hacen inseguras y poco codiciables las profesiones productoras de riqueza y se acrece el ansia de buscar asilo en las carreras y oficinas del Estado, cuyo anhelo mueve a diputados y gobernantes a volver a aumentar el presupuesto de gastos, con lo que se forma el círculo vicioso, que empieza por absorber las energías de la sociedad, pero que acaba indefectiblemente con la soberanía del Estado, que es el fin de los cánceres: matarse cuando matan.

No hay quien custodie a los custodios; no hay quien nos proteja contra el Estado que debe protegernos. Y es el ideal mismo que inspiró la creación de los Estados modernos lo que está en entredicho. La Edad Media se fundaba en una armonía de sociedades (communitas communitatum), que era también un equilibrio de principios, en el que se contrapesaban la autoridad y la libertad, el poder espiritual y el temporal, el campo y las ciudades, los reinos y el Imperio. Se rompió la armonía. Cada principio quiere hacerse absoluto; cada voluntad, soberana. Así han tratado de reinar como déspotas, por medio de un Estado omnipotente, la libertad ilimitada y la autoridad arbitraria, la nación y las jerarquías, el progreso y la tradición, el capital y el trabajo, y todavía sueñan los hombres con que el triunfo total de su doctrina favorita hará expandirse al infinito el poderío de su voluntad, que identifican con la de su nación o su Liga de Naciones, la del proletariado o sus correligionarios. Sólo que las mentes reflexivas desconfían. Ya no es hora de utopías. Se está hundiendo el terreno donde se alzaban. Y por primera vez desde hace dos siglos se encuentran los pueblos hispánicos con que no pueden ya venerar a esos grandes países extranjeros que, como ha dicho Alfredo Weber, "sólo piensan en sí mismos, en su expansión y en su seguridad", como los reverenciaban cuando pensaban o parecía que pensaban por todas las naciones de la tierra. Alemania, que no paga a nadie; Francia, que no paga a los Estados Unidos; Inglaterra, que sólo paga a los Estados Unidos, en dinero señal, porque no cobra de Alemania y no sabe si cobrará de Francia; los Estados Unidos, que quieren cobrar de todo el mundo... Pero, ¿son estas las "luces políticas" que "inundan el mundo como radiante meteoro" y que cegaban a Simón Bolívar? Y si resucitara Sarmiento, el enemigo más encarnizado que han tenido los ideales hispánicos, ¿qué pensaría de estos países, que fueron sus dioses?

Escribo la palabra "dioses" deliberadamente. Era ayer todavía, el 2 de septiembre de 1888, cuando moría Faustino Domingo Sarmiento en la Asunción del Paraguay, y se envolvía su cadáver en las banderas de los cuatro pueblos a que había servido: la Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay. Sobre su tumba fue grabado el epitafio por él elegido: "Una América libre, asilo de los dioses todos, con lengua, tierra y ríos libres para todos." ¿Qué dioses eran esos: Confucio, Budha, Odin, Mahoma, Zeus, Afrodita, el Padre Sol? Sarmiento creyó toda la vida que el mal de los pueblos hispánicos de América, aparte de sus indios y mestizos, dependía de su formación española. A principios de 1841 escribía en El Nacional estas palabras: "Treinta años han transcurrido desde que se inicio la revolución americana; y, no obstante haberse terminado gloriosamente la guerra de la independencia, vese tanta inconsciencia en las instituciones de los nuevos Estados, tanto desorden, tan poca seguridad individual, tan limitado en unos y tan nulo en otros el progreso intelectual, material o moral de los pueblos, que los europeos... miran a la raza española condenada a consumirse en guerras intestinas, a mancharse de todo género de delitos y a ofrecer un país despoblado y exhausto, como fácil presa de una nueva colonización europea." De estos juicios deducía remedios adecuados, a cuyo empleo dedicó la vida: inmigración europea y educación popular, cuya suma e integración realizaba su ideal antiespañol, porque la inmigración la quería en grandes cantidades, hasta que la sangre extranjera sustituyera a la española y a la indígena, y la educación venía a desempeñar el mismo oficio en el plano moral, porque lo que le parecía fundamental era infundir a los pueblos de América ideales extranjeros, sobre todo mediante la difusión de la Vida de Franklin por todas las escuelas, en calidad de texto obligatorio, aunque jamás se haya producido entre nosotros un tipo de hombre que se parezca a Franklin, y eso que se han escrito veinte o treinta Vidas de su admirador Sarmiento, que producirán nuevos Sarmientos en todos nuestros pueblos, porque Sarmiento, con su soberbia, su ingenio, su energía, su autodidactismo y hasta su antiespañolismo, es un ejemplar neto y castizo de la raza; así como también las personas de su intimidad a quienes trata Sarmiento en sus Recuerdos de Provincia, con mayor afecto y respeto, y hasta reverencia, son su santa madre, guardadora celosa de las imágenes de los dos grandes predicadores españoles: Santo Domingo de Guzmán y San Vicente Ferrer, y el sacerdote sanjuanino D. José Castro, que murió durante la guerra de la Independencia besando alternativamente el Crucifijo y la imagen de Fernando VII el Deseado; que no se habían educado en la vida de Franklin, ni la conocían, sino que se habían hecho, como dice el propio Sarmiento, al influjo de "una partícula del espíritu de Jesucristo", que por "la enseñanza y la predicación se introdujera en cada uno de nosotros para mejorar la naturaleza moral", lo cual ha de tenerse en cuenta para cuando se escriban nuevas Vidas de Sarmiento, en la esperanza de que los Sarmientos que produzcan no tengan por dioses a los Estados Unidos, Francia, Inglaterra y Alemania, vuelvan a venerar a la Virgen y a Santo Domingo, y a San Vicente y a San Ignacio y a San Francisco Javier, y sean enterrados bajo la Cruz, después de restaurar la religión de sus antepasados, lo que no impedirá que de ellos diga Júpiter a Juno, como del Piadoso Eneas -piadoso por la fidelidad con que guardaba el culto de sus padres- que subirán al Olimpo y encontrarán su asiento por encima de las estrellas.

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