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Voy a hacer un pequeño guiño a mi patria chica con este artículo:
Los pueblos, todos sin excepción, son depositarios de una herencia secular que está siempre en las mejores manos para que no se pierda, las de la tradición, que es trasunto del alma popular, fiel a un pasado que le pertenece y al que no quiere renunciar, porque la simple renuncia significaría tanto como perder las propias señas de identidad.
Las tradiciones taurinas aragonesas están firmemente arraigadas en el alma de cada pueblo. Muchas de esas tradiciones son compartidas por comarcas enteras. En su mayor parte datan de la Reconquista, lo que hace crecer la duda, nuevamente, sobre un posible origen árabe de la fiesta de toros, algo que no parece posible porque el supuesto se resiste al más somero análisis. Sí hay que admitir, en cambio, la integración musulmana en el espectáculo y su participación en determinados casos.
No estará de más recordar que el Fuero de Sobrarbe. del siglo XII, establece ya ciertas normas para «correr los toros», a fin de que éstos no produzcan daños. El artículo 293 del citado Fuero advierte que «si conduciendo por el pueblo al matadero alguna vaca o toro, causare daño a las personas, pierda la bestia su dueño, pero que si el daño se causare al correr la vaca o el toro ensogados, con ocasión de boda o misacantano, no debe imponerse pena, a no ser que los que tiran de la cuerda la aflojasen o la soltasen por hacer daño o escarnio». Este documento revela la antiquísima tradición del toro ensogado, entre nosotros, vigente todavía en la actualidad.
También el Fuero de Albarracín, en los inicios del siglo XIII, ilustra sobre los festejos de toros y da instrucciones sobre la construcción del tablado, «que no podrá levantarse en cualquier lugar, sino únicamente en el centro de la plaza de la villa». Dicta normas asimismo sobre la costumbre de «bohordar» (el bohordo era una varita o caña de seis palmos y de cañutos muy pesados, utilizada en los juegos de cañas y ejercicios a la jineta), suerte que se ejecutaba con ocasión de una boda o de fiestas varias, entre las que había cuatro de carácter fijo: el Nacimiento de Nuestro Señor, Resurrección, Quincuagésima y San Juan Bautista. Si la lidia se celebraba fuera de las fiestas prefijadas, se castigaba a los lidiadores si cometían «homicidio». El propio Fuero especificaba las formas de toreo: corrida a caballo con asta (lanza) o con escudo. Si ocurría algún accidente en el curso del festejo, no se pagaba pena alguna, salvo que hubiera intencionalidad y lo jurasen así doce vecinos.
En siglos sucesivos continuó la tradición taurina aragonesa, pionera en muchos aspectos. Vicente de la Fuente cuenta en su Historia de Calatayud que «en el arreglo de la carnicería de 1550 se estipuló que los arrendadores hubiesen de dar a la ciudad francamente tres toros bravos para las fiestas de la Virgen de Agosto, de la Feria y Corpus Ghristi. Si se dejaba correr algún toro, el arrendador abonaba a la ciudad quince florines».
No es extraño que la realeza se sintiera familiarizada, desde el principio, con el espectáculo taurino. Por eso, una de las primeras corridas reglas de que habla la historia fue la celebrada en Zaragoza, en 1328, con motivo de la coronación de Alfonso IV de Aragón. También fue notoria la afición taurina de Juan I. De este monarca se dice que el 19 de abril de 1387 hizo preparar en Fraga toros «dels pus braus que puxen trovar» para probar unos alanos que le habían llegado de Castilla. Y a mediados de junio de aquel mismo año pedía a los jurados de Zaragoza dos «matatoros» (nombre popular que se dio a los primeros toreros de a pie) para celebrar un festejo público en Barcelona. Dos años más tarde, el 21 de abril de 1389, mandaba buscar desde Monzón un par de toros para otra fiesta, en carta dirigida a don Artal de Alagón: «Como nos fagamos aquí venir dos toros por el portador de la present, rogamos vos que le emprestedes un moço e dos vaqueros e vacas cuantas se haruán mester, con los cuales pueden bien venir los ditos toros».
