Vamos a proseguir desmontando el mito de las tres culturas, con la vida de otro mártir hispano.

11 de marzo
      
     SAN EULOGIO DE      CÓRDOBA
     († 859)
      
     San Eulogio es el gran padre de la     mozarabia, el renovador del fervor religioso entre la cristiandad cordobesa y andaluza en     medio de la lucha que hubo de sostener con las autoridades islámicas durante el siglo IX.     Conocemos su figura por sus propios escritos: las cartas, el Memorial de los mártires,     el Documento martirial, y por la biografía que de él escribió su amigo Alvaro     Paulo. Aunque estuvo empeñado en una lucha porfiada con el Islam, su nombre no aparece en     las historias hispanoárabes, cuyos autores miraron con la mayor indiferencia la gran     epopeya martirial.
     Nacido hacia el año 800 en el seno de     una de las más rancias familias de Córdoba que, en medio de la apostasía general,     había conservado fielmente las prácticas de la vida cristiana, recibió en el hogar los     primeros rudimentos de la educación religiosa. Su primer maestro fue un abuelo, que     llevaba el mismo nombre que él y que cada vez que oía la voz del almuédano anunciando     la hora de la oración a los musulmanes, rezaba de esta manera: "Dios mío, ¿quién     puede compararse a ti? No calles ni enmudezcas. He aquí que ha sonado la voz de tus     enemigos y los que te aborrecen han levantado la cabeza". Se le confió después, en     vista del atractivo que tenía para él el estudio de los libros santos, a la comunidad de     sacerdotes de la iglesia de San Zoilo, bajo cuya dirección dio los primeros pasos en el     ejercicio de la piedad y de la ciencia sagrada. Juntóse a esto la influencia del más     famoso de todos los maestros cristianos de Córdoba, el piadoso y sabio abad Esperaindeo,     que gobernaba el monasterio de Santa Clara, cerca de Córdoba. Allí conoció a otro     alumno que había de ser su biógrafo, Alvaro, y allí estrechó con él una amistad que     había de durar mientras viviese.
     Alvaro fue el amigo perfecto, el     partícipe de sus santos ideales, el colaborador leal en todas sus empresas, apasionado     como él de la ciencia isidoriana, y como él, inquebrantablemente asido a las viejas     tradiciones patrias. El, a su vez, ve en el descendiente de los magnates de la civitas     patricia la cifra de todas las perfecciones: un alma grande encerrada en un cuerpo     fino y delineado, en cuanto irresistible en el trato, una suave claridad en el semblante,     el brillo del abolengo, la agudeza del ingenio, y en las costumbres, tesoros de gracia y     de inocencia. Pero lo que no puede olvidar es aquella mirada bañada en un fulgor     ultraterreno. Si Alvaro es el hombre impulsivo, Eulogio tiene una naturaleza inclinada al     reposo de la contemplación. Pasados los umbrales de la juventud, se entrega a las     actividades de la vida clerical, y entra a formar parte del colegio de sacerdotes que     servía la iglesia de San Zoilo. No tarda en darse a conocer por su inflamada elocuencia y     por la integridad de su vida. "Todas sus obras, dice el biógrafo, estaban llenas de     luz; de su bondad, de su humildad y de su caridad podía dar testimonio el amor que todos     le profesaban; su afán de cada día era acercarse más y más al cielo; y gemía sin     cesar por el peso de la carga de su cuerpo". Sólo él estaba descontento de cuanto     hacía. "Señor, decía más tarde, yo tenía miedo de mis obras, mis pecados me     atormentaban, veía su monstruosidad, meditaba el juicio futuro y sentía de antemano el     merecido castigo. Apenas me atrevía a mirar al cielo, abrumado por el peso de mi     conciencia".
     Para aminorar el tormento que le causaba     este sentimiento de su indignidad pensó tomar el báculo de peregrino y hacer a pie el     viaje a Roma. Esto era entonces una cosa casi imposible en Andalucía, y así se lo     dijeron cuantos le rodeaban. Alvaro nos lo dice con estas palabras: "Todos resistimos     aquella tentativa, y al fin logramos detenerle, pero no persuadirle". Tal vez Eulogio     cedió, porque entre tanto las circunstancias le obligaron a hacer otro viaje, que no era     menos difícil, pero que estaba justificado por una necesidad familiar: el deseo de saber     noticias de dos hermanos a quienes los azares de la vida comercial habían llevado al otro     lado de los Pirineos, y según se rumoreaba negociaban en las ciudades del Rhin. Era el     año 845. Por más que hizo Eulogio no pudo salir de España. En Cataluña encontró los     pasos cerrados por las luchas entre los hijos de Ludovico Pío. Retrocedió hasta Zaragoza     y desde allí subió hasta Pamplona, donde le dieron las peores noticias de lo que pasaba     al otro lado de Roncesvalles. Se acercó, sin embargo, a Gascuña, pero no pudo pasar el     puerto. Para no perder completamente el viaje, decidió visitar los monasterios del país,     Seire, Siresa, San Zacarías, etc., donde le regalaron libros preciosos, que se llevó     como un botín a Córdoba. Eran obras de Porfirio, de Avieno, de Horacio, de Juvenal, de     San Agustín. Los discípulos del abad Esperaindeo habían emprendido la noble tarea de     restaurar en El Andalus la cultura isidoriana, sofocada por la invasión, y al frente de     todos ellos estaba Eulogio. Fomentar los estudios, crear escuelas, formar librerías era     para él defender la religión de sus padres y resucitar el sentimiento nacional.     "Cada día, dice su amigo y biógrafo, nos daba a conocer nuevos tesoros y cosas     admirables desconocidas. Diríase que las encontraba entre las viejas ruinas o cavando en     las entrañas de la tierra... No es posible ponderar debidamente aquel afán incansable,     aquella sed de aprender y enseñar que devoraba su alma... Y, ¡oh admirable suavidad de     su alma!, nunca quiso saber cosa alguna para sí solo, sino que todo lo entregaba a los     demás, a nosotros, los que vivíamos con él, y a los venideros. Para todos derramaba su     luz el siervo de Cristo, luminoso en todos sus caminos: luminoso cuando andaba, luminoso     cuando volvía, límpido, nectáreo y lleno de dulcedumbre."
     Por el prestigio de su sabiduría y de su     santidad el maestro de San Zoilo se había convertido en jefe del grupo más ferviente de     la cristiandad cordobesa, sacerdotes celosos, fieles fuertemente apegados a sus creencias,     ascetas de la sierra, monjes y monjas de una veintena de monasterios que había en la     ciudad o en sus alrededores. La opresión musulmana, que a muchos los llevaba a la     apostasía, había producido en ellos una reacción de amor exaltado a sus creencias. Es     verdad que no había persecución propiamente dicha, pero la misma ley hacía la vida     insoportable para un cristiano, y a la ley se juntaba el fanatismo popular, más     intolerante tratándose de monjes y sacerdotes, cuya presencia en la calle daba lugar con     frecuencia a escenas desagradables. A fines del reinado de Abd al-Rahman II la     intolerancia se hizo más violenta, y en los primeros meses del año 850 empezaron los     martirios y las decapitaciones: primero un sacerdote, después un mercader. Los cristianos     más fervorosos protestaron presentándose ante el cadí para declarar la divinidad de     Jesús y las imposturas de Mahoma. Inmediatamente eran torturados y degollados. Son ufanas     doncellas, vírgenes admirables educadas desde la niñez en los monasterios, anacoretas     encanecidos en la penitencia, soldados y gentes del pueblo. Algunos que habían renegado     del Evangelio en un momento de debilidad aprovecharon aquel procedimiento para lavar su     culpa. Otros, que eran cristianos ocultos, cuando la ley los obligaba a ser musulmanes,     fueron arrastrados ante el juez por sus propios parientes.
     El sultán, no sabiendo qué medida tomar     contra aquellos hombres que se reían de los tormentos, acudió al arzobispo de Sevilla,     Recafredo, y le dio orden de que anatematizase a los mártires e hiciese callar a sus     defensores y panegiristas. Pareció al principio que esta medida iba a detener aquellos     entusiasmos, pero hubo un grupo numeroso que rechazaba todo pacto con la infidelidad, que     fue a parar en el calabozo. Al frente de ellos estaba el maestro de San Zoilo, que, lejos     de someterse a las imposiciones del metropolitano, empezó a escribir un libro intitulado Memorial     de los mártires, en que se proponía dar una historia de sus combates y una defensa     de su heroísmo. Ya le tenía casi terminado, cuando un día de otoño de 851 se presentó     en su casa la policía, y entre los lamentos de su madre y de sus hermanos lo llevaron a     la cárcel. Aquel encierro le llena de alegría, porque le permite convivir con los otros     prisioneros, instruirles y alentarles. Un día le dicen que dos jóvenes encerradas en un     calabozo cercano están a punto de desmayar, vencidas por los sufrimientos y las amenazas.     Inmediatamente se pone a escribir un libro, al cual dio el título de Documento     martirial. Destinado a sostener el ánimo de estas dos vírgenes llamadas Flora y     María, tuvo un éxito completo. Al mismo tiempo lee, reza, predica y escribe. Escribe su     larga carta al obispo Viliesindo, de Pamplona; y con un detenido examen de los poetas     clásicos, descubre las reglas de la prosodia latina, que se habían olvidado en España     después de la invasión árabe.
     Recobra la libertad a los pocos meses,     pero sin renunciar a su culto admirativo por los confesores de la fe. La persecución     arrecia cuando el emir Muhammad sucede a su padre Abd al-Rahman. Muchas iglesias fueron     destruidas y muchas comunidades disueltas. El catálogo de los mártires se aumentaba cada     día, y Eulogio aumentaba al mismo tiempo las páginas de su Memorial. Su escuela     había sido clausurada, pero él seguía siendo el oráculo de la religión perseguida.     Unas veces anda huido por la ciudad, otras se esconde entre las fragosidades de la sierra.     Responde a los detractores de los héroes sacrificados con una obra, intitulada el Apologético,     notable por su estilo, lleno de sinceridad y elegancia. Diez años duró aquella lucha     épica, contra los musulmanes y los malos cristianos, diez años que fueron para él de un     heroísmo continuado, tenso y jovial.