Domínguez Lasierra (Los orígenes de las fiestas taurinas», revista Turia, 1992) relata algunas tradiciones taurinas zaragozanas y la incidencia de la fiesta en la capital del Reino. «Ocho toros encascabelados, que con alquitranados jubillos, entregados al infatigable vulgo, corrieron ensogados por diversas partes, produciendo gran regocijo público en las fiestas zaragozanas por la promoción, en 1616, del inquisidor general de España, el aragonés fray Luis de Aliaga; como hubo toro encohetado en la visita de Felipe II, en 1626, a esta capital».
Empero, no todos los grandes príncipes estuvieron de acuerdo con la fiesta de toros, y ésa es la razón de que no se celebrara la córrida programada cuando el príncipe Baltasar Carlos juró los Fueros el 20 de agosto de 1645, «por ayer entendido que Su Majestad no admitía esa fiesta».
«Fue especialmente lucida —describe Juan Domínguez— la fiesta de toros que la Imperial y Siempre Augusta Zaragoza celebró en 1662, con motivo de la consagración como mártir de Pedro de Arbués, festejo taurino que ilustró con su destreza don Francisco Pueyo y Herrera —nombre pionero de nuestra particular historia taurómaca—, que para aquel evento sacó lacayos vestidos a la manera turca, quebró muchos rejones e hizo uso de su espada en dos rigurosas ocasiones de desempeño, datos que nos hablan de que la fiesta empezaba a complicar sus suertes. Con desigual fortuna, don Francisco Pueyo y don Antonio de Luna lidiaron en otra ocasión dentro de aquellos festejos religiosos-profanos».
No faltan referencias y testimonios que avalan la tesis mantenida desde el principio en esta obra: la importancia, en muchos aspectos decisiva, que Aragón tuvo en la fiesta de toros, desde su inicio.
Se utilizaron toros bravos, ya en los más remotos tiempos, para lanzarlos contra el enemigo y hacer que se batiera en retirada. Muchas de las tradiciones tienen esa procedencia, la conmemoración de triunfos guerreros o de acontecimientos sobresalientes. La tradición no es historia, pero sí puede adjudicarse la parte de ella que pasó por alto a los historiadores, porque se hallaba sumergida en la noche del pueblo y estaba aguardando el alba de éste para resucitar.
Los designios de la Providencia, amadísimos hijos, se han vuelto a manifestar una vez más sobre la heroica España. La Nación elegida por Dios como principal instrumento de evangelización del Nuevo Mundo y como baluarte inexpugnable de la fe católica, acaba de dar a los prosélitos del ateísmo materialista de nuestro siglo la prueba más excelsa de que por encima de todo están los valores eternos de la religión y del espíritu.
La propaganda tenaz y los esfuerzos constantes de los enemigos de Jesucristo parece que han querido hacer en España un experimento supremo de las fuerzas disolventes que tienen a su disposición repartidas por todo el mundo; y aunque es verdad que el Omnipotente no ha permitido por ahora que lograran su intento, pero ha tolerado al menos algunos de sus terribles efectos, para que el mundo viera cómo la persecución religiosa, minando las bases mismas de la justicia y de la caridad, que son el amor de Dios y el respeto a su santa ley, puede arrastrar a la sociedad moderna a los abismos no sospechados de inicua destrucción y apasionada discordia.
Persuadido de esta verdad el sano pueblo español. con las dos notas características de su nobilísimo espíritu, que son la generosidad y la franqueza, se alzó decidido en defensa de los ideales de fe y civilización cristianas, profundamente arraigados en el suelo de España; y ayudado de Dios, «que no abandona a los que esperan en El» (Iudith, XIII, 17), supo resistir al empuje de los que, engañados con o que creían un ideal humanitario de exaltación del humilde, en realidad no luchaban sino en provecho del ateísmo