     No obstante, Eulogio estaba triste al ver     que iban muriendo y triunfando sus amigos, y que él estaba en pie, Su renombre era tal     que, cuando en 858 murió el arzobispo de Toledo, el clero y los fieles de la sede primada     de España eligieron para sucederle al humilde sacerdote de San Zoilo. Pero era necesaria     la aprobación del emir, que le impidió salir de Córdoba. Por lo demás, Dios quería     poner sobre su cabeza aquella corona del martirio, por la cual él había suspirado tanto.
     Había en Córdoba una joven llamada     Lucrecia, a quien la ley condenaba a ser musulmana por ser hija de un padre musulmán. Sin     embargo, ella creía en Cristo, lo cual le acarreaba continuas amenazas y malos     tratamientos. Huyendo de la venganza de los suyos, se refugió en la casa de Eulogio, el     cual la recibió, sin temor a las leyes, que la condenaban a ella a perder la vida por su     apostasía, y a él al tormento por el crimen de proselitismo. La policía se puso en     movimiento. Entre tanto Eulogio rezaba, y hacía que la joven cristiana se refugiase en la     casa de unos amigos. Al poco tiempo los dos fueron detenidos. Acusado de haber apartado a     Lucrecia de la obediencia que debía a sus padres y al Islam, Eulogio contestó que no     podía negar su consejo y su enseñanza a quien se la pedía, y que, según los principios     mismos de los perseguidores, era preciso obedecer a Dios antes que a los padres. Llegó,     incluso, a proponer al juez que le enseñaría el camino del cielo demostrándole que     Cristo es el único camino de salvación. Irritado por estas palabras, ordenó el cadí     que preparasen los azotes. "Será mejor que me condenes a muerte, dijo el mártir al     verlos. Soy adorador de Cristo, hijo de Dios e hijo de María, y para mí vuestro profeta     es un impostor."
     Al proferir estas palabras Eulogio no era     ya solamente un proselitista, sino también un blasfemo, incurso en pena de muerte. Sin     embargo, el juez no se atrevió a cargar con una responsabilidad como aquélla. El primado     electo de Toledo, el sacerdote más respetado por los cordobeses debía ser juzgado por el     consejo del emir. Se le llevó al alcázar y allí se improvisó un tribunal, formado por     los más altos personajes del gobierno. Uno de los visires, íntimo de Eulogio,     compadecido de él, le habló de esta manera: "Comprendo que los plebeyos y los     idiotas vayan a entregar inútilmente su cabeza al verdugo; pero tú, que eres respetado     por todo el mundo a causa de tu virtud y tu sabiduría, ¿es posible que cometas ese     disparate? Escúchame, te lo ruego; cede un solo momento a la necesidad irremediable,     pronuncia una sola palabra de retractación, y después piensa lo que más te convenga; te     prometemos no volver a molestarte". Eulogio dejó escapar una sonrisa de indulgencia     y de agradecimiento, pero su respuesta fue firme: "Ni puedo ni quiero hacer lo que me     propones. ¡Oh, si supieses lo que nos espera a los adoradores de Cristo! ¡Si yo pudiese     trasladar a tu pecho lo que siento en el mío! Entonces no me hablarías como me hablas y     te apresurarías a dejar alegremente esos honores mundanos". Y dirigiéndose a los     miembros del consejo, añadió: "Oh príncipes, despreciad los placeres de una vida     impía; creed en Cristo, verdadero rey del cielo y de la tierra; rechazad al profeta que     tantos pueblos ha arrojado en el fuego eterno".
     Condenado a muerte, fue llevado al lugar     del suplicio. Al salir del palacio, un eunuco le dio una bofetada. Sin quejarse por ello,     Eulogio le presentó la otra mejilla. Ya en el cadalso, se arrodilló, tendió las manos     al cielo, pronunció en voz baja una breve oración, y después de hacer la señal de la     cruz en el pecho, presentó tranquilamente la cabeza. "Este —dice Alvaro—     fue el combate hermosísimo del doctor Eulogio; éste su glorioso fin, éste su tránsito     admirable. Eran las tres de la tarde del 11 de mayo." El 15 fue decapitada Lucrecia.
     Los fieles de Córdoba recogieron los     sagrados restos y los sepultaron en la iglesia de San Zoilo. El 1 de junio del año     siguiente, 860, fueron solemnemente elevados, y en ese día empezó a celebrarse la     memoria de los dos santos mártires. En 883 fueron trasladados de Córdoba a Oviedo. Su     urna se conserva todavía en la Cámara Santa de esta ciudad. Los escritos del Santo: Memorial     o Actas de los mártires en tres libros, Documento Martirial, Apologético y     varias cartas fueron publicados por Flórez en los tomos X y XI de la España Sagrada,     de donde pasaron al volumen CXV de la Patrología Latina.